(Goya, Capricho 43)
Recuerdo que conocí, bueno... para ser más exactos, vi por primera vez a la mujer de los ojos tristes en Cinerama Bar, la cafetería de Emilio Gutiérrez —el muy cinéfilo la había decorado en plan película—, un caluroso día de primavera. Víctima del Mobbing, yo me encontraba por aquel entonces de baja laboral, intentando salir con la ayuda de potentes fármacos de un cuadro depresivo en el que me había sumido a la fuerza el departamento de Recursos Humanos del Banco. Los modernos Cortacabezas del siglo XX, querían deshacerse de mí a toda costa y añadir una muesca más en el asa de sus maletines de lujo. Mis cincuenta y dos años, eran un estorbo para los nuevos aires que circulaban por la renovada Entidad Bancaria, tras ser absorbida por una potente Multinacional, y me acosaban sin tregua para que abandonase mis catorce metros cuadrados, hasta el momento, de despacho inexpugnable.
Así que todas las mañanas, sumido en una atroz rutina, me sentaba en un rincón apartado del bar, y me dedicaba a beber cerveza tras cerveza. Necesitaba alejarme de la diaria realidad. Acortar mi tiempo de desdicha. Mi época de dolor.
Y de repente, una mañana, reparé en ella.
Se encontraba debajo de la televisión de plasma y desde mi posición tan solo podía ver su rostro. Únicamente su rostro. Un ovalado rostro enmarcado por una media melena castaña que realzaba su nariz recta y fina, unos labios dibujando una media sonrisa entre la ironía y la amargura, y, sobre todo, y lo que más me cautivó de ella, unos almendrados ojos en los cuales parecía haber tomado posesión el rictus amargo de la tristeza. Su belleza, no obstante, transmitía una cierta serenidad.
Yo la contemplaba extasiado, sin que ella se diese cuenta, intentando averiguar el porqué de aquel gesto de aflicción. Ese es el gran inconveniente del dolor, que al tener un trasfondo real es difícil de ocultar, en cambio, la alegría, la mayoría de las veces resulta convencional cuando no falsa.
Y comencé a obsesionarme con ella. Sin quererlo, me enamoré como un colegial, pero mi grado de timidez era tal, que ignoraba como abordarla. Temía su rechazo. Era una posibilidad. Y sangraba por dentro. «Quizás el alcohol me ayude a desinhibirme», pensé. Y pasé directamente de las cervezas al güisqui. Y en el fondo del vaso, observando cómo se deshacía el hielo, intentaba buscar las palabras adecuadas para acercarme a ella con una cierta garantía de éxito.
Y mientras deshojaba la margarita apareció en escena el fantasma de los celos. Una gran frustración se apoderó de mí cuando un tipo moreno se puso a su lado. «Probablemente —pensé—, ese es el causante de su tristeza». Y aquel tipejo se encaró con ella. Y le habló. Le habló como si la conociese de toda la vida. Y al hacerlo abría y cerraba la boca en plan grosero, mostrando sin ningún tipo de pudor sus caries y dientes amarillentos por el uso del tabaco. Un espeso bigote, una cascada de pelos grasientos, ocultaba su labio superior. Y ella, sin inmutarse, aguantaba todo aquel aluvión de gritos y palabras malsonantes en un silencio sepulcral. Era claro que estaba atemorizada. ¡Qué desesperación! Y lo odié. ¡Dios sabe cómo lo odié! Y entonces sucedió. La golpeó. Se achicaron mis ojos. Sí, la golpeó. Comencé a sudar. Aquel desgraciado le había puesto la mano encima y la mujer de los ojos tristes desapareció tras la barra del mostrador. Cerré los puños fuertemente notando como se blanqueaban mis nudillos y las palpitaciones de mi pecho en el cerebro. Aquel desgraciado acababa de golpearla y aquello era algo que de ningún modo podía permitir. «No temas mujer de los ojos tristes —me dije a mí mismo—, pues yo seré tu paladín justiciero, tu caballero del Cisne, tu Lancelot… yo seré… ¡tu ángel vengador!»
Jesús dijo «perdonad, setenta veces, siete». Yo no estaba dispuesto a perdonar ni una.
—¿Te has enterado lo que le ha pasado al Bigotes?
—¿A Miguel? No… ¿El qué?
—Anoche le dieron una paliza. Está en la UVI.
—¡No fastidies! —exclamó Enrique, un cliente habitual del bar— ¿Dónde?
—Bien cerca de aquí, en el portal de su casa.
—En el portal de su casa —repitió incrédulo—… Chico, chico, es que ya no estamos tranquilos ni en el barrio. ¿Se sabe quién ha sido el animal?
—Sí que se sabe, sí. Y cuando te lo diga vas a alucinar en colores…José.
—José... ¿Qué José? ¿El banquero? —Guti meneó la cabeza afirmativamente—. No me lo puedo creer… Pero… ¿habían discutido? ¿Tenía algún motivo?
—Que se sepa no. La policía lo está investigando, y sospecha, por lo que sea, que se le cruzaron los cables. Últimamente bebía demasiado y como ya sabes que por culpa del trabajo estaba con medicaciones e historias, piensan que a lo mejor… la mezcla… le pudo producir algún tipo de reacción.
—Es posible, claro —asintió Enrique—… Alcohol y pastillas, solo se llevan bien en las canciones de Sabina. Oye, Guti, cambiando de conversación, y el cuadro que estaba aquí, debajo de la tele ¿qué vida ha llevado?, que solo está la escarpia.
—Bastante mala. Al pobre se lo cargó ayer... precisamente el Bigotes, durante el partido de España. Ya lo conoces, lo forofo que es. Cuando marcó Torres el segundo gol, se puso a chillar y a dar botes de alegría como un loco, y sin querer le dio un manotazo y lo tiró al suelo. A ver si lo arreglo —le dijo sacando de debajo del mostrador un desvencijado marco sin cristal.
Enrique Bernal, con su copa de balón de cerveza en la mano, miró de reojo el desaguisado mientras que, desde el fondo del marco, una fotografía de la divina Greta Garbo, «la mujer de los ojos tristes», le observaba detenidamente luciendo entre sus labios una media sonrisa entre la ironía y la amargura.
Tomas Bernal Benito es Vocal Honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.
Relato galardonado con el primer premio del Centro de Convivencia para Mayores Montañana-Coapema.