¿Los ángeles tienen sexo?

 

Luis Amat Vidal

Cualquier vida, no importa lo compleja que sea, está hecha de un solo momento.El momento en que un hombre descubre, de una vez y para siempre, quién es.

(Jorge Luis Borges)

No me lo había vuelto a preguntar desde los catorce años, cuando me embelesaba al contemplar una anunciación a María que mi profesor de dibujo, un joven con los estudios de Bellas Artes recién finalizados, ahora artista de renombre, pintara en la improvisada capilla de mi colegio en Alicante, un centro de estudios laico creado por profesores represaliados, a quienes durante la dictadura no se les permitió ejercer en los centros de enseñanza pública.

El arcángel Gabriel, a la derecha de la escena, era una figura atlética, de facciones tremendamente varoniles, nada que ver con lo que el cura de religión nos inculcaba: «Los ángeles son criaturas de Dios y no tienen sexo». Aquel ángel me atraía, no solo por la perfección de la pintura, sino por su sensual virilidad. El conjunto de trazos vigorosos, el color sobrio y adecuado para expresar su fuerza, despertó en mí el ansia de transmitir sentimientos a los demás a través del arte, de la misma manera que a mí me los había transferido esa obra.

Y, pese a la negativa paterna, años después acabé costeándome los estudios en la escuela de Bellas Artes de Valencia, gracias al dinero que obtenía impartiendo clases de dibujo a varios grupos de chavales y trabajando por horas de camarero nocturno en el club de jazz Los Tres Tristes Tigres, un tugurio con sillas de anea, donde la espesa humareda del tabaco dificultaba entrever el escenario al fondo de la sala.

Al finalizar la carrera, comencé a dar tumbos aquí y allá. Me convertí en un bohemio. París, Barcelona, Londres… Dejé atrás el academicismo, ya va para dos décadas, y me propuse encontrar un estilo propio. Mis profundas crisis de personalidad no me lo pusieron fácil.

La abstracción era mi objetivo, deseaba deconstruir los objetos a través de la libertad de formas y colores. Estudiaba a Kandinsky, a Richter, a Zóbel, a Delaunay y a muchos otros. Pintaba sin parar, y caí en la droga, el alcohol y el sexo compulsivo; necesitaba estímulos para que mis pinceles transmitieran todo el cúmulo de emociones que se agolpaban en mi interior y necesitaban erupcionar a toda costa.

Mi pintura surgía desde una cierta inconsciencia provocada al mezclar el alcohol con el inmenso placer que experimentaba a través de los cuerpos perfectos de mujeres hermosas. Siempre me ha obsesionado la belleza y más cuando hay sexo de por medio. Esa amalgama sensual y etílica se funde con los colores de mi paleta, y llego a un expresionismo abstracto capaz de plasmar una obra rabiosamente personal que no deja indiferente a nadie.

El trabajo dio sus frutos. Expuse en París y conseguí una beca, lo que me facilitó que pudiera posicionarme en el mundo del arte y lograra lo que más deseaba: vivir de la pintura. Mi desahogada situación económica permitió que me trasladara a Alicante, la ciudad donde nací, y montar mi estudio en un amplio bajo con patio interior, dotado de luz suficiente para pintar.

A punto de cumplir cuarenta años, gracias a marchantes y galeristas, no he parado de recibir encargos de exposiciones y de firmar buenos acuerdos, todo ello complementado con la explotación exclusiva de las reproducciones litográficas de mis obras.

He narrado todo esto como premisa para que comprendas mejor lo que me sucedió hace ya un par de años.

Una tarde de verano, recibí la encomienda más insólita de mi vida. Ya pasadas las ocho, cuando comenzaba a remitir el calor y casi me disponía a salir en busca de una noche de placer, un desconocido llamó a mi puerta. Cincuentón, de estatura media, aspecto místico y sencillo en el vestir, se presentó como Mario, seglar vinculado a la parroquia cercana, la cual, todo hay que decirlo, solo había pisado una vez en mi vida y no precisamente por motivos religiosos, de los que carezco totalmente.

Tras invitarlo a sentarse, ofrecerle una copa, que rechazó, e indicarle que me tuteara, Mario me dio una fotografía que había sacado del bolsillo.

—Acabamos de restaurar la iglesia. Esta es la pared contigua al altar mayor.

Aprecié un muro de grandes dimensiones pintado de blanco sobre el que se reflejaba la luz de unas vidrieras laterales.

—Me ha encargado el consejo parroquial —continuó— ser el coordinador de un proyecto que nos gustaría que asumieras.

—¿De qué se trata? —pregunté extrañado.

—Queremos encargarte una pintura al fresco para esta pared. Deseamos que pintes al arcángel Gabriel junto a una corte celestial de ángeles y querubines en un mural que sea orgullo de nuestra parroquia y despierte la devoción adecuada.

­—¿Una obra realista y además religiosa? ¿Es que no conoces mi estilo?

—De sobra. Por eso hemos recurrido a ti.

—¡Ángeles y querubines! —Me puse en pie más asombrado todavía—. ¿Por qué yo? ¡No hago ese tipo de pintura desde hace mucho tiempo!

—Si eres capaz de transmitir emociones en tus lienzos a través de los colores, ¿dejarás de poder hacerlo añadiéndole formas concretas?

Me senté de golpe en el sillón. Mario estaba impasible ante mi actitud. Afloraron lejanos recuerdos. ¡El arcángel Gabriel! ¡Aquel que me había despertado el amor por el arte cuando todavía era un niño! Se removieron en mi interior vivencias y emociones. ¡A esas alturas de mi carrera me pedían que retrocediera en el tiempo, que volviera al academicismo de la escuela! Pero, por otra parte, con todo lo aprendido y con mi experiencia, podía ser apasionante aceptar el reto de intentar transmitir el sentimiento que había quedado marcado en mi adolescencia cada vez que contemplaba la figura plasmada en la capilla del colegio. Era un gran desafío. ¡Pintar al fresco, como los grandes maestros renacentistas, pero en el siglo XXI!

—Sí, acepto —me lancé convencido.

—Pero he de decirte de antemano que no podemos pagarte, ha de ser una colaboración altruista.

­—¿Gratis? ¡Ja,ja,ja! ¡No querrás que además pague los materiales! ¿Verdad?

—Sería una buena acción.

­—Pues mira, ¡lo voy a hacer! Me ha entusiasmado la idea. ¿Cuando empiezo?

­—Si puedes, enseguida.

—¡Hecho! —Le di un apretón de manos

—¡Muchas gracias! Ni te imaginas la alegría que voy a dar al consejo parroquial.

Mario se despidió satisfecho dándome todo tipo de facilidades, incluso me entregó la llave del templo para que pudiera moverme con total libertad. Nada más hubo abandonado la casa, telefoneé a mi marchante:

—Marta: quiero que anules todos mis compromisos hasta nuevo aviso.

—¿Estás loco? ¡Tienes exposición en Berlín dentro de dos meses!

—Posponla.

—¿Se puede saber qué te traes entre manos?

—No puedo decírtelo, pero a su debido tiempo lo sabrás, y te aseguro que vas a sorprenderte.

—¡Tú mismo! Espero que no sea una de tus locuras.

Seguramente lo sería, pero el proyecto había conseguido entusiasmarme.

Hice acopio de todo lo necesario y dos días después de la visita de Mario, comencé a trabajar en los primeros bocetos. Trazos y más trazos con una pregunta que no paraba de rondarme en la cabeza: «¿los ángeles tienen sexo?». No sabía responder y eso me frustraba sobremanera, porque de ello dependía mi obra. Tracé cientos de dibujos de figuras perfectas, no en vano poseía una sólida formación académica, pero carecían de alma, no transmitían nada en absoluto. A veces estampaba rasgos demasiado varoniles; otras, mujeres hermosas. Sin embargo, no lograba ese término medio entre belleza y misticismo. Sus expresiones estaban vacías; sus cuerpos, perfectos pero terrenales.

Rompí todos los dibujos y quemé los trozos, vacié la botella de ginebra y salí desesperado, como siempre hacía en estos casos, en busca de sexo. Tras un breve flirteo, hice el amor con la mujer más sensual con la que me había acostado en mucho tiempo, pero no conseguí el éxtasis ansiado; fue un desastre, estaba bloqueado.

Debía hacer algo, quizá reencontrarme con los clásicos: ellos me darían la respuesta. Marché a Madrid para deleitarme en el Prado con el ángel de La Anunciación de Fray Angélico. De allí volé hasta Florencia; en la galería de los Uffizi busqué en Rafael, Tiziano y Caravaggio. «¿Tienen sexo los ángeles?». Aún no lo sabía, pero el varonil arcángel Gabriel de mi colegio no se asemejaba a la belleza casi femenina de los jóvenes efebos alados que plasmaran los pintores del renacimiento.

Con toda esa obra en mi cabeza y con un bloc lleno de apuntes volví sintiéndome capacitado para iniciar la composición de la escena. Como los clásicos, debía pintar seres hermosos, asexuados, hombres con aspecto de mujer, justo en el punto de unión de la masculinidad y la femineidad, que despertaran el sentimiento místico que yo no poseía y que Mario deseaba.

Mi temperamento apasionado necesitaba un remanso de paz para poder lograrlo. No me valía explayarme con un buen polvo o con beber media botella de ron, era cuestión de profundizar en mi ser. Busqué modelos cuyo aspecto respondiera a esos cánones y dibujé sin descanso haciendo retratos rápidos en cafés, en la calle, allá donde me topara con cualquier expresión que considerara adecuada a mis propósitos.

Por fin, con todo ese material, hice una composición a lápiz de la escena completa. El arcángel Gabriel, en el punto áureo del espacio a cubrir, miraba hacia lo alto, como buscando la complacencia de la divinidad, mientras un coro de ángeles parecían medio dormitar meciéndose en un lecho de nubes junto a él. «¡Menuda mariconada!», pensé. Fui al despacho parroquial y le enseñé el boceto a Mario.

­—¡Me encanta! —reconoció— ¡Enhorabuena! Va a ser una gran obra.

Quedé satisfecho con su aprobación y planificamos el calendario para realizar la pintura dentro de la iglesia. Al día siguiente se montaron los andamios y comencé a preparar la base de la pared. Solicité acudir de noche para lograr en la soledad del templo una mayor concentración y no ser el centro de incómodas miradas. 

El proyecto se había apoderado de mí, ya era obsesivo. Sentía ansiedad esperando, hasta que llegaba la noche, esperando el momento de encerrarme con esos seres irreales pero hermosos que había creado. El olor a pintura y aguarrás me empujaban a llenar de color todas aquellas siluetas trazadas al carbón sobre la blancura del muro. El conjunto empezaba a tomar forma.

Cuando a los pocos días comencé a recrearme en los rasgos de la figura principal, me impuse un forzado halo de misticismo: no debía parecerse a aquel arcángel del colegio, sino poseer una hermosura casi afeminada.

Bajé del andamio y me alejé para contemplar mi obra. Caminé de espaldas a la pintura y, una vez alcanzada la distancia suficiente, me volví para admirarla en su plenitud.

¿Y qué tenía frente a mí? Una expresión perfecta, pero sin vida, que no trasmitía absolutamente nada. Un rostro pasivo, una mirada neutra.

—¡No! ¡No es eso lo que busco! —grité, y mi decepción resonó en la absoluta quietud del templo.

Poseído por la rabia, mezclada con cansancio y alcohol, trepé al andamio como un mono. Embadurné de negro la brocha más gruesa, y crucé las figuras con enormes manchurrones hasta hacerlas casi desaparecer bajo el pigmento.

­—¡Estoy haciendo el imbécil pintando esta mierda! —me repetía cada vez que manchaba mi obra.

Cuando acabé, tiré las brochas al suelo con rabia, salí como loco a la calle y cerré de un portazo; ni siquiera eché la llave. Corría sin dejar de repetirme:

—¡No he sido capaz! ¡No he podido!

Me encerré en casa, apuré hasta la última gota de la botella de Cutty Sark que tenía a medias sobre la mesa y acabé tirado en el sofá.

Al día siguiente, me despertaron unas insistentes llamadas telefónicas. Sabía que era Mario, pero no era capaz de hablar con él. Vino al estudio y pulsó el timbre: no obtuvo respuesta. Deslizó una nota por debajo de la puerta: «Creo que tienes una crisis interior que debes solucionar. Necesitas saber quién eres. Tenemos que hablar esta noche sin falta». Y me citaba en un local de la zona del Ensanche, cerca de la estación de autobuses.

Quizá tuviera razón y mi problema fuera existencial. No podía seguir escondiéndome. Mi obligación era dar la cara, solucionar de alguna manera lo ocurrido.

A la hora convenida lo encontré esperándome junto a la puerta de un establecimiento de ocio nocturno sin cartel identificador. Me recibió con una sonrisa y entramos. El interior estaba oscuro; nos sentamos en la barra y pedimos un par de güisquis. Le indiqué al barman que dejara la botella.

­­—Lo siento, Mario. Abandono. Perdóname. Creo que te has equivocado. No soy la persona adecuada para este trabajo —claudiqué.

Él escuchó con paciencia, sin apenas inmutarse, y me sorprendió al confesar que conocía los alicientes que yo utilizaba para transmitir sentimientos en mis cuadros. Precisamente por eso me había elegido, porque mi temperamento haría transcender la pintura de la parroquia mucho más allá del conjunto de unas figuras inertes sobre el muro.

—Estoy seguro de que necesitas despertar los acicates latentes en ti para conectar con la intimidad de tus personajes y darles vida. Precisas estímulos que no has descubierto.

—No puedo hacerlo, Mario. Estoy bloqueado y no sé por qué.

—Quizá puedas encontrarte a ti mismo con una manera diferente de amar, que sea capaz de aportarte sensaciones nuevas y que yo te adivino dormidas. Soy homosexual —continuó Mario, mirándome fijamente a los ojos.

—Lo intuía —me sinceré.

—Pero, perdona si te ofendo, tú también lo eres.

—¿Yo, Mario? ¿Pero qué dices? —Llené de nuevo el vaso y lo vacié de un trago para asimilar lo que acababa de oír.

—Vengo observándote desde hace tiempo, cuando vas camino de tu casa o tomas café en el bar de enfrente, y, amigo mío, estoy seguro de que, para salir de tu crisis, necesitas cruzar al otro lado de la frontera, adonde nunca te has atrevido a pasar. Y en mis intuiciones no suelo equivocarme.

Sorprendido por sus palabras empecé a vislumbrar a través de la penumbra lo que ocurría en las mesas de alrededor: parejas de hombres se abrazaban y besaban apasionadamente. Confieso que me excité. Cuando mis ojos, medio nublados por el alcohol, se acomodaron a la escasa luz, contemplé a aquellos jóvenes hermosos que irradiaban amor. ¡Estaban allí! ¡Esos eran mis ángeles! Sentí un nudo en el estómago. Descubrí una amalgama de belleza y pasión nunca experimentadas, y un deseo aletargado se despertó en mí.

Mario no paraba de observarme. A su señal, se acercó a nosotros un joven que me pareció bellísimo. Se colocó junto a mí atravesándome con la mirada de sus ojos claros.

—Soy David —me dijo antes de atreverse a besarme los labios con suavidad.

—Yo Alberto. —Lo dejé hacer y después no fui capaz de pronunciar otra palabra.

Bebimos, volvió a acariciar mi boca con la suya y, tras cogerme de la mano, susurró:

—Me gustas, Alberto.

Mario presenciaba la escena sin mediar palabra y, sabiéndome junto a David, salió del local tras dedicarme una expresión de complacencia.

Confieso que no reprimí mis impulsos y, sin inhibiciones, me dejé llevar. Intercambiamos besos, nos abrazamos y bebimos hasta que el alcohol llegó a supurar a través de los poros de nuestra piel.

—Llévame a tu casa —pidió con una sensualidad que me excitó sobremanera.

Pagué las consumiciones, tiré de su mano y salimos del bar. Con paso largo y sin mediar palabra recorrimos las calles casi solitarias que nos separaban de mi estudio. No atinaba a coger la llave cuando, al pararnos ante el umbral, David no dejaba de palparme la entrepierna con ansia. Entramos, y tras cerrar la puerta, me arrastró hasta la pared y se abalanzó para quitarme la ropa.

—¡No, espera! —le grité mientras lo separaba de mí, empujándolo bruscamente hasta colocarlo bajo la potente luz cenital que emitió uno de los focos colgados del techo al encenderlo.—¡Mírame y no te muevas!

David no entendía nada pero quedó estático. Con rapidez, cogí un bloc de dibujo y varios lápices de diferentes grosores. Comencé a trazar. El grafito se arrastraba sin pausa por el papel. Estaba poseído por ese éxtasis que siempre me acompañaba en la creación de mis obras. Bastaron veinte minutos de bosquejo para que tuviera entre mis manos una figura en blanco y negro con la mirada cargada del misticismo que estaba buscando. Le mostré el dibujo.

—¿Te gusta? ¡Eres mi ángel!

Tiré el bloc sobre la mesa y abracé a David. ¡Era mi personaje, mi arcángel Gabriel! Henchido de deseo, necesitaba cruzar esa frontera de la que me había hablado Mario. Hicimos el amor allí mismo, entre mis lienzos y caballetes impregnados de olor a óleo y aguarrás.

Por fin había encontrado la respuesta: a pesar de lo que aseguraba el cura de mi colegio, los ángeles sí tienen sexo. Y ese descubrimiento cambió mi vida.

Hoy en día, en una de las paredes de la parroquia, puede contemplarse una obra sublime bajo la que los fieles rezan y encienden velas. Fui capaz, gracias a un amor aletargado, de hacer despertar en los demás el misticismo del que yo carecía.

Ahora vivo con David y mi pintura ha alcanzado cotas que jamás pude imaginar.

Luis Amat Vidal es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.