Microrrelato de Elina Pereira Olmedo
A la memoria de Artemisia
Gentileschi
La
mujer empuñó la daga. Fue lo único que conservó de su marido, muerto gracias a
Dios. Nadie la defendió de sus golpes. Hay cicatrices que nunca se borran. Pero
la daga estaba ahí, ante sus ojos. Y el hombre, borracho, roncando.
Se
parecía al difunto como una gota de agua a otra. De su boca abierta, salía un
hilillo de saliva. Baba que las moscas se bebían ansiosas. Muy bien, pronto
tendrían algo más que beber.
Se
vistió con cuidado. El atuendo debía ser apropiado. La criada estaba lista, su
mirada firme. El cuello del hombre se ofrecía. La mujer empuñó de golpe todo su
dolor.
La
sangre manó de una herida tan antigua que había perdido el nombre.