Mirada de Otoño
I
Como un acto de venganza,
cumplido ya un buen tramo de existencia
del ayer al hoy,
enfilo a todo trapo la recta hacia la meta
con la frente rotunda
para mirar la vida,
las manos como ramas
y los labios de óxido.
Los dioses y los héroes
ya de nada me sirven,
de tarde en tarde
miro hacia atrás
para no olvidarme quien soy
y ver de frente
el misterioso espacio del recuerdo.
La vida
es un pliego de intenciones que va
a ninguna parte,
pájaros de agua
que anidan en mi corazón sediento,
mientras agonizan los ángeles conmigo,
ahora que sé que existo en vano.
¿Dónde habrán quedado
los garabatos, que en mi infancia,
guardé en un cajón cerrado?
II
Lejos de mi casa,
buscando los otoños sin querer alterar
el ciclo de
los astros,
me salen al encuentro
pesares antiquísimos,
libros con las hojas sepia
donde acechan los poemas
desde cualquier
página,
y bandadas de versos
abiertos en canal
para uso y disfrute de mis ojos.
Se me quedaron enquistados
los besos de aquella chica misteriosa
que
ya apenas recuerdo.
La sombra de un hueco
de aquellos que se fueron…
y la soledad
donde el reloj despuebla mi horizonte.
Atrás dejé
mis ojos ingenuos, con los que miraba
las últimas estrellas.
Fui ladrón de sueños
pero de eso, nunca me arrepiento.
Sigo siendo el mismo:
por donde voy, perpetro silencios;
ahora mi alma ha tocado fondo,
pero eso, poco importa.
III
La piel de mi carne lo sabe.
En algún lugar de mi mente
algo me subyuga, me somete,
se desenfoca el mundo
y la luna
es un acento menguado en la confusión
del cielo.
Pregunto por Dios
por si alguien le
conoce.
Como si la galaxia sangrara
me insinúa su escondite.
Le busco en los acantilados donde rompen las olas,
en los laberintos de arena
de todos los
desiertos,
en el rostro tiznado
de mis hermanos mineros
y en las escombreras
donde tiran los estériles.
Pero nunca en las iglesias.
Sigo buscando a Dios
en las cárceles de barrotes oxidados,
en los ojos de los criminales,
en el fisco
y en los labios carnosos de las prostitutas.
Pero nunca en las iglesias.
Sigo buscando a Dios
en la luz lejanísima de los planetas sin nombre,
en el acero ruinoso del casco
de
los mercantes,
en los periscopios de los submarinos
que desaparecen en el océano
o en las culatas de los kalashnikov.
Pero nunca en las iglesias.
Sigo buscando a Dios
en el ajetreo de los bulevares,
en el viento crudo de la estepa
y en el silábico aullido de los perros
que ladran a lo lejos.
Pero nunca en las iglesias.
Sigo buscando a Dios
en la obstinación extraña
que me lleva y me trae
a no sé dónde
en
el ocaso de mi vida.
IV
Huyeron de puntillas los otoños.
Yo sigo en pie
esperando que el último tren
recoja mis
despojos.
3º Premio de Poesía Cruz Roja de Villarrobledo. Premio Virgilio Espinar
Floración
Escucha mi protesta
porque no eres tú un Dios amigo de los dictadores
ni te influencia la propaganda
ni estás en sociedad con el gánster
ni partidario de su política
Ernesto Cardenal.
A Antonio López Baeza, poeta, In Memoriam.
I
Con labios fríos madrugó la muerte
para ver contigo
la floración en el corazón de enero,
mientras la luna huye,
se desbocan tus versos en las praderas
del cielo.
Va contigo
la frescura del alba y los pétalos húmedos
de la flor del almendro de tu infancia.
Has hundido
las raíces de tus versos en mi corazón
de agua,
tus oraciones,
en el crepitar de un leño
donde mataron a un nazareno insumiso;
los lazos fraternos (siempre abiertos)
allá donde se esconde la vida.
Como himno perenne,
rosas de laúdes
restañan las heridas de la propia existencia,
cuando aceptas la muerte
como siembra de vida.
II
Hoy escribo tu nombre,
asciendo a tu mirada limpia y luminosa,
a la desnudez del abrazo
en el quicio del vértigo.
Te miro
y veo el asombro de la niñez ingenua
en las angostas soledades que la noche concede,
la dulzura de la conversación entre naranjos
y la flor nevada del almendro.
Herida de mañanas, tu alma
es abrazo y sacramento.
Has abierto los brazos a transeúntes
de voces extraviadas sangrando ausencias.
Derramaste versos, como golpes de lluvia
en una explosión de primaveras,
salmos y plegarias
que se acrisolan en el envés del tiempo
sobre las almas sufrientes de los campesinos,
los que laboran en los astilleros,
los rostros quemados de los pescadores
y en el corazón de los mineros.
Hoy escribo tu nombre, hermano,
en un vacío irrespirable
en la desembocadura del miedo,
porque ya has llegado al más seguro puerto.
III
Humilde, calladamente
se fue sin aspavientos
en el paisaje invernal de su infancia.
No apagó la luz al irse.
Su corazón manso y limpio
creció más allá de las palabras.
Ya duermen las flores
en su corazón de óxido,
la deuda de la vida
se instaló en sus labios
en ciclo perenne, donde termina
y empieza la herida primitiva.
Un ascua adormecida,
que alzó palabras a la luz
más allá de la urgencia de la carne.
Se fue como un apátrida.
Aquí dejó intactos, sin miedo a la penumbra
la cultura popular, que tanto quiso,
la no violencia, la objeción insumisa,
movimientos obreros y el trabajo en los suburbios.
Y los versos místicos de un cura obrero.
IV
Quedó una melancolía inaudible, sin ti,
en las bocas abiertas del silencio.
Poema ganador del IX Concurso Internacional "María Eloísa García Lorca", convocado por la Unión Nacional de Escritores de España.
I
No llegó como un tsunami.
Sigilosamente ávida, sin estruendos
ni
gestos
que delataran su presencia,
ni olor a carne quemada,
sin
ritos mortuorios.
Pasó en silencio
en los columpios invisibles del viento
apaciguado
y los miró a los ojos,
de
frente,
temeraria
nombrando uno a uno
y
señalándolos con el dedo.
Los tocó suavemente;
un roce ligerísimo bastó para matarlos.
Les susurró al oído
como lo hace la vieja ramera
con
un joven inexperto
hasta arrastrarlos al hondo de su vientre;
la muerte los besa con descaro, una y otra
vez,
con sus labios de seda.
¿A dónde ir, -dijeron-
si han desvalijado la esperanza?
¿Dónde podremos esconder
nuestros
propósitos?
El hambre nos clava su arpón
en
el estómago,
como lluvia de fuego se incrusta
en nuestros miedos.
No vino de visita;
más bien la bestia creció en su aposento
y
miró a los ojos
de
los desheredados,
los miró de frente
como mira un juez severo al condenado
para inyectar la savia de ponzoña,
se diluya en las venas,
en las páginas del alma;
gotas de dolor
y tizne sus rostros de lepra sangrante
hasta encerrarse en la espesura
de
la noche.
Llegó temprano.
Se vistió de gala
para confundir al alba con la niebla,
la luz con el helio,
la noche con la muerte.
Y los miró de frente
como se mira a los reos sin historia
para inocularles
las últimas dosis de virus de sida,
arrastrarlos a la confusión de la sombra
donde los ladridos
son voces mortecinas que apenas si se oyen
hasta dejarse desvanecer en el olvido.
No llegó como un tsunami,
puedo decirlo bien alto.
Sé que los miró
como mira el tigre a su presa
y deambula en sus alrededores
hasta dar un último
y
certero zarpazo;
se guarece muy cerca de sus casas de lata,
en los callejones sin fondo,
en las plazas vacías,
donde el reloj puso punto final
a las prisas de los lunes
y las nubes de polvo
rocían con sus ásperos dedos
el último suspiro de la tarde.
Y ahora que reconozco sus gestos
sus perfiles se agrandan por momentos.
Vienen a mí, a nosotros,
al regazo que anhelaban en el norte.
Traen la nostalgia,
las primaveras rotas, como lastre,
a
sus espaldas
y la poesía en las rayas de las manos,
vienen con la lluvia
en la ribera del miedo,
el temor eterno a no sentirse hermanos
de
los tojos,
a desangrarse en la canícula de agosto.
Con mirada fría,
apareció con movimientos toscos,
silenciosos gestos,
casi
imperceptible
disfrazada de otoño
y sin embargo…
los
miró a los ojos.
Algunos
-los más valientes-
huyeron con su hogar a cuestas
hasta perderse en las aguas del estrecho.
Ya no me quedan nombres
ni gestos
ni
palabras
ni
verbos que den movimiento
a
mis ideas,
ni sueños para prestarles un instante.
Otros alcanzaron la costa
agotados
tristes,
derrotados,
ebrios de sal y el alma quemada.
Miran por última vez el sur
-para
no perder el norte-
donde habían enterrado sus heridas.
No llegó como un tsunami, creedme,
pero
toda África palideció al ver su rostro.
II
Al otro lado corre un ancho río.
Manuel
Padormo.
Al otro lado,
donde la serenidad del sol monta
movimientos
imposibles,
los puentes de los ríos
están tendidos en paisajes invisibles,
los trenes
pararon sin remedio
en el sueño de las vías muertas,
los libros
reposan en estantes inalcanzables.
Allí
nunca se pone el sol
sin que la carcoma meriende su porción
diaria.
Ya no quedan árboles que acaricien el
paisaje,
ni bosques,
ni
memoria
en
la conciencia de dioses del norte.
Al otro lado
sierras mecánicas descarnan
las
últimas voluntades vegetales,
antes de arrancarles
las noches frescas de su savia.
Péndulo de la nada en madrugadas
vacías,
abandono de ser quienes son,
-o
quienes han sido-
antes de partir
el último sobreviviente a colonizar el norte,
a pedir limosna.
III
Pan y paz
para el sur
y palomas que atestigüen
la promesa.
José Manuel Regal García es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.