La tienda del escaparate vacío

 

Ana Julia Martínez Fariña

Todos los días paso por la misma calle. Por lógica debería conocer de vista todas las tiendas que la conforman, pero no es así. Vivimos tan de prisa que a veces ni siquiera nos fijamos de cosas tan evidentes como son los carteles de grandes dimensiones y las luces fluorescentes. Mi trabajo es el de cajera en unos grandes almacenes. Creo que llevo camino de convertirme en una ansiosa crónica, ya que luego debo atender la casa y a mis gemelitos que ya han cumplido un año. Mi marido es viajante y casi nunca está. Le echó tanto de menos...

Sé a ciencia cierta que arrastro conmigo la sensación de abandono que me produjo el que mi madre y yo nos quedáramos solas cuando mi padre se fue a Italia y no regresó nunca más. Yo tenía ocho años cuando eso ocurrió y guardo muchos y buenos recuerdos de él. Supimos que se había quedado con otra persona. Mi madre rompió todas las fotos donde estaba él, pero yo quise conservar una porque creo que sin memoria no se puede vivir.  Fueron incapaces de entenderse, pero no los culpo por ello. Contra ese dolor he luchado hasta ahora y estoy convencida de que seguiré luchando mientras viva.

Las hijas necesitamos la figura del padre, lo idealizamos y nos sentimos luego mucho más seguras de adultas a la hora de relacionarnos. Yo adoraba a mi padre durante aquellos años… los más inocentes.

Dicen que “la sangre pesa más que el agua,” pero no hay que volver la vista atrás porque solo sirve para hacerse a uno mismo más daño del que ya han causado, y a eso me niego.

La semana pasada me pasó algo insólito. Como detalle paradójico, me percaté de un escaparate que al dar la vuelta a la esquina estaba completamente vació. Dentro, una señora muy bien vestida, intentaba centrar un cuadro en la pared Me resultó tan atípico que no pude por menos que entrar.

 Le pregunté de una manera directa (impropia de mi forma de ser) sobre una posible apertura del local. Con una amplia sonrisa me contestó que iba a ser una tienda de fotografías. Iniciamos una conversación muy amena, estuvimos hablando durante más de media hora.

Al contarme tan detalladamente todos los pormenores del futuro de aquel establecimiento, mencionó el nombre del dueño: Enrique Dávila; mi padre.

El corazón me dio un vuelco. Intenté disimular mi estupor y la indescriptible sensación que me había producido aquel nombre. En seguida reaccioné y además de un modo inexplicable. En mi mente se originó una idea que tal vez fue producto de la sorpresa, del resentimiento o de una búsqueda de la verdad. Le pregunté que le parecía si le regalaba una fotografía mía con mis gemelos.  Ella aceptó encantada, llena de júbilo. Al /día siguiente me presenté allí con una preciosa fotografía de nosotros tres con globos de colores como fondo. Sin más dilación se dispuso a colocarla y me comunicó que ese mismo día terminaría de decorarla. Cuando me despedí y como si no fuera yo quien pronunciaba unas palabras que articulaba con voz casi entrecortada por la emoción dije con tono transcendental.

- Por favor, dígale a Enrique Dávila que los gemelos son sus nietos porque su madre que está con ellos es su hija: Mirta Dávila.

La dependienta hizo un gesto de inequívoco asombro. No le di tiempo a pensar, me despedí con un “hasta pronto y gracias” y abandoné el local.

¿Cuál sería la reacción de mi padre al ver a una mujer y dos niños sonriéndole detrás de un marco dorado sabiendo que se trata de su hija y sus nietos? Daría cualquier cosa por ver su cara. Tal vez, me decida a averiguar que ha podido ocurrir en esa tienda.

Me dispongo a salir de casa y dar un paseo. El azar ha hecho que pueda reencontrarme con mi padre sin habérmelo propuesto.

Cuando vea la foto de nuevo… sabré que hacer. Tengo una asignatura pendiente.

Ana Julia Martínez Fariña es delegada en Galicia de la Unión Nacional de Escritores de España.