Paloma Juan
Habían pasado más de veinte años desde que mi abuela migró de vida. Fue entonces cuando una visita a la casa me llevó a descubrir toda una existencia. Debía ir para despejar las estancias de la casa pues la orden de demolición se aproximaba. Las ventanas, con el paso del tiempo, se habían resquebrajado y entornado a fuerza de querer respirar. Los muebles, en silencio, se quejaban a través de sus películas de polvo al sentirse tan abandonados. Lo cierto es que, desde que mi abuela dejó este mundo, se cerró la casa como el ataúd de un difunto. Pero algo vivo luchaba por salir de aquel lugar silenciado, callado a fuerza de ocultarse al mundo. Una sensación de culpa me atravesó el pecho. No sabía por qué, pero un aroma familiar invadió mis recuerdos y, como si quisiera disculparme, comencé a pasear por la casa. Lenta y atenta. Subí a las habitaciones que se encontraban en el piso superior, abrí la terraza y el aire descarado asaltó la cerrazón de la casa. Dejé que las voces lejanas de otras viviendas invadieran las paredes de la casa con su eco. Con mi quietud, permití a un pequeño jilguero que piara sobre la barandilla oxidada. Un aroma a romero y jazmín inundó la habitación y se propagó rápidamente por todas las estancias gracias a una cortina ajada que batía su olor hacia el interior del hogar. Descendí de nuevo por las escaleras, peldaño a peldaño, dejando deslizar mi mano sobre la barandilla empapada de tiempo. Mis pasos me llevaron a aquel despachito cuyo suelo se alzaba por la insistencia del terreno en querer recuperar su estado natural. Abrí aquella alacena donde permanecían guardados documentos, correspondencia, planos y escritos de todo tipo. Y no anduve más.
Desde aquel momento dejé que mi tiempo fuera el suyo, el de una casa que seguía custodiando infinidad de emociones en el silencio infranqueable del olvido. Las horas las convertí en asombrosos descubrimientos que no me permitían abandonar la lectura de los innumerables legajos que iba encontrando entre la humedad que perfumaba aquella vieja alacena instalada en el despachito donde mi abuelo había guardado celosamente todos sus escritos, correspondencias, diarios, anotaciones de lo más minuciosas, planos, proyectos, hojas de plantas secas pegadas sobre pliegos y un sinfín de escritos incansables que relataban al detalle su paso por este mundo. Mi vista alcanzó una pequeña colección de diarios, atados con finos cordeles que rodeaban sus ilusorias cinturas. En cada uno de sus lomos figuraba un desvanecido número romano. Desde el uno hasta el cuatro. Me detuve en el primero, lo desaté y ya no pude escapar de su olor humedecido, del frágil tacto de sus pálidas páginas y de la dificultosa visión de la lectura de sus líneas.
Todo aquello que mi abuela no me contó lo encontré escrito, guardado celosamente en multitud de carpetas. Infinidad de correspondencia había permanecido fiel a la más entregada intimidad del silencio. Aquellas misivas habían estado siempre allí, dentro de esas mismas paredes, celosamente guardadas, en la fortaleza del amor y del recuerdo más puro. La realidad, la verdad, el mundo contado por todos aquellos que formaron parte de un mismo tiempo y un mismo lugar. Aquello que era ineludible, insustituible y real. Era una realidad que pertenecía al pasado, pero real como el sol y las estrellas.
El silencio, inquilino indesahuciable de la casa, dejó de ser el protagonista del lugar cuando mis labios susurraban las palabras que al comienzo del hallazgo se trastabillaban en mi lengua. Poco a poco, insistiendo con la mirada y perseverando con mi tenacidad, logré adiestrar todas aquellas letras escritas en años pasados que se resistían a dejarse leer. Se habían vuelto confusas, trazadas con ortografía de una época pasada y nacidas de una tinta que se había revelado borrosa. Aquellos trazos, antaño firmes y serios, se habían ido desvanecido y revelado contra la existencia de sus formas. Pero, con tesón, conseguí domarlos y, tras unos cuantos legajos, comencé a familiarizarme con todos ellos. Conseguí agilizar mi lectura y, con ello, las emociones que tras ella pululaban en mi interior. Un cúmulo de sentimientos me rondaban al leer aquellas líneas escritas directamente desde una mente y un corazón repleto de historia, aventuras y sentimientos. El paso de su puño sobre el papel se dejaba seguir por mi lectura.
Cuando la luz del día había cedido a la oscuridad y la tarde había sucumbido a la noche, la tenue luz de un oxidado flexo guiaba mi mirada sobre todas aquellas palabras que revoloteaban unas con otras alterando mi conocimiento, creando nuevos recuerdos en mi acaparadora mente.
Ni un solo papel dejé que escapara de mis retinas. Los leí con ávida curiosidad. Un sentimiento de fortuna voló sobre mi mente aleteando un discreto orgullo sobre mi corazón pues me sentía agradecida de descubrir todo aquello que se iba grabando en mi memoria.
Dejé pasar la noche sin darme cuenta de las horas que desfilaban velozmente robándome el tiempo que necesitaba para terminar de leer todos aquellos tesoros. Necesité más tiempo para poder conocer todas aquellas historias que me embargaban el tiempo y el espacio.
Varios fueron los días que retuve mi presencia en la casa y mi mente en el pasado. Decidí ahuyentar el silencio que había obligado a desaparecer una historia tan genuina. Así fue como rescaté aquella existencia. Si lograba compartirla con el mundo, habría cumplido el deseo de mi abuelo. Aquel abuelo que, habiendo muerto antes de que yo naciera, decidió esperar a que yo conociera quien fue, qué hizo y a quien entregó su vida.
Fragmento del capítulo 1 de La Manigua, de Paloma Juan.
La autora es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.