Humanos

 

Esther Álvarez

La majestuosa silueta de las tres naves amarradas en el puerto de Palos semejaba la de una aparición apocalíptica. Los hornos del atracadero estaban encendidos, y el calor que generaban obligaba a los olleros a serpentear a toda prisa entre las vasijas cocidas para no abrasarse. No podían desaprovechar un minuto de trabajo. Debían ultimar la producción de la encomienda convenida con un rico mercader de Burgos cuanto antes, pues el plazo de entrega se aproximaba.

Era una tarde tórrida de agosto, sofocante. El aire levitaba hirviente a ras de suelo, como un espectro que, harto de alimentar leyendas centenarias, arrastraba sus cadenas por el río esquivando los chinchorros recalados en la ribera.

Aunque el tráfico del puerto era ligero desde primera hora de la mañana, la verticalidad de los tres colosos permanecía intacta. Solo el humo que emanaba de las chimeneas del alfar osaba traspasar los mástiles de los veleros, tal vez con la esperanza de irse con ellos, enganchado a las botavaras.

Pese a ser un día cualquiera de un siglo cualquiera, algo importante parecía estar dispuesto a romper la cáscara del huevo aquel jueves de verano del año 1492 d. C. La inminente ruptura se palpaba en el febril ambiente del atracadero, en la mirada de la gente y en el trasiego de docenas de acémilas llenas de fardos que, al borde del muelle, se rifaban un hueco en las bodegas de los barcos.

El olor habitual del puerto era una mezcolanza de aromas. Entre ellos, dominaba el hedor de la ponzoña que los mercaderes africanos traían incrustada en la ropa, el perfume que desprendían las barjuletas de azafrán y la tufarada que emergía de los serones del bacalao seco amontonados al pie de la ensenada. Sin embargo, ese día tan especial el embarcadero había amanecido con un olor diferente. Olía a madera; al efluvio pastoso que liberaban los listones de pino con los que construyeran aquellas maravillosas embarcaciones; al que propalaban por el aire los toneles que rodaban por la alota, las carretas de bueyes y los leños apilados en el cobertizo de la fonda.

Aquel día de agosto todo semejaba arder en llamas. Por algún motivo inexplicable, la incandescencia del puerto de Palos igualaba a la del mismísimo infierno. De hecho, un escribano público, que leía unos pliegos reales con la ayuda de una lupa al resguardo del espigón, observó cómo los chispazos saltaban a 2 cm de sus ojos. Hasta el color cobrizo del río Tinto esa tarde se fundió con el resto del entorno, exhibiendo la epidermis de sus aguas con la forma de una plancha humeante a punto de explosionar.

Multitud de mozos, con el torso desnudo y descalzos, cargaban los veleros deslizándose por unas rampas apoyadas a doce barcazas. Catapultados por una sensación de urgencia difícil de controlar con la poca inteligencia que Dios les otorgara, hacían lo imposible para no desfallecer. Algunos cargaban sobre los hombros barriles, sacos o costales. Otros arrastraban recuas de gallinas atadas a una cuerda que, atemorizadas, iban dejando un rastro de excrementos para asegurar la vuelta al corral antes de caer la noche. A todos les sobraba pasión. Pero, como la gran mayoría jamás había practicado el hábito de la disciplina, el vaivén de sus movimientos era igual de estridente que el chirrido de un coro desafinado.

Por orden del contramaestre de la nave capitana, Diego de Arana —alguacil mayor de la Armada—, los mozos debían cargar a bordo víveres para quince meses, agua para seis, pólvora y diez baúles llenos de mercancías de rescate: cascabeles, peines, cuentas de vidrio, espejos azogados con mercurio de Almadén, cintas, lazos… —pura quincalla—.

En los muchachos más atrevidos se vislumbraba entusiasmo; en los algo sensatos, pánico. Los primeros eran porteadores contratados por el mayor de los hermanos Pinzón a cambio de un suculento estipendio. Los segundos, dóciles grumetes palermos que, al día siguiente, además de ascender a la categoría de marineros, serían gratificados con un anticipo de cuatro meses de soldada por haberse alistado en la expedición.

Esa insólita tarde ningún desenlace estaba premeditado. El destino, apabullado con el rugido del tumulto aglutinado en el puerto, dudaba qué escribir sobre un papel en blanco. Era el ajetreo de la gente el que iba marcando la marcha de un acontecimiento que, cientos de años después, sería interpretado faltando a la verdad. Y es que, como la imprenta todavía no era una herramienta popular, el chismorreo alimentaba tanto las fuentes de la cultura como las de la verdad.

Nadie sospechaba que los protagonistas de tan magnífica hazaña serían sobradamente conocidos por la posteridad; una posteridad que los enaltecería siguiendo los cánones de idolatría donde Dios siempre justificaría la última respuesta.

Apoyadas a un montículo de tejas, frontera entre el puerto y la muralla colindante a la iglesia del pueblo, unas mujeres ofertaban arenques a gritos, aprovechando las pausas de los martillazos procedentes del astillero. Ninguna iba peinada. Se notaba a leguas de distancia su añeja repulsa al jabón. Esa madrugada se habían despertado exultantes, blindadas con la corazonada de estar cerca de ser testigos de un hecho histórico sin precedentes. Pese a ser las legítimas herederas del pecado de Eva, presentían que aquel día se liberarían de su culpa, sin más penitencia que la de no moverse del puerto incluso después de vender todo el pescado.

La curiosidad por ver a los veleros encargados de descubrir una ruta kamikaze, atravesando los mares habitados por los monstruos del Averno, atrajo a muchos pescadores de la villa. Con los ojos encendidos, todos estiraban el cuello entre la muchedumbre en busca del artífice de la expedición: Cristóbal Colón. Sus comentarios eran pesimistas, fatalistas, y la muerte, el último tramo de cualquier conjetura lógica. Había quienes aseguraban que aquel excéntrico navegante estaba loco. Otros, que un tal Alonso Sánchez, capitán de un pesquero que diecisiete años antes lograra llegar a las Indias arrastrado por un vendaval, vendiera sus cartas de navegación al genovés a cambio del alma. Por el contrario, los más cautos afirmaban que la Inquisición, harta de celebrar juicios divinos, en vez de condenarlo a la hoguera por ser judío, lo enviaba a las aguas en ebullición que manaban más allá de las Azores.

Aquel 2 de agosto del año 1492 d. C, ante el asombro de Dios, los motores de la prosperidad se pusieron en marcha. Faltaba ya muy poco para que la ciencia confirmase la redondez de la Tierra anunciada por Pitágoras, para que se demostrase que el miedo herético a las antípodas era producto del horror a lo desconocido. Por fin, la valentía de unos pobres desdichados revelaría reprobados conocimientos de geografía, revolucionando el pensamiento humano.

Mientras los velones de las naves se dejaban golpear por el viento, un corrillo de niños jugaba en los testares lanzándose casquillos a la cabeza. Los adultos, observando con media sonrisa el juego de los pequeños, recordaban atroces castigos bíblicos. En general, se respiraba un nerviosismo contagioso difícil de controlar, ni siquiera hartándose de beber vino amargo —quien pudiese permitirse el lujo de pagarlo—. Solo unos marineros portugueses, que en la posada se jugaban dos rubias a los dados, daban culto a la tranquilidad tras haberse ausentado seis meses de sus hogares esclavizando a los indígenas de Cabo Verde.

Cerca del muelle, en el abrevadero de la Fontanilla, dos caballos bebían tratando de sofocar el calor, ajenos a la ambición de sus amos: unos vinateros que al amanecer zarpaban rumbo a Flandes a bordo de una carraca. El abrevadero era una fuente pública de la época romana que, además de ser punto de refresco para los estibadores, era un lugar de veneración por estar adornado con motivos religiosos indescifrables. Tal era el calor de esa tarde que sus cimientos parecían fundirse bajo tierra con el ardor de la sangre derramada en alguna cruzada librada, allí mismo, entre el ejército almorávide y cristiano tiempo atrás.

Fragmento del libro de La Tierra, coordenadas 37° 13′ 53,02” N; 6° 53′ 37,29″ O, Palos (Corona de Castilla), año 1492 d. C.

Humanos es algo así como un experimento literario donde se combinan dos géneros, en principio, antagónicos: la novela histórica y la ciencia ficción. La reflexión que esta novela propone al lector es que la búsqueda del conocimiento, el afán de conquista y el ánimo de perpetuarse en el tiempo siempre serán el motor que hace que cualquier civilización progrese y avance.