La pócima

 

Tomás Bernal Benito

La pálida muerte

golpea igual en la puerta del pobre,

que en los palacios de los reyes.

Horace

El matacabritos había convertido en un lodazal la ciudad de Zaragoza.

Apenas cesó la tormenta cuando fray Bernardo, a grupas de un famélico asno, abandonó el convento de San Antonio Abad, situado junto a las antiguas murallas romanas. El fraile, tras pasar el Arco de Toledo, enfiló por la callejuela de la Tripería hacia la puerta de su mismo nombre, donde fue interceptado por el guardia que la custodiaba.

El tono grave de voz del rudo soldado emergiendo de las sombras de su garita inquietó al asno, que se revolvió asustado sobre sus cuartos traseros, estando a punto de derribar a su jinete.

—¡Quién vive a estas horas!

Fray Bernardo ni contestó, únicamente se limitó a deslizar la capucha que cubría su cabeza, mostrando un rostro de pobladas cejas y ojos escurridizos. El vigilante, al reconocerlo, se inclinó ceremoniosamente deshaciéndose en mil excusas.

—Perdón, su excelencia. Perdón. Excusad mi torpeza. No tengáis en cuenta mis bruscos modales. Tenía que haber estado más atento. Sí. Otra vez estaré más atento.

Acto seguido abrió el postigo situado junto al portalón de madera.

Fray Bernardo, sin mediar palabra, lo traspasó saliendo al paseo del Ebro y desde aquí, cruzando el puente de Piedra, se dirigió al Arrabal.

Una luna zigzagueante, como consecuencia de la rápida corriente de las frías aguas del Ebro, le saludó desde el fondo del río.

Una vez en la otra orilla tomó el antiguo camino que conducía a Juslibol, dejando a su izquierda el convento de monjas de Nuestra Señora de Altabás y a la derecha el convento de frailes mercedarios de la Orden de San Lázaro.

Justo cuando se internaba en el espeso bosque del Ebro Viejo, la figura de la luna desapareció de la noche, oculta entre espesos nubarrones espoleados por un ventarrón que sopló de repente. La tormenta no cejaba. El gélido viento se introdujo hasta en lo más profundo de su capa. El fraile espoleó su cabalgadura, que resollaba a cada paso que daba, y se agachó temeroso abrazándose a su cuello.

Antes de llegar a un pequeño claro, situado en la encrucijada de una senda, su pituitaria detectó que se encontraba en el buen camino a seguir, pues a través del aire le llegó un penetrante y pestilente hedor. Aún tuvo que avanzar unos cuantos metros más para descubrir el contorno de la cabaña que anteriormente ya había detectado su olfato. La espesa humareda que despedía su estrecha y larga chimenea emergía directa hacia el cielo, siendo imposible discernir en que lugar del mismo se abocaba con las negras nubes.

Fray Bernardo bajó del asno y lo ató a un árbol próximo a la barraca. Luego aporreó la puerta con su puño, pensando que tan solo una casa sin alma podía ser habitada por alguien sin alma. Tuvo que intentarlo una segunda vez para que ésta se abriese y mostrase el rostro sorpresivo de la vieja Catalina.

Catalina era una anciana que malvivía alejada de sus convecinos, dedicándose a recoger yerbas para elaborar ungüentos y medicinas. A Catalina, según se rumoreaba, solamente su consanguinidad con la familia del Justicia, la había mantenido alejada momentáneamente de los últimos procesos de brujería y autos de fe llevados a cabo por el Tribunal de la Santa Inquisición.

—¿Qué se os ofrece caballero, a estas horas? —preguntó.

—¡Menos cháchara y dejadme pasad, vieja! Hace mucho frío aquí afuera —le contestó el fraile castañeándole los dientes.

Su enérgica voz no logró intimidar a la única habitante de la casa, que se retiró a un lado para que pudiera acceder a su interior. Una vez dentro, fray Bernardo pudo constatar que el hediondo olor que le había guiado hasta allí provenía de las hierbas e ingredientes que hervían a fuego lento en un gran caldero que se hallaba situado sobre el hogar. El fraile echó un vistazo recorriendo todos y cada uno de los rincones de la cabaña. El suelo, a través de la paja, dejaba entrever un tono rojizo como consecuencia de la sangre vertida por los animales sacrificados. Unas estanterías de madera recogían de una forma anárquica, tarros, frascos y probetas, llenos de líquidos y de sabandijas, sapos y trozos descuartizados de toda clase de animales. Lo único agradable de aquel entorno, era la sensación confortable de calor que desprendían los troncos de sarmiento al consumirse en el fogón.

Fray Bernardo se quitó la capa y cuando la anciana observó la cruz de Tau sobre su pecho, sonrió maliciosamente, gesto que no pasó desapercibido para el fraile, que se encaró con ella amenazándola con el huesudo dedo índice de su mano derecha.

—No quiero ni una sola palabra, ¿entendéis? Ni una sonrisa, ni una sola palabra. Menead la cabeza si lo habéis comprendido.

La vieja asintió en silencio, mientras aquella figura esquelética le resucitaba sombríos recuerdos del pasado. Aquel cura, de rostro atormentado, se parecía en demasía al del hábito mal nacido que se metía a diario entre las enaguas de su madre aprovechando las largas ausencias de su padre por hallarse trabajando en el campo. Cuando la puntiaguda barriga delató la insostenible relación, su padre, víctima de la impotencia y la vergüenza, acabó balanceándose de la rama de una higuera.

Sí. Era muy similar. Todos eran muy similares.

—Escuchad, aquí tenéis una bolsa con más dinero del que hayáis podido soñar jamás —le dijo sacando de la abertura de su sotana una faltriquera con 30 sueldos en su interior, que dejó caer sobre una mesa de caballete.

El tintinear de las monedas avivó el reflejo de los cansados ojos de Catalina.

—Quiero que me preparéis una pócima para lograr el amor de una doncella.

Catalina, al escuchar su descabellada petición, dudó un instante antes de girarse dándole la espalda. A continuación, se dirigió a una de las estanterías y tomando ajenjo lo mezcló con anís y orégano macerado en alcohol. El resultado fue una bebida de color verdusco que escanció con sumo cuidado en una pequeña ampolla de cristal, que entregó al fraile.

Fray Bernardo la tomó entre sus manos, se la quedó mirando, y luego, mientras la sujetaba por la parte superior haciéndola oscilar de izquierda a derecha como si de un péndulo se tratara, le preguntó:

—Y bien, ¿qué he de hacer?

La anciana se encogió de hombros y se señaló la boca. Fray Bernardo, entendiendo su sarcasmo, entrecerró aún más si cabe sus diminutos ojillos y mordisqueó sus siguientes palabras:

—¡Ahora, sí que podéis hablar, vieja estúpida!

Catalina continuó sin inmutarse. Se veía que disfrutaba con la situación.

—Invitadla a cenar —le dijo en voz baja— y echadle este brebaje en el vino. Es un potente afrodisíaco. Jamás olvidaréis el placer que os va a causar esa misma noche.

—¿Eso es todo?

—Es lo que vos queríais —le dijo inclinándose ante él.

—Por tu bien, espero que funcione.

—Funcionará. No dudéis que... ella funcionará. Pero ¿y vos?

—¿Qué insinuáis? —se puso en guardia el cura.

—Nada, su excelencia, nada. Solamente me interesaba saber, si vos estaréis a la altura de las circunstancias.

La vacilación del fraile satisfizo en su interior a la vieja, que se dirigió al estante más próximo alcanzando un nuevo tarro.

—Tomad un trago de este líquido. Os mantendrá a tono. Sus efectos no son tan inmediatos, así que hacedlo antes de la cena —le aconsejó.

Fray Bernardo cogió la capa, se envolvió en ella y en silencio salió de la barraca . Al hacerlo, no pudo contemplar la pícara sonrisa de la anciana.

…/...

Elizabeth era tan bella como el alba de la mañana. Su cabellera rubia circunscribía en su caída un rostro de tez blanca que recogía en su interior unos ojos tan claros como el océano, una nariz recta y fina, y unos labios encendidos, que se ofrecían tan tentadores como la fruta más sabrosa y prohibida del árbol del Edén.

Su familia, de origen francés, de tierras del Languedoc, se había establecido en Zaragoza huyendo de la peste negra que devastó y asoló a media Europa en el año 1348. Elizabeth, que vivía con sus padres en la calle de los Gascones, hacía quince primaveras que había sido bautizada en la iglesia de San Pablo, creciendo en su educación bajo el respeto y el temor de Dios. Enamorada del hijo de un sastre de la calle San Blas, ambos jóvenes esperaban impacientes el visto bueno de sus progenitores para consolidar su amor ante el altar con el sagrado vínculo del matrimonio.

Y fray Bernardo, amigo íntimo de la familia, se convirtió en su confesor espiritual, sintiéndose irresistiblemente atraído por su cuerpo juvenil. Y cada vez que la ingenua muchacha se arrodillaba ante él, sus pecados crecían tan desorbitados como las fantasías sexuales que emanaban de la mente calenturienta del cura, ya que, Elizabeth, era continuamente violada de palabra.

La tímida doncella, atemorizada por aquella inquietante voz trastornada y enfermiza que surgía entre las sombras de las rendijas del confesionario, se sentía en la obligación, sin llegar a entender la razón, de acusarse desde su inocente virginidad de quebrantar una y otra vez el sexto mandamiento de la ley de Dios, acrecentando de esta forma la lascivia del fraile que disfrutaba acosándola con tan perverso juego.

Y así fue como, el día anterior a la boda, el fraile la invitó a cenar con la excusa de confesarla en el transcurso de la misma, para que de este modo pudiera acudir a sus esponsales limpia de todo pecado y en la gracia del Señor.

Y la ingenua Elizabeth acudió a la cita.

Fray Bernardo había preparado una espléndida mesa para impresionar a la criatura de celestiales ojos azules. Él, personalmente, había acudido por la mañana a la plaza del Mercado para abastecerse de dos libras de carne de ternera, un pan cocido, frutos secos, un buen queso, varias piezas de fruta, y para beber, un caldo espeso de la tierra. Todo ello se encontraba perfectamente aderezado sobre una vajilla de cristal que hacía juego con las copas de vino talladas por un maestro veneciano y que obraban en su poder gracias a la generosidad de un comerciante que, al fallecer prematuramente, se las había legado en sus últimas voluntades para costear su postrero adiós. El mantel que cubría la mesa, al igual que las servilletas, era de fino hilo y estaba bordado con exquisitos dibujos. Los candelabros, dispuestos en su centro para iluminar la velada, eran de plata maciza, así como toda la cubertería. En un mueble supletorio había preparado unos aguamaniles para el aseo de las manos.

Y en una de aquellas copas escanció el brebaje que le había preparado la vieja bruja Catalina, mezclándolo con el buen vino.

Cuando terminaron de cenar, se acercó a ella y en el último brindis le hizo apurar hasta la última gota. Al momento, Elizabeth, empezó a sudar mientras sentía como se le aceleraba el pulso y las palpitaciones de su corazón.

—¿Os encontráis bien, bella niña? —se interesó sugestivamente el malévolo fraile.

—No sé lo que me ocurre padre, pero de repente siento un gran calor que me invade y me quema, y que quiere salir de dentro de mí.

—Serán los vapores del vino —la tranquilizó—. Eso tiene fácil solución.

Y el cura, mientras sentía como su cuerpo ardía bajo su sotana, intentó desabrochar con dedos torpes la botonadura de su vestido. Elizabeth, entonces, se apartó de su lado y revolviéndose en su silla continuó desnudándose ella misma con los ojos encendidos de lujuria. Al momento su inmaculado cuerpo vio la luz de la tenebrosa habitación y el lascivo fraile, totalmente embrutecido, se abalanzó sobre ella tumbándola sobre la mesa.

A consecuencia de los movimientos espasmódicos de ambos cuerpos, cayeron los candelabros rebotando en el suelo. Cayó también parte de la lujosa vajilla con restos de la cena, haciéndose añicos una de las copas. Y cayó, por supuesto... la virginidad de la doncella.

Elizabeth fue mancillada una y otra vez, y mientras tal hecho sucedía, en medio de una risa histriónica, requería más y más. Fray Bernardo sudaba como un poseso sin lograr entender porqué no mermaba su excitación, que parecía tener vida propia sin dar muestras de flacidez. Y Elizabeth no cesaba de reír animándolo. Y fray Bernardo creyó ver nubes rojas ante su vista y aquello le horrorizó. Y mientras, la dulce niña totalmente histérica, se burlaba de él entre escandalosas carcajadas. Y fue entonces cuando el asustado fraile, en un alarido mental, decidió acabar con aquella situación.

…/....

Cuando Elizabeth acudió a su cita se encontró con la puerta cerrada. Después de llamar repetidas veces con los nudillos, optó por avisar al hermano portero. Fray Juan, extrañado también, pues le había visto entrar, pero no salir, con su manojo de llaves al cinto de su barriga la acompañó hasta la celda. Una vez en su interior ambos se quedaron horrorizados por el espectáculo dantesco que se ofrecía ante sus ojos. Todo en ella permanecía revuelto y desordenado. La mesa se encontraba volcada y los exquisitos manjares de la cena, sin catar siquiera, se hallaban esparcidos por la habitación, así como la elegante cubertería. El vino, igualmente derramado, regaba el suelo mezclándose con la sangre del fraile que, con la cara desencajada y los ojos desorbitados, yacía en una posición totalmente patética asiendo en su mano izquierda su miembro mutilado y en la derecha el cuchillo de cortar la carne.

…/...

A la vieja Catalina, casualmente, se le olvidó advertirle que lo que le había suministrado para tomar no era ningún afrodisíaco, sino cizaña, un potente y peligroso alucinógeno que, efectivamente, había obrado sus efectos antes de hora.

¡Quién sabe que clase de fantasmas había contemplado aquella mente perturbada y delirante antes de que el negro velo del olvido se apoderase de su corrompida alma!

Finalista del XXVI Premio de Relatos “Domingo Santos”. Premio: Publicación de la Antología.

18 de noviembre 2017.

Tomás Bernal Benito es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.