Los crímenes de la mujer con pamela

Relato de Tomás Bernal Benito

Recuerdo estar de vacaciones en un pueblecito de la Costa Brava, cuando me llegaron noticias que una “femme fatale” apodada por la Gendarmería de la Costa Azul como la “Asesina de la Pamela”, acumulaba tres víctimas varoniles, en un “currículum” siniestro de terror.

En mi condición de agente jubilado de la ley, la noticia despertó de inmediato mi interés. Por gajes del oficio necesitaba saber más, quería conocer el “modus Operandi”, de aquella extraña mujer bautizada también por la prensa francesa, usando un sutil juego de palabras,  como “Mangeur d`hommes”.

Así que puse en marcha el coche y en menos de cinco horas, estaba hospedado en un céntrico hotel de Mónaco. Antes de salir a la calle, me coloqué la tobillera con un pequeño revólver. Hay que estar preparado para todo, nunca puedes saber si van a pintar bastos. Me senté en la terraza de un bar, dejé el paquete de cigarrillos Chesterfield encima de una mesa redonda con las patas repujada de hierro. Al lado el mechero. Y me dediqué a observar a todas las mujeres que pasaban con pamela. No sé si sabrán ustedes, pero Mónaco, rebosante de lujo y glamour, sea probablemente la ciudad donde más pamelas haya por metro cuadrado. A los dos días, de llevar tres paquetes de tabaco consumidos y unas cuantas cervezas, decidí desechar las mujeres con pamela que iban con pareja, más que nada por eliminar sospechosos. Y al tercer día tuve un pálpito y me fijé en ella. Le calculé sobre los treinta años. Vestía de negro ceñido, medias negras y zapatos de aguja del mismo color. El cabello rubio, y ondulado, sobresalía bajo su pamela. Me llamó poderosamente la atención, la forma de mirar a los hombres. Como se paraba en la acera y los seguía con la mirada, por encima de las gafas de sol, como estudiándolos.  Así que me levanté, dejé el importe de la consumición sobre la mesa, y me dispuse a seguirla.

Al principio fue muy fácil. Las amplias avenidas, se encontraban abarrotadas de turistas de toda índole, hacía dos días que el Príncipe Raniero acababa de contraer matrimonio con la actriz de Hollywood, Grace Kelly, que seguían disfrutando de sus vacaciones, días de asueto, buen tiempo, o como diablos quieran ustedes llamarlo. Como ya he comentado pues, ocultarme entre tan abigarrado gentío, fue mi sencillo. Pero con el paso del tiempo, empezó a callejear, con lo cual comenzaron a desaparecer multitudes y luz solar, y cada vez se me hizo más complicado el ocultar mi identidad.

Y entonces se metió por un callejón.

Alcancé la esquina, y con las manos en los bolsillos de los pantalones, me apoyé en la pared, observando como ralentizaba el paso, como si me estuviera esperando.

Y entonces se giró. Con gestos estudiados y sensuales, recreándose en ello, se quitó las gafas del sol, mostrándome su mirada gatuna, y humedeció una de las varillas en unos labios carmesí y tentadores.

A la mujer de la Pamela no tardé en bautizarla como Penélope. Yo me había convertido en el nuevo Ulises, y permanecía eclipsado por los cánticos de sirena de aquella atractiva mujer, cegado cual Polifemo, cuando sus labios se dilataron en una pérfida sonrisa, que parecía insinuarme, así al menos lo interpreté yo, a que la siguiera.

Mi corazón latía desbocado, ignorando que era lo último que iba a hacer, pues estaba a punto de convertirme en la cuarta víctima.

Tomás Bernal es vocal honorario de la Unión Nacional de Escritores de España.