Barca y anciano
Alguna vez fue árbol,
el árbol luego fue madera
y la madera barca
para surcar el agua de la vida.
Detrás de una ventana soy ahora
dos ojos que ya miran sin mirar,
dos ojos tan cansados,
que apenas tienen fuerzas
para elevar el vuelo de la vista.
Son dos regueros de tristeza
en el mapa del rostro,
dos golpes de añoranza,
que zarparon del puerto
de mi cansado corazón
y nadaron sin rumbo
por el torrente rojo de las venas.
Dos ojos que te ven cada mañana
crecer en plenitud,
entre cuadernas y crujía
frente al telón del mar,
mientras todo mi ser es devorado
por la hambrienta carcoma
de este mal sin remedio,
que se ha filtrado en mi armazón.
Humedad y salitre
Cuando llegue el momento de ser nave
y te deslices
partiendo en dos las aguas,
con la firme intención
de encontrar los tesoros submarinos
y volver a la orilla
para llenar la lonja de destellos,
de escamas y aletazos,
yo me habré convertido
en un vago recuerdo
y es posible que nadie
eche en falta mis ojos
detrás de estos cristales,
mas antes de que el mar te lleve
a vivir su aventura,
permite que te cuente sus hazañas
este cansado marinero,
que tiene en la memoria apelmazados
la humedad y el salitre
de los mares del mundo.
Miriam
Mi barco era tan grande que me hacía
sentir como una hormiga
recorriendo senderos.
El mar, bajo su envergadura,
era un charco con peces
y el cielo una mantilla que cubría
la cabeza dorada
de Miriam, la sirena
que abandonó su casa sumergida
para ser
el mascarón viviente
que sobre el tajamar señoreaba.
Aquella sirenita,
cantarina nocturna de voz dulce,
deslizaba sus dedos
con tanta habilidad
entre las cuerdas de su lira,
que ejercía en las aguas el poder
de amansarle las olas.
Ante sus bellas notas se aplacaban
borrascas y tormentas
y jamás perturbaron
nuestro sereno navegar.
A cambio, le bastaba con saber
que le pertenecía
mi joven corazón
y que su casa era
el fondo de mi pecho.
Sevilla
El abril de aquel año
de mi temprana juventud
nos llevó hasta Sevilla por su río.
Todo el Guadalquivir era una danza
con sones de palillos y flamenco,
un enorme vestido en color verde
cuajado de volantes,
para llenar de luz
a las naves cansadas,
que llegaban despacio
para ser los lunares de su vuelo.
A las callejas blancas
bajaban los jazmines y el azahar
fundidos con la brisa
apenas perceptible,
se adueñaban de patios y rincones,
donde las mecedoras recreaban
coplas de amor y ausencia,
poemas
de cañamazo en bastidor,
niñas de ojos nocturnos y piel brea
acunando en las frentes
a sus mozos de albero y estocada.
El cielo era un recuerdo
bajo el toldo de luz y farolillos
del Real de la Feria
cuando salió a mi encuentro Carmelilla,
la del lunar travieso
y en la mirada miel.
Ella supo robarme la cordura
desde un caballo blanco,
con sus labios de lumbre
y el olor a claveles.
Yo le dejé en el vientre
mi ardor de joven marinero
y el privilegio de anotar su nombre
en el primer lugar
de mi lista de amores.
Canciones
Aquella noche Miriam
cantó canciones tristes,
asomada al brocal
del pozo de mis ojos.
Yo me negué a que ella
buscase mis secretos en el agua.
Londres
Los ojos de la niebla nos miraron
con tanta hostilidad que casi herían.
Sus velos enturbiaban
el transcurso del Támesis.
El Tower Bridge
era un apunte a lápiz,
apenas perceptible.
Desde el Big Ben las horas
esparcían su voz de cementerio,
cosiendo cicatrices
a las calles de Londres.
La humedad era daga
que llenaba de heridas
nuestra carne extranjera
y dejaba en los huesos
un dolor solapado.
No fue ni por amor ni por deseo:
aquella noche terminé en la cama
de la mujer sin nombre
por puro aterimiento,
guiado por el eco del instinto
que insistía en llevarme
a resguardo del agua persistente.
Llanto
Cuando volví a la nave
me negó sus canciones
mi sirena.
Supo que el llanto escuece, por salobre,
y la traiciones duelen por ruindad.
La Habana
Hilo de perlas refulgentes
se desliza en las noches habaneras
por el cuello de lujo
de la mansa bahía.
Con el runrún sereno
en la voz de las olas,
que jugaban a espuma con las piedras,
seguí en el Malecón
los pasos de Tomasa,
la negra cuarterona, que llevaba
un ritmo juguetón en las caderas
y un vestido muy prieto
con flores del Caribe.
Sus pechos en sazón
olían a humo limpio,
lo mismo que el habano
que ardía entre sus labios.
Mas el mejor tesoro estaba oculto.
Me quemé en la candela de sus nalgas
y ella pudo lucir
un par de aretes nuevos.
Indiferencia
En los ojos de Miriam
hallé la indiferencia
y un rastro de amargura
que me obligaron a intuir
un futuro con mares
mucho menos calmosos en mi vida.
Barcelona
No se oyeron sardanas en los muelles,
graznaron las gaviotas
con una mala baba
que detuvo mis pasos en el fango
de los presentimientos,
pero seguí la ruta de las Atarazanas
tras las falsas promesas y el olor
de las ingles calientes.
La china que aguardaba al otro lado
del farolillo rojo con dragones
me dejó relajada la bragueta
y la salud en carne viva.
Tormentas
Cuando me tuvo frente a frente
Miriam prendió la mecha
de todas las tormentas,
su voz se convirtió en estruendo,
la lluvia en látigo implacable,
la nave en barco de papel
que se perdió bajo las olas.
Yo, desde entonces, soy un náufrago
agarrado al cristal de esta ventana,
con el único pan de los recuerdos
y la vaga ilusión
de que seas la barca que me lleve
a pedir mil perdones
a mi bella nereida.
Luego podré cruzar a la otra orilla,
a cumplir los castigos que me esperen
por tanta deslealtad.
Cuéntale a tu barquero mi experiencia
y dile que no engañe
jamás a una sirena enamorada.
Juan Calderón Matador es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.