La sirena y el marinero

Poemas de Juan Calderón Matador









Barca y anciano

Alguna vez fue árbol,

el árbol luego fue madera

y la madera barca

para surcar el agua de la vida.

 

Detrás de una ventana soy ahora

dos ojos que ya miran sin mirar,

dos ojos tan cansados,

que apenas tienen fuerzas

para elevar el vuelo de la vista.

 

Son dos regueros de tristeza

en el mapa del rostro,

dos golpes de añoranza,

que zarparon del puerto

de mi cansado corazón

y nadaron sin rumbo

por el torrente rojo de las venas.

Dos ojos que te ven cada mañana

crecer en plenitud,

entre cuadernas y crujía

frente al telón del mar,

mientras todo mi ser es devorado

por la hambrienta carcoma

de este mal sin remedio,

que se ha filtrado en mi armazón.


Humedad y salitre

Cuando llegue el momento de ser nave

y te deslices

partiendo en dos las aguas,

con la firme intención

de encontrar los tesoros submarinos

y volver a la orilla

para llenar la lonja de destellos,

de escamas y aletazos,

yo me habré convertido

en un vago recuerdo

y es posible que nadie

eche en falta mis ojos

detrás de estos  cristales,

mas antes de que el mar te lleve

a vivir su aventura,

permite que te cuente sus hazañas

este cansado marinero,

que tiene en la memoria apelmazados

la humedad y el salitre

de los mares del mundo.


Miriam

Mi barco era tan grande que me hacía

sentir como una hormiga

recorriendo  senderos.

 

El mar, bajo su envergadura,

era un charco con peces

y el cielo una mantilla que cubría

la cabeza dorada

de Miriam, la sirena

que abandonó su casa sumergida

para ser

el mascarón viviente

que sobre el tajamar señoreaba.

 

Aquella sirenita,

cantarina nocturna de voz dulce,

deslizaba sus dedos

con tanta habilidad

entre las cuerdas de su lira,

que ejercía en las aguas el poder

de amansarle las olas.

Ante sus bellas notas se aplacaban

borrascas y tormentas

y jamás perturbaron

nuestro sereno navegar.

 

A cambio, le bastaba con saber

que le pertenecía

mi joven corazón

y que su casa era

el fondo de mi pecho.

 

Sevilla

El abril de aquel año

de mi temprana juventud

nos llevó hasta Sevilla por su río.

Todo el Guadalquivir era una danza

con sones de palillos y flamenco,

un enorme vestido en color verde

cuajado de volantes,

para llenar de luz

a las naves cansadas,

que llegaban despacio

para ser los lunares de su vuelo.

 

A las callejas blancas

bajaban los jazmines y el azahar

fundidos con la brisa

apenas perceptible,

se adueñaban de patios y rincones,

donde las mecedoras recreaban

coplas de amor y ausencia,

poemas

de cañamazo en bastidor,

niñas de ojos nocturnos y piel brea

acunando en las frentes

a sus mozos de albero y estocada.

 

El cielo era un recuerdo

bajo el toldo de luz y  farolillos

del Real de la Feria

cuando salió a mi encuentro Carmelilla,

la del lunar travieso

y en la mirada miel.

Ella supo robarme la cordura

desde un caballo blanco,

con sus labios de lumbre

y el olor a claveles.

Yo le dejé en el vientre

mi ardor de joven marinero

y el privilegio de anotar su nombre

en el  primer lugar

de mi lista de amores.


Canciones

Aquella noche Miriam

cantó canciones tristes,

asomada al brocal

del pozo de mis ojos.

 

Yo me negué a que ella

buscase mis secretos en el agua.


Londres

Los ojos de la niebla nos miraron

con tanta hostilidad que casi herían.

Sus velos enturbiaban

el transcurso del Támesis.

El Tower Bridge

era un apunte a lápiz,

apenas perceptible.

 

Desde el Big Ben las horas

esparcían su voz de cementerio,

cosiendo cicatrices

a las calles de Londres.

 

La humedad era daga

que llenaba de heridas

nuestra carne extranjera

y dejaba en los huesos

un dolor solapado.

 

No fue ni por amor ni por deseo:

aquella noche terminé en la cama

de la mujer sin nombre

por puro aterimiento,

guiado por el eco del instinto

que insistía en llevarme

a resguardo del agua persistente.

 

Llanto

Cuando volví a la nave

me negó sus canciones

mi sirena.

 

Supo que el llanto escuece, por salobre,

y la traiciones duelen por ruindad. 

 

La Habana

Hilo de perlas refulgentes

se desliza en las noches habaneras

por el cuello de lujo

de la mansa bahía.

 

Con el runrún sereno

en la voz de las olas,

que jugaban a espuma con las piedras,

seguí en el Malecón

los pasos de Tomasa,

la negra cuarterona, que llevaba

un ritmo juguetón en las caderas

y un vestido muy prieto

con flores del Caribe.

Sus pechos en sazón

olían a humo limpio,

lo mismo que el habano

que ardía entre sus labios.

Mas el mejor tesoro estaba oculto.

 

Me quemé en la candela de sus nalgas

y ella pudo lucir

un par de aretes nuevos.


Indiferencia

En los ojos de Miriam

hallé la indiferencia

y un rastro de amargura

que me obligaron a intuir

un futuro con mares

mucho menos calmosos en mi vida.


Barcelona

No se oyeron sardanas en los muelles,

graznaron las gaviotas

con una mala baba

que detuvo mis pasos en el fango

de los presentimientos,

pero seguí la ruta de las Atarazanas

tras las falsas promesas y el olor

de las ingles calientes.

 

La china que aguardaba al otro lado

del farolillo rojo con dragones

me dejó relajada la bragueta

y la salud en carne viva.

 

Tormentas

Cuando me tuvo frente a frente

Miriam prendió la mecha

de todas las tormentas,

su voz se convirtió en estruendo,

la lluvia en látigo implacable,

la nave en barco de papel

que se perdió bajo las olas.

 

Yo, desde entonces, soy un náufrago

agarrado al cristal de esta ventana,

con el único pan de los recuerdos

y la vaga ilusión

de que seas la barca que me lleve

a pedir mil perdones

a mi bella nereida.

 

Luego podré cruzar a la otra orilla,

a cumplir los castigos que me esperen

por tanta deslealtad.

 

Cuéntale a tu barquero mi experiencia

y dile que no engañe

jamás a una sirena enamorada.


Juan Calderón Matador es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.