Teresa Álvarez Olías
La armonía privada se proyecta sobre la tolerancia
pública en absoluta correspondencia, de tal manera que la paz mundial depende
de la pacífica tolerancia entre regiones, comarcas y territorios limítrofes
El odio al vecino
El miedo al vecino, al extranjero, al
desconocido, es un ancestral mecanismo de defensa para sobrevivir en las aldeas
tanto como en las grandes ciudades, y en la corte real tanto como en el barrio
más humilde.
Se desprecia y se teme al diferente porque
nos perturba y nos muestra posibilidades inciertas que pueden descolocar
nuestra comodidad, nuestra vida, hecha de costumbres, normas escritas y no
escritas, y también de jerarquías y normas establecidas.
Nos miramos para crecer y desarrollarnos,
en modelos generalizados, admirados, conocidos, similares a nosotros en
apariencia y hábitos, aunque más tocados por la buena fortuna.
Peligros de la convivencia
Somos seres sociales e individuales. En
esa dicotomía nos movemos a cada momento, reconociéndonos en el silencio y en
la multitud, en la soledad y en la compañía, en la meditación y en el aplauso
conjunto: extremos todos que nos incumben y de los que nos alimentamos, porque,
paradójicamente, solo en el ámbito de la sociedad cada individuo se desarrolla
en plenitud.
La ambición de conquista
El extranjero, el otro, que quizá es mi
hermano, mi hermana, o acaso mi primo, en cualquier caso un ser de genética
idéntica, de parecidos, si no iguales sentimientos y necesidades, suele poseer
bienes que me gustan, que me atraen y que ansío, como: tierras, minerales,
casas, hijos, animales, fábricas, patentes, ciencia….cualquier tesoro o
excedente del que yo apenas tengo unas migajas.
Y al extranjero, a su vez, a la
extranjera, siempre tan olvidada, también le atraen y le atemorizan mi riqueza,
mi cosecha, mis hijos e hijas, mi celebridad, mi extravagancia, todo lo que en
su entorno no se da ni abunda, todo cuanto no tiene y a mí me sobra.
Por esta razón tenemos miedo al
extranjero, al forastero, al vecino del pueblo contiguo que no nos conoce, que
habla con acento particular, que viste extrañamente, que nos envidia y también
desconfía de nuestras intenciones, en eso tenemos sentimientos recíprocos.
Al miedo unimos la ambición de conquistar
nuevas tierras y tesoros, porque nuestras familias comen cada día, y cada día
se incrementan sus necesidades de alimentos y espacio, como también el ansia
personal de trasmitir nuestro canto o escritos, nuestras pinturas y productos a
más y más cantidad de gente cada día.
Ambas fuerzas, el miedo y la ambición,
chocan constantemente entre extranjeros y autóctonos, de tal manera que no hay
intercambio equilibrado ni justo, porque la inteligencia, la fuerza física, la
fortuna y la propia salud, los cuatro puntales que perfilan la vida humana, se
siembran al azar en el mundo, sin proporciones justas.
La naturaleza es equilibrada, pero no lo
es con los parámetros humanos. No obedece a nuestros deseos perimetrales, a
nuestras limitadas y egoístas perspectivas, y ante ello las personas nos
rebelamos y empleamos el método más primitivo y visceral: la violencia, el uso
de la fuerza bruta, combinada o no, con una estrategia inteligente.
La guerra
Así se inician las guerras. Con un choque
entre fuerzas similares que responden a la defensa propia y al ansia
de conquista, ya sea de forma calculada o sobrevenida. Empiezan los conflictos
bélicos con un chispazo entre hermanos que no han usado o han descartado otros
métodos más suaves de interacción.
Y se terminan con un resultado desigual, jamás
justo ni equilibrado, con la victoria de una parte sobre la otra. Así se
suceden desde el comienzo de los tiempos. Incluso en nuestro siglo, donde el
progreso y la ciencia, también la psicología, y desde luego la
técnica, han dado pasos de gigante, la guerra estalla en los lugares más
insospechados y también en los clásicos, desmontando, o al menos desvirtuando,
ese progreso social. Dos grandes ejemplos encontramos en nuestros días: Ucrania
y Gaza
Incierto objetivo
Los humanos odiamos la guerra, pero la
practicamos sin tregua, pues somos sus herederos históricos: los descendientes
de los vencedores. Somos el resultado de imperios invasores, de reinos
conquistadores y de pueblos esclavistas. Llevamos la guerra como acicate en
nuestra sangre, y la violencia, su instrumento, es una medida instintiva contra
el abuso, muy rápida, más barata que el uso de la persuasión y la
justicia. Es inmediata, visceral, y nos retrata como primates, más que como
mamíferos racionales.
Sin embargo, podemos ser optimistas y realistas.
La guerra no es la circunstancia común y corriente en nuestros estados hoy día.
Es algo esporádico, puntual, circunscrito a territorios y épocas definidos. Su
difusión periodística en imágenes televisivas y videos no puede engañarnos
sobre su minoría en relación a su contrario: el establecimiento de la paz en la
generalidad de los estados del mundo.
La paz
Probablemente la paz fue el estado natural
al comienzo de nuestra prehistoria, y se define como el camino para
el futuro viviendo juntos. Es la única solución para sobrevivir como especie e
individuo. Se basa en la concordia y en la aceptación de las partes, sea justa
o no esa aceptación.
Resulta ser un acuerdo poderoso y
práctico, eminentemente práctico. Significa una apuesta ganadora por
la vida y por la felicidad. Cuesta tiempo y dinero, porque implica salir de
nuestra comodidad para recibir al otro y negociar con él, para escuchar sus
propuestas que, seguramente, recortan nuestros beneficios
y posesiones, que, con total certeza, nos sacarán de la bonita
poltrona y vida tranquila que nos envuelve.
La venganza
El uso de la violencia perpetúa la guerra
y el desencuentro hasta el exterminio de una de las partes, como un frasco de
perfume abierto: es imposible retornar el aroma al frasco. La sangre que
ocasiona la violencia envenena los sentidos y desencadena los peores instintos
humanos.
Cuanto más frenemos el ansia de venganza
personal, mejor para la comunidad, mejor para nosotros mismos y la seguridad
general.
Dimensiones de la paz
La concordia mundial suena grandilocuente,
pero también ajena. Nos conmueve, pero no nos hace reaccionar tanto como la
insidia cercana, la riña familiar, la disputa entre vecinos, la bronca laboral
o la pelea en el bar donde tomamos café.
La convivencia es un ejercicio de paz en
todas sus dimensiones: la pareja que aparca la discusión para acercar puntos de
vista, la comunidad de vecinos que negocia acuerdos y mejoras para sus
viviendas, las comarcas que liman sus diferencias fronterizas o los colegas que
dialogan con sus jefes sobre horarios y objetivos.
No hay paz mundial sin concordia interna
en cada país . No hay felicidad individual con odios enquistados. No hay
convivencia productiva nacional con rencillas personales latentes o evidentes.
Teresa Álvarez Olías es vocal
honoraria de la Unión Nacional de Escritores de España.