Con frecuencia, para que se produzca un determinado hecho, hace falta una concatenación de circunstancias que te conducen a ese lugar preciso, ese día, a esa hora. Eso me ha pasado a mí, que para recibir la Medalla de San Isidoro de Sevilla, por ejemplo, tuve que pasar por una serie de vivencias, alguna de ellas no muy agradable.
Huyendo de una depresión, que se apoderó de mí sin pedirme permiso, busqué refugio en la Tertulia Rascamán. Allí encontré algunos seres de luz, como Javier Díaz Gil, su director, que, poco a poco, me ayudaron a desterrar aquel terrible mal que me aquejaba. En sus animadas tardes de los miércoles, cuando nos reunimos, conocí a Mariana Feride, gran poeta, que se convirtió en magnífica amiga. Ella era por entonces la Delegada en Madrid de la UNEE (Unión Nacional de Escritores de España), y me animó a hacerme socio de la misma. Gracias a ella llegué hasta Juan Carlos Heredia Puerto, Presidente de la Institución, desde la que realiza una labor encomiable e impagable. Desde el primer momento me recibió y valoró con una amabilidad extrema, incluso me llamó personalmente por teléfono para darme la bienvenida, llamadas que se repitieron en el tiempo hasta consolidar una amistad incipiente. A Rosa Rodríguez Núñez, actual Delegada de la Zona Centro, la conocía desde hacía años a través de ASEAPO y nos unían lazos de amistad y admiración mutua. Estoy convencido de que también ella ha tenido mucho que ver en la concesión que se me ha hecho de esta distinción tan importante. Y cerrando esa cadena de hechos que me han traído hasta aquí tengo que destacar la circunstancia de que a Javier Díaz Gil se le concedió esta misma Medalla en el año 2024, con la consiguiente alegría y regocijo por mi parte y la de todos los compañeros de tertulia.
¿Cómo iba a pensar que un año más tarde, en 2025, sería yo el favorecido con la máxima distinción de la UNEE, junto a la excelente poeta Ángeles Mora, a la que admiro? Si alguien me lo hubiese dicho me habría burlado, discretamente, por aquello de la educación, de esa persona. Pero es muy posible que me hubiese llevado a recordar a aquel niño que fui, en mi Alburquerque natal, que a los nueve años ya andaba empeñado en construir frases con ánimo creativo. Entre aquella edad temprana y mis setenta y tres años actuales, toda una vida dedicada a la creación literaria, desde la poesía, la narrativa o el teatro, a la que habría que sumar mi trabajo como compositor, cantante, actor, pintor y director artístico, sin olvidarnos de algo tan prosaico como mi labor, desde las ocho hasta las quince horas, en una entidad bancaria, a la que, por otra parte, tengo que agradecer el no haber pasado hambre a lo largo de todos estos años. Y es que, no nos engañemos, la poesía, o el arte en general, no rentan, como dirían ahora los chavales.
Todos, o al menos muchas de las personas que nos movemos en los círculos literarios, tenemos, antes o después, momentos de desánimo, en los que estamos a punto de rendirnos ante tanto nadar contracorriente. El creador solo debería crear. El mercadeo debería ser misión de otros, pero no, cuando no has alcanzado notoriedad, sobre todo en poesía, por unos motivos u otros, además de autores, hay que convertirse en editores, distribuidores, organizadores de presentaciones, en algunos casos pagando incluso la sala, regalar libros a los críticos literarios, que en la mayoría de los casos ni siquiera se molestarán en leer, y casi, casi, mendigar público para que acudan a tus actos. Ante ese panorama, que algunos quieren disimular disfrazándolo de falso brillo y esplendor, cómo no vamos a sufrir momentos de desánimo. En uno de esos periodos de bajón me encontraba yo, dispuesto a cerrar definitivamente la caja de la creatividad y dedicarme a disfrutar de cuantos placeres me permitiera mi jubilación bancaria, cuando me llegó la noticia de que se me había concedido una medalla, no una cualquiera, no, era nada menos que la de San Isidoro de Sevilla, que anteriormente habían recibido personas e instituciones tan relevantes como Rafael Alberti, Antonio Gala, Antonio Carvajal , Javier Díaz Gil, el padre Ángel, La Fundación Antonio Machado (Collioure, Francia)…
Naturalmente, después de asimilar la concesión, recuperé totalmente el ánimo y entendí que todo había merecido la pena tan solo por poder vivir ese momento. Hoy me vuelvo a encontrar joven y lleno de energía para seguir creando, de hecho lo estoy haciendo. He encontrado nuevos caminos literarios por los que transitar y hasta hallo placer en enfrentarme a todas esas otras labores paralelas a la creación. Ante este renacimiento no tengo más remedio que mostrar mi gratitud a la UNEE, Juan Carlos Heredia, Mariana, Rosa, Javier, y cuantas personas me han considerado merecedor de este gran honor. Todo pasa por algo y nos conduce a territorios que jamás hubiésemos pensado transitar, ya se lo decía a ustedes al principio del escrito.