La leyenda de Bellestar

Artículo de Tomás Bernal Benito

LEYENDA: “Relación de sucesos con un fondo real desarrollado y transformado por la tradición”.

(Diccionario español)

Y cuenta la leyenda, que allá por los albores de los tiempos primeros, a comienzos del siglo XII, cuando se estaba gestando el futuro reino de Aragón, cuando por los cauces de la ribera del río Gállego discurría el agua caudalosa y cristalina, y cuando el pueblo de Ardisa ni siquiera aldea era —se limitaba a ser un conjunto de barracas construidas de piedra y adobe con techo de paja, un molino y una torre de defensa—, nació una bella niña, hija del barquero y de una gentil mora.

La torre, robusta y sólida, levantada en el año 1086 por orden del gran Sancho Ramírez para repeler los continuos ataques de los infieles y para proteger aquella crucial encrucijada que representaba el camino que partía hacia Huesca, Luna y Ejea,  surgía de un llano, en el centro mismo de una fértil vega, junto al río Gállego, rodeada de bosques y de espesa vegetación.

Aquella torre altiva que miraba desafiante al cielo fue testigo del difícil parto que acabó con la vida de la madre.

Y, Andolfa,  que  tal nombre le puso su padre, se crio a su lado, en la barca.

Y, Andolfa, creció jugando con las espigas y las flores multicolores del campo, con las ardillas y con los pájaros, con las aguas del río y con el viento. 

Y, Andolfa, se convirtió en mujer, heredando la belleza insultante de su madre. 

A ella le arrebató su larga cabellera de azabache que se depositaba sobre sus hombros, circunscribiendo en su caída un rostro ovalado perfecto. Sus ojos, cual carbones encendidos, eran tan profundos y negros como una gran sima, como un gran misterio. Bajo su nariz, recta y fina, unos labios sensuales y jugosos se ofrecían tan tentadores y codiciosos como el más preciado de los tesoros.

Cuando sonreía mostraba una hilera de dientes perfectamente alineados, y tan blancos y puros como lo era su virginidad.

Y cuando lo hacía, casi siempre, el campo entero le aplaudía, porque Andolfa...  era tan bella como la plata.

Y depositó sus ojos en ella el “tenente” de la torre de Billistar don Fortún Dat III, hijo de Fortún Dat II y nieto del legendario Fortugno Dat, aquél que peleara codo a codo con Sancho Ramírez y luego con su hijo Pedro I, destacando por su audacia y valor en la toma de Barbastro.

Y ella en él, porque Fortún, aunque poseía la arrogancia y la soberbia de su padre, con ella se mostraba siempre tierno y cariñoso.

Y sucedió que cuando falleció Alfonso I sin descendencia alguna —su extraño testamento dejando todas sus posesiones a las órdenes de Jerusalén (Temple, Santo Sepulcro y Hospital de San Juan) provocó una grave crisis en el reino de Aragón—, se desató una verdadera lucha por ocupar su vacante trono.

Varios fueron los candidatos a ocuparlo.

Los navarros estaban dispuestos a apoyar a don Pedro de Atarés, señor de Borja y fundador del Monasterio de Veruela; y Alfonso VII de León y Castilla, hijo de Urraca —e hijastro por lo tanto de Alfonso I—, que también aspiraba a que se le reconociesen sus mejores derechos, aprovechó las advenedizas circunstancias para, hábilmente, apoderarse de parte del antiguo reino musulmán de Zaragoza.

La nobleza aragonesa rescató entonces de su vida monacal a Ramiro, hermano del fallecido, que había sido abad de Sahagún y obispo electo de Burgos y de Pamplona, así como obispo de Roda, y colocó sobre sus sienes la huérfana corona proclamándolo rey.

La Chronica Adefonsi Imperatoris narró la elección del modo siguiente: «Nobles e innobles, caballeros de toda la tierra de Aragón, tanto obispos como abades y todo el pueblo; todos conjuntamente fueron reunidos en Jaca, ciudad regia, y eligieron sobre sí como rey a un cierto monje, hermano del rey Alfonso, llamado Ramiro.»

Subió pues al trono Ramiro con las debidas licencias papales —en su persona se juntaron los estados de monje, sacerdote, obispo, esposo y rey—, y con el descontento de la mayoría de la burguesía, especialmente de los Templarios, que mantenían un público desacuerdo con su gobierno ya que, el nuevo rey, contravenía la voluntad expresada por Alfonso en su testamento, perjudicándoles como miembros de una de las órdenes que deberían de haber heredado el reino.

Y surgieron alrededor del nuevo monarca las intrigas palatinas de aquellos que reclamaban por soberano al castellano.

De aquellos que suspiraban y añoraban un rey fuerte y enérgico, un guerrero conquistador y victorioso que les guiase de nuevo a lomos de sus briosos corceles con sus capas al viento y sus bruñidas armaduras reflejándose el sol, envueltos entre el polvo del camino y la sangre de sus enemigos a forjar grandes gestas heroicas. 

Todos ellos despreciaban al monje que sólo sabía rezar y había hasta quienes, incluso llegando más lejos, se burlaban y mofaban de su leve cojera.

«Fue Ramiro un buen rey y franco y generosos con sus nobles... pero estos le despreciaron y entablaron guerras entre sí, matando y robando a las gentes del reino», dejó escrita la Crónica de San Juan de la Peña.

Ramiro II, viéndose incapaz de dominar a aquella parte de la nobleza, aun a pesar de intentar atraerla con dádivas y privilegios nacidos de su propia impotencia, solicitó a través de un emisario el consejo del abad del Midi, Frotardo de Saint Pons de Thomiéres, que había sido su maestro espiritual. Éste, no fiándose de dejar su respuesta a las contingencias de la pluma, condujo al emisario al huerto monacal y con la ayuda de un cuchillo cortó de cuajo todos los vástagos y pimpollos que sobresalían entre los demás. Después se volvió hacia él y con el semblante visiblemente turbado le dijo: “Ahora vete y dile a mi señor el rey lo que has visto, que no te doy otra respuesta”.

El rey aragonés dedujo, entonces, que debía eliminar a todos los nobles que despuntaban por su postura rebelde y antimonárquica.

Y así, con el pretexto de fundir una gran campana que pudiese ser oída por todo el reino, convocó en el año 1136 cortes en Huesca y citó a los ricoshombres y caballeros mesnaderos, y a los diputados de las villas y lugares del reino.

Y uno de aquellos convocados fue Fortún Dat, señor de Billistar.

Y antes de partir, arriba, en lo más alto de la torre, Fortún y Andolfa ante la presencia de la alcahueta luna y como único testigo un techo jalonado de cómplices estrellas, se juraron amor eterno comprometiéndose a que, cuando él regresase,  vincularían su unión ante Dios con el sagrado sacramento del matrimonio y lo festejarían con una gran fiesta que harían extensiva al resto de la comarca.

Y hacia Huesca partió Fortún al día siguiente acompañado de su capitán y de dos de su guardia. Y desde la atalaya los vio partir Andolfa, bajo un cielo totalmente ennegrecido que ensanchaba sus horizontes atraído por un viento racheado ocultando su bello cielo de Ardisa.

Aquellas nubes negruzcas presagiaban algo más que una simple tormenta, porque aquellos nubarrones eran tan oscuros como la mismísima y tenebrosa alma del capitán.

Un sujeto de tez cetrina y turbia mirada bajo arqueadas cejas. Taciturno y mezquino a causa de la envidia que le despertaba su señor, por no poder poseer aquel cuerpo tan soñado y lujuriosamente deseado. Un guerrero, sin embargo, brutal con sus enemigos que ya en una ocasión le salvó la vida —con cuatro moros se las tuvo que ver a la vez y cuatro fueron los moros que mordieron el polvo quedando sus cadáveres tendidos en el suelo—, pero que ahora, con el corazón carcomido por los celos, le deseaba la peor de las suertes.

Antes de perderlos de vista en la lejanía un relámpago cruzó veloz el cielo y a continuación un gran trueno invadió la campiña y el menudo cuerpo de ella, que se sobrecogió de temor.

Empezó a llover.

Y fueron transcurriendo los días.

Y, Andolfa, se hizo novia de la torre y pasaba largas horas jugando con la brisa dejando que peinara su larga cabellera, y con la vista siempre fija en el horizonte.

Hasta que un aciago día se acabó todo.

El capitán llegó a la torre portador de amargas noticias. El capitán reunió a todos en el salón de armas para contarles que, una vez en palacio y ante la presencia del rey, éste fue llamando a algunos nobles para que pasaran a una recámara secreta, dónde se encontraba apostada gente armada con la única orden de ir cortando cabezas conforme la traspasaran.

Y, que quince nobles pasaron y fueron decapitados.

Y, que las quince cabezas en círculo figurando la falda de una campana, fueron expuestas para escarnio público pendientes de una bóveda en cuyo centro, a modo de badajo, se colocó la de un tal Ordas.

Y, que una de esas quince cabezas pertenecía a Fortún Dat.

Y cuenta la leyenda, que desde aquel mismo día nadie recuerda haber escuchado la risa cantarina de Andolfa, porque desde aquel día, Andolfa se sumió en una profunda depresión.

Desde aquel día... Andolfa murió en vida.

El capitán tomó el mando de la plaza y la tomó a ella.

¡Qué podía hacer una mujer sola en aquellos tiempos, en una tierra brutal y rodeada de rudos guerreros!

Y el capitán la poseyó con saña. En aquel pequeño cuerpo descargó sus años de frustración y de rabia. Y bien decimos, sólo sobre su cuerpo, carne inerte que no respondía a sus requerimientos amatorios, porque Andolfa soportó las humillaciones y vejaciones en total silencio, sin una queja, con su corazón y mente ocupados por el recuerdo de su prometido.

Y cuenta también la leyenda, que todas las noches, la bella Andolfa se deslizaba sigilosamente del lecho y abandonando la estancia subía por las estrechas escalinatas que conducían hasta las almenas y, una vez allí, depositaba su mirada triste y melancólica en un punto lejano del horizonte, dirección Huesca, susurrándole al viento que le trajese a su difunto amado.

Y una noche sucedió.

El milagro ansiado se produjo.

El viento trajo consigo una pequeña partícula de polvo de la lejanía que fue creciendo y creciendo hasta llegar a la orilla misma del río. Fortún Dat descabalgó de su caballo muy lentamente y a la vez que con una mano se sujetaba su pecho dolorido, con la otra se cubría la boca mientras tosía en repetidas ocasiones escupiendo sangre, intentando recuperar el aliento y la escasa salud que le quedaba tras su larga y penosa enfermedad. 

La tormenta de ida empapó sus huesos hasta la médula. El frío de la muerte se introdujo tan dentro de ellos que unas fiebres calenturientas le privaron de asistir aquel día a la reunión convocada por el rey Ramiro. Fortún tuvo que ser atendido gravemente indispuesto, aquejado de fuertes dolores y entre delirios y alucinaciones, en la casa de don Pedro de Talesa, señor de Huesca, que acababa de sustituir a Fortún Galíndez.

Y lo que nunca se pudo imaginar el señor de Billistar fue que, aquellas inoportunas fiebres que casi le arrebatan la vida, paradójicamente, se la habían salvado.

Fortún saludó con la mano a su amada y cuando ésta, creyendo que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, alzó la suya para corresponder al saludo, fue cuando su momentánea alegría se convirtió, una vez más, en una cruel pesadilla del destino.

Andolfa sintió vida en sus entrañas. 

Algo se meneó en su interior que la hizo sentirse sucia e impúdica, porque aquello que llevaba dentro, aquel bastardo no deseado, era el hijo del capitán de la guardia. Ella, que había prometido guardar amor eterno a Fortún, no podía presentarse ahora ante él en aquel estado pecaminoso.

Y de aquellos ojos tan profundos como el mismísimo misterio brotaron dos lágrimas que, recorriendo sus mejillas, fueron a caer sobre sus pies desnudos que se encontraban situados encima de las frías almenas, ante los ojos atónitos de un Fortún que, impotente desde la otra orilla del río, no podía dar crédito a lo que estaba contemplando.

Y, Andolfa, seguidamente, despidiéndose con un “adiós, amor mío”, saltó al vacío.

Y voló.

Andolfa voló majestuosa y gallarda como un águila imperial.

Como un nuevo Ícaro, como sí de un hermoso ángel se tratara, y tan sólo por un instante, su cuerpo levitó y se quedó suspendido en el aire desde donde le lanzó un fugaz beso.

Pero... su caída fue terriblemente humana.

Su caída fue mortal.

El grito desgarrador del “tenente” de Billistar despertó a toda la guarnición que no sabía muy bien qué diablos pasaba; si es que eran atacados por el enemigo o si existía algún que otro peligro que atajar. Y el grito desgarrador del “tenente” de Billistar lo repartió el eco mil veces por todos los lugares de alrededor, despertando a las lomas, a la vega y al bosque entero.

Y el campo lloró,  y el río lloró, y la torre lloró, y Ardisa entera lloró por la bella niña Andolfa.

El capitán, en castigo a sus defecciones, fue torturado en la mazmorra de la torre y posteriormente atado a la rueda del molino.

El otrora caudaloso río Gállego despertó de su largo letargo de años y quiso también sumarse a la venganza del causante de las desdichas de aquella pequeña de grandes ojos negros que chapoteara en su infancia con las palmas de sus manos en sus mansas y cristalinas aguas de la orilla. Y de un feroz bramido, como si de un auténtico brazo de mar se tratase, arrancó parte del molino, la rueda y con ella al capitán llevándoselo lejos, muy lejos, tan lejos... que nadie, nunca, pudo encontrar su cadáver.

Y según cuenta la leyenda, en las noches tranquilas de plenilunio, en lo alto de la torre del castillo se puede contemplar la figura nebulosa de Andolfa, con su larga cabellera negra ondulada jugando con su amigo el viento y con la mirada, siempre fija,  en un punto lejano del horizonte, dirección Huesca.

Y según cuenta la leyenda, Billistar, en recuerdo a la belleza de la hija del barquero, cambió su nombre por el de BELLESTAR.

Según cuenta la leyenda...

Certamen Literario de Relatos Aragoneses “Peña Solera Aragonesa”. 2º Premio. Zaragoza,  15 de Diciembre del 2001.

Tomás Bernal (Escritor-Vocal Honorario de la Unión Nacional de Escritores de España)