La armonía privada se proyecta sobre la tolerancia pública en absoluta correspondencia, de tal manera que la paz mundial depende de la pacífica tolerancia entre regiones, comarcas y territorios limítrofes
El odio al vecino
El miedo al vecino, al extranjero, al desconocido, es un ancestral mecanismo de defensa para sobrevivir en las aldeas tanto como en las grandes ciudades, y en la corte real tanto como en el barrio más humilde.
Se desprecia y se teme al diferente porque nos perturba y nos muestra posibilidades inciertas que pueden descolocar nuestra comodidad, nuestra vida, hecha de costumbres, normas escritas y no escritas, y también de jerarquías y normas establecidas.
Nos miramos para crecer y desarrollarnos, en modelos generalizados, admirados, conocidos, similares a nosotros en apariencia y hábitos, aunque más tocados por la buena fortuna.
Peligros de la convivencia
Somos seres sociales e individuales. En esa dicotomía nos movemos a cada momento, reconociéndonos en el silencio y en la multitud, en la soledad y en la compañía, en la meditación y en el aplauso conjunto: extremos todos que nos incumben y de los que nos alimentamos, porque, paradójicamente, solo en el ámbito de la sociedad cada individuo se desarrolla en plenitud.
La ambición de conquista
El extranjero, el otro, que quizá es mi hermano, mi hermana, o acaso mi primo, en cualquier caso un ser de genética idéntica, de parecidos, si no iguales sentimientos y necesidades, suele poseer bienes que me gustan, que me atraen y que ansío, como: tierras, minerales, casas, hijos, animales, fábricas, patentes, ciencia….cualquier tesoro o excedente del que yo apenas tengo unas migajas.
Y al extranjero, a su vez, a la extranjera, siempre tan olvidada, también le atraen y le atemorizan mi riqueza, mi cosecha, mis hijos e hijas, mi celebridad, mi extravagancia, todo lo que en su entorno no se da ni abunda, todo cuanto no tiene y a mí me sobra.
Por esta razón tenemos miedo al extranjero, al forastero, al vecino del pueblo contiguo que no nos conoce, que habla con acento particular, que viste extrañamente, que nos envidia y también desconfía de nuestras intenciones, en eso tenemos sentimientos recíprocos.
Al miedo unimos la ambición de conquistar nuevas tierras y tesoros, porque nuestras familias comen cada día, y cada día se incrementan sus necesidades de alimentos y espacio, como también el ansia personal de trasmitir nuestro canto o escritos, nuestras pinturas y productos a más y más cantidad de gente cada día.
Ambas fuerzas, el miedo y la ambición, chocan constantemente entre extranjeros y autóctonos, de tal manera que no hay intercambio equilibrado ni justo, porque la inteligencia, la fuerza física, la fortuna y la propia salud, los cuatro puntales que perfilan la vida humana, se siembran al azar en el mundo, sin proporciones justas.
La naturaleza es equilibrada, pero no lo es con los parámetros humanos. No obedece a nuestros deseos perimetrales, a nuestras limitadas y egoístas perspectivas, y ante ello las personas nos rebelamos y empleamos el método más primitivo y visceral: la violencia, el uso de la fuerza bruta, combinada o no, con una estrategia inteligente.
La guerra
Así se inician las guerras. Con un choque entre fuerzas similares que responden a la defensa propia y al ansia de conquista, ya sea de forma calculada o sobrevenida. Empiezan los conflictos bélicos con un chispazo entre hermanos que no han usado o han descartado otros métodos más suaves de interacción.
Y se terminan con un resultado desigual, jamás justo ni equilibrado, con la victoria de una parte sobre la otra. Así se suceden desde el comienzo de los tiempos. Incluso en nuestro siglo, donde el progreso y la ciencia, también la psicología, y desde luego la técnica, han dado pasos de gigante, la guerra estalla en los lugares más insospechados y también en los clásicos, desmontando, o al menos desvirtuando, ese progreso social. Dos grandes ejemplos encontramos en nuestros días: Ucrania y Gaza
Incierto objetivo
Los humanos odiamos la guerra, pero la practicamos sin tregua, pues somos sus herederos históricos: los descendientes de los vencedores. Somos el resultado de imperios invasores, de reinos conquistadores y de pueblos esclavistas. Llevamos la guerra como acicate en nuestra sangre, y la violencia, su instrumento, es una medida instintiva contra el abuso, muy rápida, más barata que el uso de la persuasión y la justicia. Es inmediata, visceral, y nos retrata como primates, más que como mamíferos racionales.
Sin embargo, podemos ser optimistas y realistas. La guerra no es la circunstancia común y corriente en nuestros estados hoy día. Es algo esporádico, puntual, circunscrito a territorios y épocas definidos. Su difusión periodística en imágenes televisivas y videos no puede engañarnos sobre su minoría en relación a su contrario: el establecimiento de la paz en la generalidad de los estados del mundo.
La paz
Probablemente la paz fue el estado natural al comienzo de nuestra prehistoria, y se define como el camino para el futuro viviendo juntos. Es la única solución para sobrevivir como especie e individuo. Se basa en la concordia y en la aceptación de las partes, sea justa o no esa aceptación.
Resulta ser un acuerdo poderoso y práctico, eminentemente práctico. Significa una apuesta ganadora por la vida y por la felicidad. Cuesta tiempo y dinero, porque implica salir de nuestra comodidad para recibir al otro y negociar con él, para escuchar sus propuestas que, seguramente, recortan nuestros beneficios y posesiones, que, con total certeza, nos sacarán de la bonita poltrona y vida tranquila que nos envuelve.
La venganza
El uso de la violencia perpetúa la guerra y el desencuentro hasta el exterminio de una de las partes, como un frasco de perfume abierto: es imposible retornar el aroma al frasco. La sangre que ocasiona la violencia envenena los sentidos y desencadena los peores instintos humanos.
Cuanto más frenemos el ansia de venganza personal, mejor para la comunidad, mejor para nosotros mismos y la seguridad general.
Dimensiones de la paz
La concordia mundial suena grandilocuente, pero también ajena. Nos conmueve, pero no nos hace reaccionar tanto como la insidia cercana, la riña familiar, la disputa entre vecinos, la bronca laboral o la pelea en el bar donde tomamos café.
La convivencia es un ejercicio de paz en todas sus dimensiones: la pareja que aparca la discusión para acercar puntos de vista, la comunidad de vecinos que negocia acuerdos y mejoras para sus viviendas, las comarcas que liman sus diferencias fronterizas o los colegas que dialogan con sus jefes sobre horarios y objetivos.
No hay paz mundial sin concordia interna en cada país . No hay felicidad individual con odios enquistados. No hay convivencia productiva nacional con rencillas personales latentes o evidentes.
Teresa Álvarez Olías es vocal honoraria de la Unión Nacional de Escritores de España.