Ricardo Taboada Velasco
12:30 horas. Quiero ser un trovador para lavar con mis coplas los traumatismos de los mortales.
Por mucho que hubiera imaginado jamás habría podido conjeturar que sucediera una guerra en Europa. Ahora sí, puedo confirmar que vivimos en un mundo individualista y de confrontación.
No habían pasado unos meses, de la conversación con mi nieta, cuando la guerra de Rusia contra Ucrania se hizo realidad. Los niños intuyen muchas recompongas que los mayores con el paso de los años vamos perdiendo. Con frecuencia he de recordarme que la historia de la humanidad es pendular y que en todos los periodos hubo guerras por doquier.
Las varillas de la persiana abrían la
luz de la mañana y con ellas el bostezo de los vehículos que iban subiendo el
tono de los ronquidos de sus motores. El gorjeo de las tuberías de los
desagües, el portazo del ascensor y el desapacible sonido de una silla raspando
el suelo, me ayudaban a desperezar el sistema operativo de mi clarividencia. A
modo de reinicio, repasaba las tareas que debía realizar en la incipiente
jornada.
Entre boqueada y bostezo rumié, atiborrado de incógnitas, —impotencia— por el devenir de millaradas de personas de Ucrania que con rostros desesperados y miradas quebrantadas desertaban pidiendo socorro. Se expatriaban, amargadas llevando en sus brazos unos pocos bártulos y de la mano a niños angelicales, desconociendo su albur y mucho menos su repatriación, dejando a sus espaldares: sus rizomas, su morada, su progenie, su nación, su mundo, […]. Herraban huérfanos con las pupilas bloqueadas, con los ánimos agotados, sin un argumento convincente, al profuso fundamento que explique la guerra.
Solía desayunar en el salón viendo las noticias de la mañana; sin embargo, no terminaba de verlas: cambiaba a un programa distendido como «Maestros de la restauración». No soportaba contemplar el continuo martilleo de bombazos sobre las personas indefensas y toda la destrucción de edificios; es más, cuando mi mujer desayunaba —lo suele hacer más tarde— repetía, paso a paso, lo mismo que yo solía hacer.
—Por favor, cuando puedas lo cambias —propuse.
—Ya, a mí me ocurre lo mismo, pero lo hago con la ilusión de que un día nos digan que la guerra ha llegado a su fin —dijo visiblemente incomoda.
—Ojalá, pero me temo que esto va para largo…: me explayo de indignación. Creíamos vivir en una nueva era: el «siglo de la vanguardización». Habíamos alcanzado un nuevo estilo de vida la libre; por la liberación de la mujer en la mayor parte de los países occidentales y por desordenar los parámetros creativos con nuevas tendencias; por el uso de los colores puros, el impresionismo, el expresionismo y principalmente el cubismo; por romper con la métrica en la poesía; por los avances científicos, que mejoraron nuestras vidas; porque creíamos que la palabra «paz» reinaría por siempre el mudo. —Mi mujer escuchaba mientras tomaba un sorbo de café y cambiaba de canal. La observé y proseguí—. ¡Qué inocente he sido! Ahora recapacito: la paz fue debida a los millones de muertos que el siglo llevaba en sus espaladas y al miedo que la bomba atómica produjo en todos. Creía, como la mayoría de las personas sensatas, que una vez finalizada «La Guerra Mundial» nunca más habría otra, principalmente porque «el miedo no anda en burro» y huimos rápidamente de él. Sin embargo, en el mismo instante de acabar la «Gran Guerra», los oligarcas del patio del colegio —gallos sin equidad, honestidad y legalidad, contrarios al Gallo Quirico— empezaron guardando silencio, a poner todo su empeño para disponer del mejor y sofisticado trabuco, y para intimidarse mutuamente, tanto, que el uso de unas pocas armas, de gran calibre, destruiría toda la Tierra. Y volvimos a una época subterránea de recesión imponiéndose condiciones como antaño, con sistemas totalitarios encubiertos, ¿o no?, donde decíamos tener sentimientos pacifistas y conservacionistas con el medio ambiente, pero los hechos nos demuestran todo lo contario.
—Sí —dijo, tomando la palabra y recostándose en el sofá, sin perder su tono afectuoso—, muchas personas creíamos que los mortales se volverían buenos de la noche a la mañana, y en un futuro, próximo, no habría cárceles porque no habría criminales. ¡Qué cándida! Llegué a creer que en la tierra sería siempre primavera. Durante un tiempo, en mi mocedad, idealicé a personas con una estrella en la gorra y en la mano un fusil, por creer que solucionarían las injusticias del mundo; ignoraba que los males se encadenan: «A hierro matas a hierro mueres». Ahora veo que la paz es una utopía, que ha de empezar por estar en paz con uno mismo.
—Eso me ha pasado a mí —repliqué con el ceño fruncido—. Me viene como anillo al dedo una frase de Antonio Mingote. «Todos quieren la paz y para asegurarla fabrican más armas que nunca».
Pasados unos días tuve un encuentro con el ucraniano Yuri, sus palabras me vivificaron. Cuando llegué a casa me quemaban en la boca, y después del saludo de bienvenida le dije:
—Hoy he conocido a un señor: Yuri Nasuskhin, es músico y director de la Orquesta de Cámara Ars Ensemble: «El pueblo ucraniano estará en el pasado por el heroísmo de sus habitantes, porque los pilares de la vida la tiene en sus raíces, que emanan de la educación, de sus padres y de la ambición de ser una nación libre», dijo, en el evento donde nos encontrábamos, abatido. Pero más profundas que sus palabras, que rebotan en mi mente, era la tristeza azul de su mirar húmedo, reflejado por dos silenciosas lágrimas que resbalaron por su rostro, recogidas por la yema de sus dedos hechos para componer poemas musicales y llenar de armonía los silencios. Es cierto que Europa tomó oxígeno según iba superando los males de «La Gran Guerra» —amplifiqué mi malestar— y se dedicó a consolidar la democracia, creciendo e insertando constituciones que, ingenuamente me creí, buscaban: la igualdad, la concordia y la libertad del pensamiento integral de los ciudadanos. Entre tanto, los gallos del patio del colegio, sin escrúpulos y a plena luz, iban almacenando, por si acaso, armamento sofisticado y destructivo. Vegetábamos en el candor de la imparcialidad buscando compromisos individuales y tratados internacionales, para que cada país alcanzara su mayor potencial sostenible. Muy al contrario, la realidad era otra: el «No a la Guerra», que ha estado presente en todas las campañas preventivas de finales del siglo XX, solo era un lema. No ha servido de nada. Se superó el tiempo de los guerrilleros románticos de carácter político buscando la libertad del hombre.
—¿Habrá otra «Gran Guerra»? —interrogó.
—Hay quien afirma que si gana la guerra Rusia será dramático, si la gana Ucrania, se habrá desatado la «III Guerra Mundial». Es más gordo de lo que creemos —profundicé—. Dejar en la estacada a la energía de combustibles fósiles y a la energía nuclear por otras limpias y renovables, era; y es, una pura tomadura de pelo, porque para los magnates de la Tierra simplemente era; y es, un tapabocas. En Ucrania hay, ¿o había?, una científica: Svitlana Krakvska, cabeza visible del «Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático», conocido por las siglas IPCC, que intentaba comunicar a la ONU los estragos que la crisis climática estaba ocasionando en el mundo. Todo su equipo, y ella, tuvieron que protegerse en un antiaéreo en Kharkiv —en la actualidad se desconoce su paradero—. Para esta científica el conflicto se debe a una guerra de combustibles fósiles, que son el principal promotor del cambio climático y la causa de la guerra de Rusia con Ucrania: «Ambos están directamente comunicados», dijo la acreditada científica; sin embargo, quién sabe la verdad. Se nos olvida que tenemos una amenaza mayor: la intimidación de arrojar una bomba nuclear, que es lo que está ocurriendo, terminaría con el problema.
—¡Qué inocente! —masculló con preocupación mi compañera—, creía que no habría más autócratas totalitarios, pero viendo a Vladimir Putin, que recurre a la guerra para mostrar su fortaleza y para obligar a Ucrania a que acate su voluntad, dándose un baño de multitudes en un estadio de fútbol y cómo se ha expresado al referirse a Ucrania, dijo: «Es para salvar a la gente de este sufrimiento y de este genocidio», mientras ordenaba a su fiel ejército bombardear a la capital ucraniana y a las principales ciudades, incluido un teatro con niños.
—A mí también me preocupa que este nuevo dictador, de nombre Vladimir, justifique el genocidio, a la vieja usanza, diciendo: «Quiero liberar al pueblo ucraniano del nazismo a que está sometido», y concentre el poder del ejército y la opinión del pueblo ruso. Me alarma cuando grandes países, en número de habitantes y potencial económico, asientan callando el linchamiento de semejantes inocentes, porque así, dicen, alejan a la ultraderecha o nacionalsocialismo de sus fronteras. De la misma manera me desorientan, me disgustan y me dejan perplejo, al oír a personas que justifican con evasivas y otras «a pies juntillas», las palabras de Putin y su actitud.
—¿Dónde, cuándo y por qué se ha perdido la conjugación del verbo respetar? —preguntó de nuevo Mari Juana.
—Si miramos la otra cara de la moneda podríamos, también, denunciar la descomunal penitencia de aquellos rusos que son conscientes de la negación que les somete el estado al negarles la libertad de expresar y enseñar lo que piensan. Eso es lo que ocurre en demasiados países. Me pone el vello como garfios al ver la barbarie de Rusia en Ucrania y nuestra actitud ante el genocidio; más encima, cuando compruebo que Rusia, la India, Pakistán, Corea del Norte y China, se vanaglorian por disponer en las armerías un arsenal de armas nucleares que, de ser usadas, exterminarían al Planeta. Todavía más, estos países están dirigidos por un régimen afín a la oligarquía. Para compensar y equilibrar las fuerzas de los matones del patio del colegio, hemos de añadir a esta lista a los Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, que también disponen de armamento nuclear.
»El gran oligarca, Vladimir Putin, se convirtió en un chuleta —acrecenté harto—, y como hacen los abusones buscan a un débil (Ucrania) para mostrar su fortaleza, a sabiendas que otros bravucones se lo van a permitir; y lo hace, porque la nación ucraniana quiere ser dueña de su destino. La zona del Medio Oriente y sus mandatarios viven muy cómodamente de los combustibles fósiles (petróleo y gas), y el pueblo vaga ensimismado por su Dios, que lo conducirá a la felicidad eterna. Vladimir con una mano les da y con la otra, un poco inmóvil, se lo quita; la zona Oriental: Xi Jinping de China, Ram Nath de la India y Kim Jong de Corea del Norte, miran de reojo pero sin intervenir y; los bizarros que le pueden complicar el predominio y recriminarle las injusticias, que está cometiendo al pueblo ucraniano, están en el lejano Occidente encabezado por Joe Biden, cabeza visible del poder opositor, que de momento solo puede tomar medidas económicas; por último, el vecino occidental (UE) vive bajo el bienestar de sus cálidos fogones de gas ruso, que le permiten subsidiar la guerra a Putin; es más, lo hacemos ensimismados en las teorías conservacionistas del calentamiento global, los derechos de las personas y de la paz.
—Tenemos un posible problema añadido: la Unión Europea flamea muchas banderas en sus mástiles —expuso, perceptiblemente incómoda—, que se codean entre ellas haciéndonos, cuanto menos, indecisos. Además, algunos rincones de la histórica España, son asesorados y cobijados por Vladimir Putin para crear incertidumbre e inquietud y de ese modo se liberten del opresor, del ficticio «Estado», para caer en su mano salvadora.
—Eso parece ser…, y un amplio sector de ciudadanos de Europa, en los que yo me incluyo —comenté—, hemos sido educados y concienciados con el embrión: «Todo el mundo es bueno»; en razón de lo cual, no vemos las amenazas y, por consiguiente, no estamos preparados para los posibles conflictos. Cabe agregar que los países, que de momento no han tomado medidas contra la guerra rusa, suelen estar gobernados de manera vitalicia, sin divisiones del poder, con proyectos a largo plazo; por el contrario, en el caso de la Unión Europea y Estados Unidos, los políticos viven de los votos del pueblo y de la apariencia: tienen arrastre, la condición milagrosa de atraer y domar, que tienen los toreros, para volver a ser elegidos dentro de cuatro años; es por esto que sus miras, proyecciones y planes, sean a corto plazo.
Me detuve para reconsiderar el despropósito. Inspiré profundamente. Mi compañera, que tenía la mirada perdida en mis palabras, me miró impotente.
—Zelenski —proseguí— entre otras muchas zurzas, se dirige a los únicos que le pueden arrimar el hombro: «Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, pon las tuyas a remojar», que es mejor que: “Ande yo caliente ríase la gente”, que es lo que de momento estamos haciendo por mucho que nos demos golpes de pecho. Tenemos intereses particulares con Rusia y vemos que la pelota está en el tejado…; dudamos recoger a las personas que huyen del Terrorismo de Estado y del exterminio sistemático que día tras día podemos observar por los medios de comunicación.
Hice un nuevo descanso, posiblemente, esperando que mi compañera tomara cartas en el asunto.
—Después de esta masacre humana, ratifico las palabras del músico Yuri Nasuskhin y especifico: «Los pilares de todas las sociedades están en la educación, la familia y la ambición de ser libre» —detallé—; sin embargo, de nada sirven estos valores, para que el fiel de la balanza esté equilibrado, cuando en el otro platillo del juicio se deja caer el ansia de poder, que suelen llevar algunos mandatarios de los países que llevan las riendas del planeta Tierra.
El expedito razonamiento quedó flotando y acompañando, durante un breve lapso de tiempo, a las sombras del salón.
—¡Qué cándida he sido! ¿Cómo estará esta guerra, pasados un par de años, será la última? —preguntó con candor.
—La tierra y la religión han sido y son la base de los conflictos de todas las civilizaciones —aseveré tajante—, y seguirán hasta el final de los tiempos, aunque suene pesimista. Lo que sí es cierto —sentencié pausado—, es que la justicia no defenderá a ningún muerto de esta nueva guerra ni de otras; esperemos que lo haga con los vivos, cosa que pongo en duda. Putin, beneficiándose del sufragio universal, fomenta con su poder mediático y con la finura de un bisturí, a la sociedad rusa y al mundo, el sentimiento revanchista y el fin del mundo unipolar, dijo: «No hay nada eterno. El cambio es un proceso natural y no somos rehenes del pasado. Todos han de saber lo que tenemos y lo que usaremos si es necesario». Este personaje, tan enrevesado como el ruso, me obliga a replantear argumentos contradictorios: ¿Es un anacronismo, un ridículo universal la pena de muerte? Una fuerza solo se detiene con otra igual, porque «lo de nadar y guardar la ropa», en una guerra son palabras huecas. Alguien tendrá que poner cordura en este nuevo genocidio. Personalmente echo en falta al mismo diablo; seguro que ante esta nueva matanza humana sentiría compasión.
—¿Y qué dice y puede hacer el «Santo Padre» que vive en Roma para que esta guerra finalice? —volvió a preguntar, visiblemente molesta.
— ¿Y los que vienen por atrás: entre ellos nuestros descendientes? —respondí con otra pregunta.
—Temo que no hay respuesta. ¡Qué infeliz, yo! —atemperó—. Las guerras provocan mucho dolor, dejan un germen que sirve para que vuelva a regenerarse el odio en las personas, que no existía cuando se produjo el conflicto. No me queda otra que seguir siendo una cándida ciudadana... bla, bla, bla —manifestó a modo de conclusión.
—Me gustaría creer en el sistema: normas, creencias, valores, comportamientos… Empiezo a envidiar a los pueblos y a las personas que creen en él, porque yo, visto lo visto, recomienzo a ser un escéptico y sé que eso nos es bueno; no favorece al espíritu de mejoramiento que una persona o un pueblo ha de tener para prosperar, desabrochar jóvenes perspectivas y reparar lo negativo que nos ronda. Recuerdo, de manera pesimista, el poema de Machado: «Cuando el jilguero no puede cantar,/ cuando el poeta es un peregrino,/ cuando de nada sirve rezar… Caminante no hay camino…». Las guerras nunca han hecho caminos; todo lo contrario, rompen los caminos. Estoy seguro que habrá más guerras. Vivimos en el siglo XXI y seguimos sin avanzar aunque suene a Perogrullo.
Capítulo de “El gallo Quirico, el
gato Rodolfo y dos jubilados en hórreo”, de Ricardo Taboada Velasco.
El autor es delegado en Asturias de la Unión Nacional de Escritores de España.