Artículo de José María Fernández Núñez
Es un evento ex novo de historias medias pertenecientes a un todo, desarrolladas sobre calles angostas y vetustas de esta ciudad que consciente o inconscientemente ha sabido preservar para los venideros, el que fue uno de los más importantes enclaves de resistencia, no ya numantina, si no, zaragozana con nombre y mérito propio, ante un agresor que nunca supo entender bien al defensor que tenía frente al cañón de su mosquete y que se inmolaba aparentemente sin sentido en defensa de lo que, desde un principio ya estaba perdido.
La única forma de amar a una tierra, una gente, unas costumbres es a través de su historia, de su verdadera historia, participando en ella los foráneos quedamos prendados y pensamos (con escasas posibilidades de errar) que también ese mismo devenir pudo ocurrir en la nuestra.
Los nativos con justo orgullo hinchan su pecho y respetan con más honor, si cabe, el apellido que, antes con honra y pasión llevó otro. Esa incrustación social que en ocasiones nos cuesta aceptar pero que, inconscientemente la realizamos, formando parte de ese nuevo (para nosotros) hogar familiar que constituye la ciudad en la que vives y que has elegido pasar el resto de tu vida; arraigan con más fuerza cuando hojeas las páginas de su historia, te imbuyes en ella dejando que te invada totalmente como si de una segunda piel se tratara que su energía canalice a través de tus venas y arterias y se distribuya hasta el último rincón formando un todo, acabas convenciéndote de que tú también perteneces de facto a ella. Esas herramientas solo la encuentras en los textos, estudios, investigaciones, son la realidad del devenir de la ciudad y sus habitantes.
Este documento de exploración surgió de uno más amplio, premio de investigación de este año de 2009. Se tradujo en una Ruta Histórica por mor de la cada vez más acendrada admiración hacia sus protagonistas, no podía de ninguna manera dejar que solo existieran en las líneas de tan prolijo trabajo, necesitaba algo más, aquellas gentes merecían algo más. La piel se me ponía de gallina el solo pensar e intentar situarme en la época y lugar junto a ellos disparando el fusil si lo tenía, o acarreando piedras para la artillería, o levantando mampuestos para entorpecer al enemigo, o abrir profundas zanjas o, … sabe Dios qué cosa; me dije que esos HÉROES debían ser al menos recordados en sus domicilios, en sus lugares y formas de sacrificio, no podían quedar agolpados en las empolvadas estanterías, sus tataranietos que deambulan actualmente por esas mismas calles, al saber de sus gestas recobrarían, si es que alguna vez lo perdieron, ese orgullo de raza que nos caracteriza a los nativos de esta piel de toro. Ese fue uno de los motivos de la Ruta, quise no solo decirles a los zaragozanos y foráneos las gestas que realizaron las gentes que poblaban sus calles y casas, sino decirles cómo vivían donde vivían y de qué vivían. Su modus vivendi no solo gira en torno a su estatus socioeconómico, también abarca su posición social, su posición en algunos casos y su extrema pobreza en otros, pero todos unidos en defensa de lo que ellos creyeron erróneamente que era bueno para sí y su ciudad.
Esta Ruta sin llegar a cubrir la totalidad de las habitaciones de sus protagonistas, sí que intenta recoger un máximo de ellos, sin que destaque ninguno, así de Jorge Ibor que aunque no entre en el rol de héroe sí lo eligieron en representación de todos aquellos desconocidos que sí lo fueron, de él solo se recoge su primera y última morada porque en el trayecto se halla, no se contempla su periodo bélico porque entre otras cosas no lo hubo o fue inapreciable dada su posición de jefe de la guardia personal de Palafox, ni tan siquiera su vida familiar porque su desarrollo no pertenece al trazado histórico de esa Ruta. Los zaragozanos de hoy deben saber que mientras luchaban y caían defendiendo los muros de su ciudad, también y al mismo tiempo asistían a los ritos religiosos de su Cofradía, pues la guerra no paralizó en ningún momento su asistencia y obligaciones para con ella, así lo atestiguan los documentos de archivo. Si habían salido a la luz de nuevo después de dos siglos de olvido, era de justicia que lo hicieran por la Puerta Grande, se lo merecían, habían dado todo, cuando no poseían nada.
Aquellas calles y plazas, testigos y cómplices de sus devaneos amorosos con la moza de sus sueños, aquel paseo de verano por donde iban las hermanas y amigas cuando sus quehaceres se lo permitían o en los escasos días de fiestas, comentando con cómplices sonrisas de juventud, adornadas de esa sutil malicia que acaramela al avispado mozo, las conversaciones propias de las gentes de todas las edades. Esos lugares testigos de su niñez, de sus sueños y preocupaciones, calles que siguen incólumes guardadoras de los susurros y secretos de juventud, de los juramentos de amor eterno a la luz de la luna en una noche de verano que, cualquiera de aquellos bravos le refería a la maña de sus suspiros, calles plenas de vida y sueños, de proyectos y esperanzas; plazas y fuentes, punto de encuentro donde se debatían las diarias cuestiones que surgen en toda comunidad. Sí, son calles cargadas de historia, olvidadas del resto de la ciudad que, como aquellos vecinos que las inmortalizaron claman con gritos sordos ocupar el puesto que les corresponde. Este olvido jugó carta a favor, la zona no participó del desarrollo y de la posterior expansión urbana de la década de 1860 cuando se abren nuevas calles y se remodelan otras, desapareciendo muchas. El trazado de la Ruta por ellas se hace así más real, más auténtico, solo la desembocadura de la calle Cantín y Gamboa rompe el encanto cuando la ciudad pretendió y así hizo aprovechar la brecha abierta por el enemigo para confluir la calle con el paseo de verano, hoy calle de la Mina.
Nuestras mujeres al igual que el resto de zaragozanas (nativas o no, pues en la ciudad había gentes de todos los lugares de Aragón y del resto de España en mayor número que las propias zaragozanas) también supieron estar a la altura de las circunstancias, el alto número de caídas así lo demuestra, siendo los hombres los más numerosos por razones obvias que, no siempre se ajustan a un estereotipo determinado. Ellas las grandes desconocidas de la barbarie, imprescindibles en cada rincón de una calle, en cada casa, en cada muro, en cada parroquia, en cualquier lugar, pues para todo valían y las hacían valer, formaron parte de aquellas legiones de desconocidas que fueron soterradas entre los escombros de la ciudad quedando olvidas de la memoria de las luchadoras, HEROÍNAS que sostuvieron al francés de igual a igual. Hoy gozan del reconocimiento popular, gracias a mis trabajos premiados en el 2009 por la Asociación de los Sitios de Zaragoza en mi libro titulado: «Los héroes sin nombre. Los Cofrades del Santo Sepulcro en los asedios de Zaragoza (1808-1809)» sus descendientes en general y sus hermanos espirituales en particular, sus nombres vuelven a ser pronunciados, a ser recordados, ser leídos y saber su gran aportación a la Historia de la ciudad, pues solo el olvido mata, destruye y condena a los infiernos a su poseedor; mientras seas recordado estarás vivo, aseguraban los romanos en sus ceremonias de difuntos.
Los puntos del recorrido coinciden siempre con uno de los tres casos y por esta preferencia, Lugar De Muerte, allá donde se sabe documentalmente de la caída de un cofrade, calle, casa, tapia, corral, etc., se ha recuperado todo lo que buenamente se ha podido sobre él y el momento de su sacrificio. Un segundo criterio es el lugar de lucha, destino que ocupaba, armas que empleaba, lugares donde combatió y mandos bajo los que sirvió y un tercer criterio es el de su domicilio y familia. Todos aquellos que no se enrolaron en los grupos más o menos estructurados que se iban formando a media que la crispación social iba en aumento y se mantuvieron en sus domicilios, sus trabajos, intentando permanecer ajenos a la tormenta que se avecinaba y que desataría el empecinamiento de un pueblo que no sabe doblar la cerviz, todos esos que por carecer de armamento, por su nula instrucción militar, su edad, (la mayoría no aptos para el combate) se emplearon en otros menesteres de fortificación cooperando con el gran poliorceta que Zaragoza tuvo el honor de enterrar, invicto y honorable militar que fue abatido en la batería de Palafox en una jornada de inspección. Sangenis compartió con nuestros hermanos esa ardua labor de preservar vidas propias y desproteger las contrarias. Cofrades del Santo Sepulcro que dieron al elenco martirial de la ciudad nombres de relevancia y protagonismo singular como, la familia Ybor al completo, Manuel de Gracia, Camilo de Aced y sus familiares, Francisco de Asso, Francisco Gil, etc., son en total 148 muertos algo más de la mitad de su censo que, lo componían antes de la expugnación y del asedio un total de 284 almas, después quedarían una mayoría de jubilados y ancianas, la juventud había sucumbido en su casi totalidad. La Cofradía sufrió el mayor contratiempo de su ya entonces, larga Historia.
El Sepulcro en aquella época al igual que ahora está formado por un reducido grupo de fieles del Cristo Yaciente que entienden la vida a través de la enseñanza de su Maestro y del que son rendidos esclavos. Él fue el que les enseñó el camino al igual que a sus Hermanos de principios el siglo XIX, había que hacer algo por ellos y por la Cofradía, darla a conocer, que los zaragozanos sepan de su existencia, de su acerbo, ritos y costumbres, que compartan con ellos su Canto (pan bendito) entregado el tercer día de Pascua, que adoren a su Cristo con el mismo fervor que ellos lo hacen y que compartan con ellos todo aquello que deseen compartir, que vean y sientan el Sepulcro, como ellos lo ven y sienten a sus hermanos de alrededor. Esta historia que en un principio podría parecer exclusiva y un tanto excluyente, no lo es, pues con ella se intentan lograr dos objetivos fundamentales, por una parte, la importancia que tuvieron las Cofradías religiosas y menestrales que aún sobre existían como tristes testigos de una época ya finada y por otra la extrapolación a cualquier otra de sus hermanas cuyos cofrades también participaron con el mismo ardor, ímpetu y sacrificio que la expuesta. Cofradías como la recién creada Columna, el Nazareno que ya peinaba los 50 años de existencia, La Hermandad de San Joaquín y de la Virgen de los Dolores que desde el 1522 se hallaba presente en las calles zaragozanas, la del Resucitado y tantas otras, unas supervivientes y otras desgraciadamente desaparecidas
Este es un homenaje que los Sepulcristas en su mayoría desean rendir a sus ancestros espirituales que son los de todos, porque todos deben verse reflejados en ellos, puesto que a todos abraza el deseo de compartir y aunar los distintos miembros en un solo cuerpo...Cristo, su enseñanza y ejemplo.
José María Fernández Núñez está galardonado con el escudo de oro de la Unión Nacional de Escritores de España.