Los dos espías tiroleses

 

Jorge Moyá

Nota: Para entender mejor la manera en la que está escrito este relato, aclararé que fue presentado a un certamen, convocado por el ayuntamiento de Valencia, en homenaje a la figura del gran cineasta Luis García-Berlanga. Tres de los requisitos para entrar en concurso eran: que el cuento estuviera narrado en clave de comedia; que transcurriese por escenarios, calles y barrios emblemáticos de la ciudad natal del director; y que además figurase en el texto la palabra “austrohúngaro”, al menos una vez, expresión característica empleada por Berlanga en sus trabajos. Ésta es una versión en castellano, el relato original se presentó en valenciano. Dicho esto, vino a ser más o menos el siguiente:

Greta y Hans Einstein, matrimonio que formaba parte del grupo de cuarenta jubilados procedentes todos ellos del mismo país centroeuropeo, descendieron del gigantesco barco-crucero atracado en el puerto de Valencia y subieron al autobús que los esperaba y que les llevaría hasta la parada de la avenida de Aragón, próxima al antiguo cauce del río Turia, con el propósito de pasar las cuatro horas siguientes sumergidos en el centro histórico de esa luminosa ciudad mediterránea del levante español.

La intención de los Einstein era la de mezclarse entre las gentes de carácter alegre y extrovertido, y de paso impregnarse del ambiente a tomillo, leña y pólvora que emanaba por cada rincón de aquel bullicioso lugar; al contrario de lo planeado por

los demás compañeros de viaje, que deseaban acudir directamente al estadio del Valencia C.F. para pasar casi dos horas —como poco, y eso si no se llegaba a prórroga y penaltis después de los noventa minutos y descanso reglamentarios—, con el lúdico entretenimiento de animar al equipo del combinado de fútbol de su país, que se enfrentaba a la selección española en partido clasificatorio para el Mundial´91 a celebrar precisamente en la región de Innsbruck-sur.

Justo en la puerta del campo, Greta Einstein le dijo a su marido:

—Olvídalos, Hans. Nadie quiere acompañarnos. Déjales que vayan todos a mover banderitas y a animar a esos veintidós de pantalón corto dando patadas a un aburrido balón. Tú y yo nos vamos solitos y bien a gusto a pasear por el centro de la ciudad. No necesitamos a nadie más para pasarlo bien. Solos tú y yo. ¡Qué ganas tengo! Y así como vamos, ataviados con los trajes tradicionales de nuestra tierra tirolesa, y visitar el Ayuntamiento, la plaza de toros, ¡ooolé!, la Lonja…, comer paella y beber sangría en un bar typisch Spanien. Ah, y degustar la mejor horchata. Ya verás cómo después nuestros «amigos» —pronunció la palabra con retintín— nos tendrán envidia, porque seguro que saldrán muy desilusionados del partido, ja, ja, ja. Nuestros representantes futboleros van a caer, segurísimo, humillados en el terreno de juego. —Y siguió riendo maliciosamente.

En el momento de la separación, los otros treinta y ocho se despidieron al unísono:

—Adiooós, Herr und Frau Einstein, que lo paséis muyyy bien.

Y de este modo, felices como perdices, sin importarles nada más, nuestros dos alegres tiroleses se escindieron del resto del grupo futbolero y en un santiamén, plano en mano de la ciudad, llegaron a la plaza del ayuntamiento. Frente al consistorio, Greta pidió a su marido:

—Hans, cariño, anda, coge la cámara fotográfica y hazme un retrato con la fachada de este bonito edificio a mi espalda.

El señor Einstein, vestido con impoluta camisa blanca, pantalones cortos de pana verde, tirantes de llamativos colores y sombrero con pluma roja a lo Robin Hood, enfocó a su señora, vestida con grandes faldones de tonalidades a juego con las de él.

Repentinamente, una voz autoritaria se dirigió al confiado fotógrafo:

Documentació, per favor.

Se trataba del policía de la puerta del ayuntamiento.

Hans Einstein no entendió ni papa de lo que decía el otro, aunque se lo imaginó:

—Greta, amor mío, saca de tu bolso nuestros pasaportes, que posiblemente será lo que solicita este amable señor.

—Hans, hombre, pero si fuiste tú quien los guardó en su bolsito riñonera, ¿a que sí?— le recordó su señora.

Y el señor Einstein, dándose cuenta del contratiempo, se cuadró frente al agente, chocando los talones, y explicó, lo mejor que pudo:

—Caballero, lamento comunicarle que hemos olvidado nuestros documentos en el barco….

Pero el policía, mientras recibía en pleno rostro perdigonazos procedentes de la boca de ese raro señor en pantalones cortos de tela verde y sombrerito con pluma roja, sólo llegó a escuchar: Herr Polizei, es tut mir leid, Ihnen mitteilen zu müssen, dass wir unsere Unterlagen auf dem Boot vergessen haben. De modo que el representante de la ley y el orden le advirtió:

Ho assente, cavaller, però no he entés absolutament res. —Y, suspicaz, acercó su cara a la de Hans y, entornando un ojo, añadió—: Visten ustedes muy raro y no sé cuáles son sus intenciones con las dichosas fotografías… ¿No serán ustedes espías austrohúngaros, veritat?

Y Herr Einstein, que por la cara de pocos amigos que creyó intuir en su interlocutor y el traumático recuerdo de su experiencia con la policía mexicana de cuando sus bodas de oro por el país azteca, se veía ya en el calabozo (no llegara a ser que aquí fuera más de lo mismo), bramó a su esposa:

—¡Corre, Greta, por Dios! ¡Correee, que nos engrilletan como en Jalisco!

Y Frau Greta, haciendo inmediatamente caso de la advertencia de su compañero, aprovechando la distracción del guardia cuando el tirolés le asestó un terrible testarazo en toda la frente, arrancó a correr todo lo rápido que le permitía su vestido tradicional —a pasos cortos pero revolucionados— por la transitada calle San Vicente Mártir.

Acortaron por la de Los Derechos, pasaron a toda prisa junto a la plaza Redonda, y llegaron a la céntrica del Doctor Collado donde por fin aminoraron el paso, convencidos de haber despistado por fin a la autoridad.

El policía —pese a encontrarse tendido en el suelo todo lo largo que era, pese a la terrible conmoción cerebral y pese al consiguiente dolor de cabeza— llegó a percatarse de la dirección tomada por los proscritos y se lo hizo saber a los compañeros que acudieron a ayudarle, alertados además por las exclamaciones de los numerosos testigos de la clara fechoría cometida, que gritaban:

—¡Por allí!, ¡por allí han huido los dos malhechores vestidos con esos estrambóticos atuendos del Tirol, que los hemos visto!

Así las cosas, tras unos pocos minutos en la plaza del Collado, a los Einstein se les olvidó el desafortunado incidente, por lo que Greta se relajó:

—¡Mira, Hans, aquí tenemos de todo para disfrutar de lo típico de la ciudad!: un bar donde comer paella, probar también los pepitos, que he visto en la guía turística que es la especialidad del establecimiento, y beber sangría; y allí una horchatería donde hartarnos de buñuelos, de churros y de la bebida de chufa esa que dicen que es tan sabrosa y nutritiva. Además, puedo ver en la fachada de más allá un bonito reloj antiguo de agujas, que nos mostrará la hora en cada momento y que no se nos haga tarde para volver.

Mientras tanto, la policía logró localizar a los dos prófugos de la justicia y poco a poco fue disponiendo efectivos en cada una de las calles de acceso a la citada plaza, impidiendo el paso con vallas. Acabada la tarea, conminaron a los delincuentes, insistentemente, mediante altavoces, a entregarse, pero éstos hicieron caso omiso de las advertencias porque seguían sin entender nada de nada, y más aún por encontrarse en el interior del bar, esquina con Los Derechos, atracándose a pepitos y con arroz y marisco, regadas las exquisiteces con refrescante sangría a raudales. El camarero no se atrevía a no servirles por miedo a las posibles represalias de esos dos proscritos de edad avanzada, altos y corpulentos, que vestían ropas tan extrañas. ¡A saber qué serían capaces de hacer personajes tan feroces como aquellos!

Cuando los Einstein dieron por finalizada la comida, a continuación visitaron la horchatería de al lado, donde Hans pidió, con ayuda del diccionario “austrohúngaro-español” y luego con otro de “castellano-valenciano”, dos vasitos de horchata y seis buñuelos, que en realidad le salió, con una voz gutural que alargaba las sílabas finales: dos gitrrrets de horchata y seisen buñuelsss, a lo que el dependiente entendió: «dos litrrros de horchata y seiscientos buñueeelosss». Sin perder ni un segundo, el dueño pastisser se puso a freír la masa como un auténtico poseso, pues no se sabía qué consecuencias podría acarrear para el bienestar de su negocio que no lo hiciera. Cuando se los sirvió, al matrimonio tirolés le pareció un disparate tal cantidad de horchata y esas cinco bandejas con montañas de buñuelos cayéndose por los bordes, pero por no tener una descortesía con el artesano repostero se lo tragaron todo sin chistar.

Después de casi tres horas comiendo y bebiendo, y un empacho de mil dimonis decidieron volver al estadio de fútbol porque el partido ya habría terminado, mas les fue imposible salir de allí por las vallas y los gritos de advertencia de los policías.

—Greta, debe de tratarse de algún acto cultural que se va a celebrar en este sitio —discurrió Hans— y nos hemos quedado atrapados en él. Mira a la gente; qué raro, los vecinos no nos quitan ojo, expectantes y escondidos que están, observándonos atentamente, ¿por qué será? Lo peor de todo es que se nos hará tarde y nuestros compañeros de viaje subirán sin nosotros al barco. ¿Qué hacer, dime, Greta, querida mía?

Ante la desesperación de su esposo, Greta Einstein se giró lentamente sobre sí misma escrutando cada rincón, buscando una salida, cual James Bond o, mejor, Lara Croft se tratara. Hasta que…

—¡Hans, allí! ¡Una ferretería, en esa esquina!

El señor Einstein puso cara de no comprender, por lo que la mujer le explicó:

—¡Compraremos unos walkie-talkies y podremos comunicarnos con los Müller, que están en el estadio de fútbol. Siempre llevan unos de esos aparatos encima!

De la alegría, Hans se puso a dar saltos y a bailar una danza popular de su tierra a la vez que acompañaba los giros con el canto típico del Tirol. Una vez terminada su actuación, entraron en el comercio y adquirieron los teléfonos de comunicación. Para su sorpresa, el dueño se los regaló. ¡Qué amable ferretero… y cómo temblaba y sudaba!

Cuando Matilda Müller recibió la llamada, su marido y ella ya eran conocedores de la situación: se había corrido la voz por todo Mestalla (el estadio de fútbol del Valencia C. F) de que dos integrantes de una banda criminal no fichada de ancianos presuntamente tiroleses se habían atrincherado en una emblemática plaza del centro, tras obtener unas imágenes sospechosas del ajuntament y de agredir a un policía.

Por suerte, Olaf Müller, esposo de Matilda, era tío-abuelo del delantero austríaco que había logrado la clasificación para su país al materializar el gol de la victoria en el turno de penaltis, eliminando a los españoles para la fase final del Mundial. Y daba la casualidad, ¡oh, casualidad!, de que el futbolista era además un prestigioso abogado que hablaba perfectamente español, porque su madre, otra maravillosa casualidad, había nacido en el valenciano barrio de Ruzafa. De modo que para el escenario del delito que se fueron los treinta y ocho jubilados tiroleses y los veintidós miembros del equipo de fútbol austríaco, entrenador, asistentes y masajista incluidos.

La negociación fue dura, pero el futbolista y abogado Franz Beckenbauer-Müller Pedreguer pudo llegar a un acuerdo con las autoridades españolas, alegando la falta de entendimiento de sus defendidos y comprometiéndose al pago de dos mil marcos, que era justo lo que Hans Einstein guardaba en su riñonera.

Y de este modo, todos los miembros de la expedición del Tirol-sur pudieron regresar al imponente barco que les llevaría hasta la próxima escala mediterránea: Mojácar.

Después de todo, los Einstein cumplieron su sueño de comer paella y pepitos, beber sangría, y tragar dos litros de horchata y seiscientos buñuelos, disfrutando tranquilamente del tiempo que marcaba un vetusto reloj en la fachada de uno de tantos lugares, históricos y con encanto, de la bella Valencia.

Jorge Moyá es delegado en Alicante de la Unión Nacional de Escritores de España.