No hace mucho, aunque parece muy lejano, la mayoría de los hombres de a pie, de campo, llevaban sobre sus cabezas una boina por uso y costumbre, que les permitía tapar las calvicies protegerlos de las inclemencias del tiempo y de los rayos solares. Y es que, no hace mucho, no había cascos protectores, a pesar de que se trabajaba de sol a sol, ni medidas preventivas que evitaran las lesiones y enfermedades que el trabajo podría acarrear. Había una tradicional máxima que se transmitía con gestos y oralmente: cumplidor, honrado y trabajador. Esos eran los tambores que marcaban el paso marcial para realizar cualquier tarea,
Del mismo modo, porque no se tomaban las mediadas preventivas, y porque eran un regalo divino —que a la larga se dudaba—, las familias eran numerosas, y no les quedaba más remedio que coexistir apretujados compartiendo todos los exiguos bienes, como buenos hermanos. Eso de reciclar, no es un invento nuevo, pues nada se tiraba, desde unos zapatos, unos pantalones o cualquier objeto de utilidad, pasaba de mano en mano o se remodelaba, mejor dicho, se remendaba hasta límites insospechables. Las madres eran unas auténticas expertas en estos menesteres, como en otros relacionados con la alimentación. De aquella no había michelines ni estrellas michelín; había una comida de plato único, de cuchara, hecho con mucho amor. El colesterol era bien visto porque se carecía del mismo, y ya se sabe: «de lo que se carece más devoción se merece». Por eso, en casi todas las casas de pueblo se hacía matanza, y los embutidos eran el manjar de todos los mortales, y por lo mismo, en la mayoría de las moradas, por si acaso, estas viandas hechas familiarmente, eran almacenadas bajo llave.
Pero había mucho respeto a los mayores, a los padres, a los maestros y a las tradiciones. Y a pesar de las limitaciones culturales y de enseres, los niños no se aburrían y los mayores vivían en una armonía perenne, donde no había prisas: el «estrés» se desconocía, todo era pasito a pasito, y siempre tenían alguna tarea manual, de reciclaje pendiente. Las personas no es que fueran felices, porque eso es una utopía: exigían menos a la vida, permitiéndoles vivir en armonía desde la mañana hasta la noche. La palabra tenía mucho peso; el ser honrado, era el lema maternal que siempre estaba en la boca de la madre de turno, que veía partir a sus hijos a cualquier lugar.
Parte del truco del almendruco, era que se caminaba mucho. Los desplazamientos se solían hacer a pie, también había animales, trenes y camionetas. Para llenar el buche, un buen sector de personas «emboinadas», tuvieron que hacer las maletas y partir en uno de los últimos medios de transporte, a lugares que por una serie de circunstancias, se vieron favorecidos con incipientes industrias (Cataluña, Las Vascongadas) o con la extracción de minerales (Asturias). Las boinas se fueron perdieron en el camino, a cuentagotas, como las obligaciones, el respeto a los mayores…; a la par que se fue ganando en derechos.
Y se fueron transformando los pueblos hasta quedar casi vacíos. Los «emboinados» tuvieron que coger sin bullas el hatillo y el salvaconducto: partieron hacia las orbes, pero dejando como reseña su modesta responsabilidad hacia el trabajo; las ciudades crecieron progresivamente, sin boinas caladas de referencia. Se fueron consiguiendo mejoras laborales en todos los sentidos, aunque nunca las suficientes. Las gentes dejaron de ir pasito a pasito, primero con transportes públicos, después por medio de préstamos bancarios para adquirir vehículos. Y en seguida, llegaron las prisas. Las familias se hicieron más pequeñas y más desconocidas: había llegado la ansiada modernidad y con ella, el «estrés» y el menoscabo de los puntos de referencia primarios: la familia, la honradez y el respeto a todo lo que nos rodea; lo importante es ser más, poseer más. Todos querían ser iguales olvidando que también somos diferentes. La globalización —como un globo envolvente— lo envolvió todo, se empezó a querer ser como los demás: «progres», pero disimulando serlo. Para ello, para encubrir el «emboinado» pasado, se empezó a utilizar palabras en inglés, música inglesa y comportamientos similares, como la moda del botellón: «todos a mogollón», perdiendo en ese envoltorio humano la humanidad y el respeto a las reglas, eso sí, porque somos libres y tenemos derechos. Pocos saben mirar hacia tras —será por vergüenza e ignorancia— para recorrer el camino de vuelta a sus orígenes, para poder reconocer a sus ancestros «emboinados» y para asimilar muchas de las virtudes olvidadas, entre ellas, el ser menos exigentes e infelices. ¡Que viva la boina!
Ricardo Taboada Velasco. Delegado en Asturias de La Unión Nacional de Escritores de España.