Diario de un viajero
Despunta el alba en Amán. Las previsiones meteorológicas no hacen temer una jornada de calor asfixiante. Petra, la fabulosa ciudad esculpida en piedra, nos espera. Haremos una larga travesía hacia el Sur por la A-35, la carretera del desierto, hasta llegar a Wadi Mussa, en donde se abandona el autobús para iniciar una larga visita a pie.
Hay expectación entre los excursionistas. Algunos ya bajaron a desayunar con aire de fútiles exploradores; la vestimenta les delata. Para ellos es suficiente motivo la simple visita a un magnífico escenario cinematográfico, utilizado por el director de cine Steven Spielberg cuando rodó «Indiana Jones y la última cruzada. Sin renunciar a los recuerdos de película, otros viajeros tenemos motivaciones más fuertes: ver, sentir y tocar una joya arquitectónica enclavada en un ambiente natural admirable. En el siglo VI a.C. los Nabateos hicieron de Petra su capital y desde allí controlaron las lucrativas rutas comerciales por camino desértico. Paso obligado de caravanas de antiguos mercaderes, unía la costa del Mar Rojo con el Mediterráneo.
Grecia y Roma dejaron también su huella y su conquista. Dañada por seísmos y avatares de la historia, celosamente custodiada por beduinos que allí vivían, la ciudad de la roca permaneció casi un milenio aislada para Occidente. En 1812 un joven explorador suizo, disfrazado de musulmán y bajo el pretexto de hacer un sacrificio en donde se supone que fue sepultado Moisés, descubrió para el mundo la antigua ciudad.
Nos adentramos en el desfiladero. Sólo los beduinos pueden trabajar en el área de visita; así los ordenó el Rey Hussein de Jordania, a cambio que ellos abandonaran sus hogares en las cuevas y se trasladaran al nuevo asentamiento construido en las proximidades, en campo abierto. Ahora son los únicos que manejan camellos, caballos y asnos, al tiempo que controlan tiendas de recuerdos para turistas y pequeños establecimientos. Un mundo ancestral.
La contemplación me aísla del bullicio; es un disfrute onírico. Camino embelesado por el estrecho cañón que secciona la montaña de piedra arenisca, con incrustaciones de granito y basalto. Hay rocas caprichosas que se retuercen, insinúan y muestran altivas en el estrecho desfiladero. Sus esbeltas figuras ―de tonos ocre, amarillo, rosa, naranja y hasta rojo intenso― adelantan que su útil composición servirá de base para fabricar futuros maquillajes. El «Sid» es el camino de llegada a la fachada del Tesoro, la entrada a Petra. ¡Majestuosa!
Repaso las canalizaciones de agua, los hogares en las cuevas milenarias, las fabulosas tumbas en donde reposan sus huesos, el teatro al aire libre… Todo tallado en roca. Anoto en el pequeño cuaderno, en mi “Moleskine” de viaje: « ¡Petra es la joya del desierto!».
Los recuerdos juegan, van y vienen entre el excepcional paisaje de una ciudad antigua y las historias humanas actuales. Quise hablar con Marguerite, la autora del libro «Casada con un beduino» y protagonista de la historia de amor, de tolerancia y comprensión que describe en sus páginas. Aprovechando el escaso tiempo libre de la visita guiada, subí corriendo hasta su tienda de suvenires, instalada en un hueco entre las rocas. Todavía sigo dándole vueltas a la conversación que mantuve con esta neozelandesa de nacimiento, pero de ascendencia holandesa. Nada hacía presagiar que termináramos hablando de la ciudad de León y de Santiago de Compostela. Se esforzó en decir algo en español, anunciando que en pocos días uno de sus hijos iniciaría la milenaria ruta jacobea en mi ciudad natal. Los caminos del Señor son inescrutables.
Para Marguerite Van Geldermalsen todo cambió cuando era una joven viajera ―de eso hace algo más de tres décadas― y apareció por las tierras que un día ocuparon los descendientes de Esaú. Se enamoró de Mohammad, un hombre carismático, digno y divertido, un beduino jordano que hacía y vendía cosas para los turistas. El amor la atrapó, se casó con él. Hoy sigue vinculada a la comunidad que la acogió, a pesar que lleva algunos años de viudez y los hijos ya son mayores. «También viajo a Sídney (Australia)», llegó a confesar en la conversación que mantuvimos en el exterior de su pequeña tienda.
Ya esperan algunos clientes; se van congregando turistas a nuestro alrededor. Debo despedirme. Esta mujer singular tiene un compromiso de integración: no quiere protagonismos ni herir susceptibilidades, dejar de ser una de ellos, perder la posición y el reconocimiento ganado en esa genuina sociedad. A pleno sol, protegida con un sombrero de ala corta y caída, me dice adiós la mujer de ojos claros, profunda y serena mirada, gesto suave y fácil sonrisa.
Continuará…
Manuel Fuentes González
El autor es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.