Ricardo Taboada Velasco
15:00 horas. Busco, como un niño, a la estrella Polar y me pierdo en el pliego de estrellas.
Por estos terrenos las amanecidas y los anocheceres suelen hermanarse vistiendo a las cumbres y a la parte baja del valle con un tupido cendal, que retorna exhalando noctívagos vahos a la atmósfera por la persistente irradiación solar.
Ante aquel resucitar de la naturaleza —la primavera— que evocaba ideas y sonidos —también representado por Antonio Vivaldi en el concierto para violín: «Las cuatro estaciones»—, hice, puerilmente a mi mujer, reprehensibles interrogantes mientras desayunábamos:
—¿Tendrá inteligencia la creación y si la tuviera, quién se la ha dado, o… es simplemente debido a la evolución de las especies?
—Es evidente —dijo dudando— que la demostración es compleja, porque ¿qué es tener inteligencia?
—Ya, te entiendo —reconocí la dificultad—. La respuesta depende de factores indeterminados como capacidad lógica, aprendizaje, creatividad… Considero que todos estos componentes nos indican la manera que tenemos cualquier especie animal y vegetal para reaccionar ante un problema.
—Por ende —acrecentó—, es la capacidad que nos permite solventar con éxito las nuevas situaciones para sobrevivir.
—¡Qué lista eres! y eso…—expliqué— lo viene haciendo la naturaleza, con permiso del humano, desde el principio de la vida.
Y los dos desayunando fuera del hórreo, contemplamos entre sorbo y sorbo de café, cómo la «Luna Rosa o de Gusano» se había fundido con las estrellas en el irresoluto cerúleo de la bóveda del cielo. La monotonía parecía adueñarse de la alborada rompiendo los silencios externos de la noche en el hórreo: ¡quiquiriquí!, ¡pi-pi-pi-pi-pi-pi!, ¡brrrum, brrrum!, ¡muuu!, ¡talán, talán!, ¡oaaa, oaaa!, ¡piiii!, ¡hiiii!, zzzzzz. Y de los internos: ¡plaf!, ¡clom!, ¡crag!, ¡tintín!, ¡achís!, ¡glu, glu, glu!, ¡ñam, ñam, ñam! Seguro que mi hijo mayor, desde la cama está pensando: «¡Ya está mi padre, con sus ruidos!». Es bonito escuchar todas estas cacofonías ordinarias, en cambio hay ruidos internos que me agradan menos, como son los mecánicos y entre ellos el ruido del exprimidor de naranjas, es un ¡aggggggh! que rompe el encadenamiento de sonidos mañaneros.
Cada vez que la esfera celeste es iluminada por el sol, el mundo reverdece de nuevo, sea la estación que sea. Uno de los primeros quehaceres que tengo por costumbre hacer, apenas pongo el pie en el suelo, es degustar, como ya he dicho, el jugo de varias naranjas: me priva. Entre sorbo y sorbo, que paladeo con sumo agrado, mi mente recorre los incognoscibles misterios que hay detrás del zumo, porque a pesar de ser un proceso normal para mí no lo es y me enfrasco con dos callados procesos: el relacionado con el árbol y el concerniente a la mano humana.
—Estás muy pensativo desayunando —apuntó mi compañera.
—Me imagino —sonreí— a cualquier árbol frutal succionando de la tierra, silenciosamente, por medio de las vellosidades de sus raíces las esencias del terreno para dar un determinado fruto. —Tomé un trago—. ¡Qué complejidad de elementos intervienen! Y por otro, los conocimientos del labrador, que posiblemente adquirió de sus antepasados, obtenidos tras largos ensimismamientos observando las fases lunares por los cambios de posición respecto a la visión que se tiene del satélite desde la tierra. Luna Nueva, momento de reposo y descanso; Cuarto Creciente, período para abonar y siembra; Luna Llena, tiempo de recolección: es cuando la savia alcanza su punto máximo de concentración; Cuarto Menguante, intervalo para la poda y desmalezar.
Mi mujer sentada sin pronunciar palabra me miraba. Hice un descanso, me levanté y le extendí un vaso con zumo que le había hecho.
—¡Gracias! —dijo.
Tomó con delectación un trago. Esperé a que lo depositara sobre la mesa y proseguí con mis cavilaciones en voz alta.
—Es singular y enigmático el proceso de restauración —proseguí— que realiza la naturaleza en cada ciclo es incomparable. —Mi mujer repitió los mismos gestos sin pestañear—. Los vanguardistas restauradores humanos, jefes de cocina (chef[1]), solo pueden fijarse en los regalos y la genialidad de la madre Tierra para imitarla. La única aproximación a los sabores que nos dona la naturaleza es la realizada por las «cocineras madres» basadas en el saber heredado, con los recursos disponibles, y el amor materno como condimento.
—Nuestras madres —especificó— con las sobras de anteayer y de ayer, no por fines ecológicos, elaboraban comidas abarrotadas de creatividad, posiblemente estimuladas por el amor y las necesidades; no eran ni amas de casa, eran madres a secas y… solo había un plato.
—Ahora los cheffes —acrecenté lo dicho por ella— viven en el monte Olimpo, junto a las estrellas, pero sin «michelines», porque lo importante es la fantasía de la presentación del plato, son idolatrados por la capacidad de inventar nuevos alimentos: ¡Qué cambios tiene la sociedad!
—Te dejo con tus pensamientos —levantándose para depositar las tazas sobre el fregadero.
—Escúchame —insté—, se me olvida que la naturaleza está repleta de múltiples maravillas. Sus portentosos materiales son elaborados para contribuir a la sostenibilidad ambiental, sin otra energía que la del propio metabolismo y sin ruidos tóxicos. Es evidente, no hay científico que pueda crear el pétalo de cualquier margarita silvestre. Los humanos, con toda nuestra tecnología, solo somos capaces de proyectar prosopopeyas de la naturaleza y de momento nos gana en todo.
—En efecto —dijo de pie en el mismo umbral—, hay músicos muy dotados, sin embargo, la más extraordinaria de todas las músicas es la creada por la Tierra.
—El ejemplo lo tenemos en la maestría de las aves, que lo saben todo en materia de música sin haber ido a ningún conservatorio —dije acompañado del tintinear de las tazas y cucharillas al depositarlas en el fregadero—. Las notas de su melancólico gorjeo enredándose y desenredándose, como un hilo sonoro entre las ramas de los árboles —dije con modulación bucólica y romántica—, buscando la necesidad del momento para perderse o desvanecerse en el escenario gaseoso de los aires dominantes…: son la mejor de las melodías orquestada por el mejor compositor de los mortales.
—Tienes, tan de mañana, subido el tono poético —dijo mientras se encaminaba por las escaleras de caracol.
Ayudado por una aplicación que descargué del móvil, fui diferenciando los sonidos vocálicos que cada especie emite desde los sitios de percheo, incluyendo tanto el canto como el reclamo de las aves del entorno, al mismo tiempo que aprendía el nombre de cada una. Era repetitivo y curioso, cada vez que pretendía una grabación con el móvil, el ave como si lo supiera paraba de cantar. También he quedado sorprendido por la variedad y cantidad de plumíferos que convivían en el entorno. Citaré los más significativos: petirrojo europeo, mosquitero ibérico, curruca capirotada, chochín común, mirlo común, colirrojo real, torcecuello y gorrión común.
En todo este periplo de observación resonó en mis recuerdos pueriles axiomas populares que me sirvieron de guía para entender la vida de los pájaros: «En enero busco compañero, en febrero le digo que lo quiero, en marzo hago mi palacio, en abril pongo mi güevil, en mayo saco mis pitayos, en junio plumo, en julio los echo por el mundo, en agosto si los encuentro no los conozco, en septiembre niego de ellos para siempre».
Cuando estaba reconcentrado contemplando el ágil revolotear de los gorriones y sus habituales rifirrafes, que supongo son riñas poco importantes o juegos de rol —al no ser gorrión no alcanzo a entender sus contrariedades—, me hice la pregunta que no deja de ser una verdad de Perogrullo y a la par una estupidez: «¿Dónde estará el cementerio de los gorriones o de otras aves?». Dicen que suelen vivir unos cinco años los gorriones.
Capítulo de “El gallo Quirico, el gato Rodolfo y dos jubilados en hórreo”, de Ricardo Taboada Velasco.
El autor es delegado en Asturias de la Unión Nacional de Escritores de España.