En algún lugar sonó algo parecido a un trueno. ¿Fue un trueno o un disparo? Estaba confusa. Quizá se había metido tanto en la escena que estaba escribiendo que, ese ruido, podría haber sido fruto de su imaginación. Dejó de escribir. Se levantó y se acercó a la ventana. Ya había anochecido y la oscuridad cubría todo alrededor, tan solo distinguía las ramas del árbol más cercanas a la pared de la casa, que parecían esqueletos danzando al ritmo de los muertos. Llevaba más de dos horas enfrascada en la historia, y sentía malestar en la espalda y en el cuello. Decidió tomarse un descanso para estirar las partes del cuerpo más doloridas.
Un reflejo de luz le hizo interrumpir el ejercicio. A lo lejos se quebraba el cielo con los relámpagos. Sintió un escalofrío. No le gustaban las tormentas. De pequeña fue testigo de cómo caía un rayo en un árbol del parque cuando iba con su padre y desde entonces le provocaban terror. Se había asegurado antes de ir a la casa de su abuela de que no se avecinara ninguna. Por eso lo decidió. Si no, no hubiera ido y menos sola. Se encontraba a 3 km del pueblo más cercano.
Echó un vistazo por encima de la mesa y rebuscó entre los papeles con anotaciones que le servían de guía al escribir, hasta que descubrió el móvil. Comprobó que tenía carga y cobertura. Tiraba de datos ya que en esa casa vieja no disponía de wifi. Algo que en alguna ocasión se le pasó por la imaginación contratar, ya que estaba dispuesta a pasar fines de semana allí metida, alejada de la ciudad para escribir el libro. En cualquier momento podría coger el coche y volver a su piso. No debía tener miedo de algo tan simple y natural como una tormenta. Corrió las cortinas de la ventana y se dispuso a continuar tecleando en el ordenador la leyenda que tantas veces le habían contado de su abuela Lucía. Nunca había creído en esas historias de vieja, como decía ella, hasta que comenzó a tener pesadillas y decidió ponerla en papel para sacarla de su cabeza. Pensó que, si la escribía, liberaría la mente de ese peso.
Al sentarse ante el ordenador, observó que la luz del flexo de mesa ya no era suficiente y encendió la lámpara de techo. Sus dedos no paraban de moverse sobre las letras del teclado. Era como si el pensamiento los guiara sin apenas reflexionar lo que escribían.
De pronto un ruido de cristales, los de la ventana, a su lado, se hicieron añicos y le cayeron cerca de los pies, e incluso alguno quedó encima de las zapatillas. Por suerte llevaba las cerradas de cordones en vez de las chanclas que utilizaba en su piso. Dio gracias porque ninguno se le clavó. Dejó escapar un grito mientras un remolino de viento la envolvió. No la dio tiempo a levantarse cuando se vio desplazada junto con la silla hasta la otra punta del despacho aterrizando contra la pared de forma brusca. Las hojas de papel del escritorio volaron hacía distintas partes de la habitación y quedaron esparcidas por el suelo.
Allí, contra la pared, no podía moverse. Al principio pensó que era el efecto del temor lo que la había dejado inmóvil, pero enseguida se dio cuenta de que había alguien más en la habitación. Podía moverse en la silla, pero no conseguía levantarse, era como si una fuerza invisible la mantuviera atrapada, sujeta al respaldo. Su asombro fue mayor cuando vio aparecer las letras, unas detrás de otras en la pantalla del ordenador. Desde el lugar donde estaba no apreciaba a leer el texto, pero estaba segura de que iban continuando su historia.
Golpearon la puerta. Un instante bastó para que se arrepintiera de haberse retirado a la casa de campo que había sido propiedad de su abuela y de su decisión de escribir la leyenda. En ese momento solo quería salir corriendo a su piso de Madrid y dejarlo todo. Cuando le contó a su padre que estaba decidida a sacar a la luz la leyenda de la abuela, no le gustó la idea, le pidió que no lo hiciera, que la dejara libre. Ella se rio y no se lo tomó en serio. Pensó que era una historia inventada de las que se cuentan en los pueblos. Ahora no lo tenía tan claro.
Volvieron a golpear la puerta. Se abrió y quedo ante ella una silueta. La reconoció al momento, era igual que en la foto, pero más transparente.
—¡No puede ser! ¿Abuela? ¡Estás muerta!
—Soy tu abuela. Sí. Y no estoy del todo muerta. Vengo para ayudarte.
—¿Qué dices? Debo de haberme quedado dormida. Tengo que despertarme. Esto es solo un sueño.
—Estas despierta y en mi casa. Te agradezco que hayas escuchado mi voz.
—¡No puede ser! ¡Esto no es real!
—¡Sí! Es real. Yo me he introducido en tus sueños, te he ido contando la leyenda del pueblo, la real, no la inventada. No quería que se olvidara con el paso del tiempo.
—¿Por qué? ¿Por qué has hecho eso? ¿No sabes qué pesadillas he tenido? Temía dormirme porque en seguida surgían las imágenes del bosque y la niña abandonada en una cueva y…
—Lo sé. Era necesario para que se conociera la verdadera historia.
—¿Una leyenda más?
—No, mi niña. No es una leyenda, es una historia real, mi historia, y siempre la han querido ocultar en forma de cuento. Ahora se sabrá lo que ocurrió de verdad. Gracias a ti.
—No estoy segura de querer continuar con ella.
—Lo harás. Yo te ayudaré.
—¡Pero!… quién está escribiendo en mi ordenador.
—Soy yo.
—¡No! Tú no
estás allí.
—Soy yo con mi mente. Ahora dejaré de escribir para que tú lo retomes. Si estás más tranquila, permitiré que te muevas. Dame la mano.
—¡Eres aire! Un, un… espíritu. No te la puedo agarrar.
—No pienses en lo que es lógico para ti y verás como sí puedes. Ven, continuemos juntas…
Val Marchante es miembro de la Unión Nacional de
Escritores de España.