Los submarinos españoles reciben su "bautismo de fuego"

 

Artículo de Diego Quevedo Carmona

El 18 de agosto de 1916, al mando del capitán de corbeta don Fernando de Carranza Reguera, daban comienzo en Estados Unidos las pruebas de mar del submarino tipo Holland que el gobierno español había encargado a 1os asti1leros Fore River & Co. , de  Quincy, Massachussetts.

Bautizado con el nombre de Isaac Peral, con él    comenzaba la presencia de sumergibles en nuestra Armada, que por aquellas fechas empezaba a levantar cabeza, resurgiendo de sus cenizas, tras el aún relativamente reciente descalabro sufrido como consecuencia de las pérdidas coloniales de Ultramar.

Tras una interminable fase de pruebas de mar (fue el primer buque de la Armada que montó motores diesel, y la adaptación de los mecánicos y en general su puesta a punto resultó muy compleja),  éstas habrían de durar hasta las Navidades de 1916 y finalmente, el 26 de febrero de 1917, el sumergible comenzó la travesía atlántica, logrando arribar tras un viaje lleno de inquietudes y sobresaltos al puerto de Las Palmas,     el 12 de marzo.

Tras reparar allí no pocas averías surgidas durante el tránsito, mes y medio después, el 26 de abril, a las 1700 horas, el flamante Peral enfilaba la bocana del puerto de Cartagena, donde llegó en olor de multitudes, como no podía ser de otra manera. La recién nacida Flotilla de Submarinos acababa de incorporar su primera unidad. La Armada estaba de enhorabuena.

A este Isaac Peral, que había de ser huérfano de hermano gemelo, pronto se le unirían ese mismo año de 1917 los trillizos italianos que habrían de constituir la serie «A»: el Narciso Monturiol (A-1), el Cosme Garcia (A-2), y                           el A-3, que quedaría huérfano de nombre. Pronto estos buques comenzaron a hacer diferentes prácticas de inmersión en aguas cercanas a Cartagena, y los elogios no tardaron en estar en boca de todos. Tanto es así que el gobierno apostó de pleno por la nueva Arma, contratando, en abril de 1919, con la Sociedad Española de Construcción Naval la construcción de media docena de unidades, que formaría la serie «B», encargo que ejecutaría el astillero de Cartagena.

El primero de ellos, e1 B-1, se entregaría a la Armada el 10 de enero de 1922, y pronto habría de entrar de lleno, cogido de la mano del Isaac Peral, en los anales de nuestra historia naval reciente.

Hasta ese año, 1922, la flotilla, a la que ya se había unido el buque de salvamento Kanguro y algunos torpederos que actuaban como buques de apoyo, se había dedicado a hacer cruceros por diferentes puertos del Mediterráneo, en los que su mera presencia despertaba inusitado interés. La gente se agolpaba en las escolleras de los muelles para verlos evolucionar y cada vez su radio de acción empezaba a ampliarse. Pronto habrían de cruzar el estrecho de Gibraltar y adentrarse en el Océano Atlántico, que se presentaba ante ellos con toda su grandeza, haciendo escalas en diferentes puertos desde las islas Canarias hasta la cornisa cantábrica, donde siempre eran visitados por numeroso público.

En uno de esos viajes, el 22 de agosto de 1919, S. M. el Rey don Alfonso XIII haría inmersión por primera vez en uno de ellos: el honor le cupo al Narciso Monturiol (A-1), en aguas cercanas al palacio de La Magdalena, en Santander. Los elogios del monarca venían a corroborar los del resto de los españoles, que ya se habían deleitado con la presencia de los sumergibles. Así, las crónicas de la época hablaban de que «S. M. el Rey ha quedado tan complacido, que ha ordenado al Ministro la publicación en el Diario Oficial de Marina de una circular que expresa su Real agrado y la satisfacción que había experimentado por el alto grado de eficiencia de estos nuevos buques, a cuyas dotaciones felicita pública y efusivamente para conocimiento de la Marina toda».

En medio de este ambiente de demostraciones y sus consecuentes efusivas felicitaciones, transcurren los cinco primeros años de vida de la nueva Arma. Pero habría de llegar la primavera de 1922 y con ella el bautismo de fuego para los sumergibles. Era Semana Santa, y en las calles de toda España se recordaba como todos  los años la pasión de Cristo. El ambiente festivo que vivía particularmente la ciudad de Cartagena, por una vez no se contagiaba a las dependencias militares, sino todo lo contrario. Las noticias que llegaban procedentes de Marruecos no podían ser más alarmantes. Las cábilas morunas se habían sublevado contra la presencia militar española y las distintas guarniciones repelían como podían los ataques, pero en  una de ellas, enclavada en la costa del Rif, la situación era realmente grave: el Penón de Vélez de la Gomera. Las dimensiones del minúsculo Penón, bajo soberanía española desde el siglo XVI, 360 mts. de largo, por 109 de ancho, y con una elevación máxima de 77 m., lo convertían en una verdadera «ratonera» para sus habitantes. El censo de población civil no llegaba a las 100 personas, más la guarnición militar, que triplicaba el número. Todos ellos, asediados varios días bajo el fuego enemigo, estaban en una situación cada vez más insostenible. La lluvia de balas era incesante, y la evacuación de los civiles no podía ni  debía hacerse esperar. Cualquier intento de salvar a la angustiada población debía hacerse por mar, así que el ministro de Marina, don José Rivera y Álvarez de Canero, que acababa de estrenar el cargo hacía tan sólo unos días, fue el encargado por el Gobierno de tomar las riendas del problema y buscarle una solución. Pero, ¿qué barcos podían acercarse lo más discretamente posible?... La respuesta era bien sencilla: a la Flotilla de Submarinos le había llegado la hora de la verdad. Atrás quedaban cinco años de salir en la prensa colmados de elogios y de recibir visitas de personalidades civiles y militares, así que el jefe de la Estación de Submarinos, capitán de fragata don Mateo García de los Reyes, recibe órdenes concretas de Madrid: dos submarinos debían ser alistados para salir urgentemente hacia el Peñón e intentar evacuar a su población civil. Como buque desde el que se coordinaría toda la acción es designado el acorazado España. El jefe de Flotilla llama a su despacho a los tenientes de navío don Casimiro Carre Chicarro, comandante del Isaac Peral y don Francisco Regalado Rodríguez, comandante del B-1. Allí les explica la situación y pronto se diseña una orden de operaciones, pues el tiempo apremia y corre en contra de los habitantes del peñón.

Los dos submarinos fueron rápidamente alistados, y ese mismo día, al anochecer, abandonaron Cartagena, con el Jefe de Flotilla a bordo de uno de ellos, -el Isaac Peral-pues quiere dirigir personalmente la primera acción de guerra de sus submarinos estando con su gente. Para ello, pide autorización al Ministro, que no duda en acceder a lo solicitado y se hacen a la mar. Por su popa, en línea de fila, el B-1 le sigue aguas a poca distancia. Atrás quedan los ecos de los tambores de la Semana Santa, y por la proa una misión –en principio secreta- desconocida por tanto para las dotaciones, que hacían conjeturas acerca del viaje. Lo que sí se sabía es que la situación en el Marruecos español era un poco delicada, pero poco más. Al salir de la bocana de Cartagena, ya con la proa a mar abierto, los motores fueron puestos al límite de revoluciones, la velocidad tenía que ser la máxima. El levante sopla con fuerza, y los barcos toman la mar de la peor forma, de través y esto hace que la velocidad media esté por debajo de la deseable, y en consecuencia los barcos sufren    más de la cuenta. Así, con la mar castigándoles durante toda la travesía, los dos submarinos llegan a Melilla con las primeras luces del alba. Al llegar a puerto, mientras el jefe de Flotilla y los comandantes rinden visita al gobernador militar y ultiman el plan, las dotaciones reparan no pocas averías. El embrague de un motor del Peral tiene problemas, así como todos los elementos de cubierta de ambos buques: antenas de TSH –Telegrafía sin hilos- partidas, a los botes salvavidas, que eran de lona, se les han reventado las costuras, las cabrias se han salido de su basada... pero al caer la tarde, los dos submarinos están de nuevo «listos para desempeñar comisión», recibiendo entonces la visita del gobernador militar, que queda entusiasmado.

La misión encomendada, ahora sí, se hace pública a las dotaciones, a los que el gobernador alienta y estimula con unas palabras: ‹lo que ustedes van a realizar, ya se ha intentado sin éxito, pero he quedado gratamente impresionado con esta mi primera visita a los submarinos y no tengo duda de que van a lograr los objetivos que el Gobierno se ha propuesto».

El jefe de Flotilla, que ha actuado de cicerone en la visita y el gobernador se funden en un abrazo y, acto seguido, las dotaciones ocupan sus puestos de «babor y estribor de guardia», abandonando Melilla al anochecer. Durante las horas siguientes se efectúa el tránsito en superficie, y al alba, el Peñón se presenta ante ellos. La mar y el viento han caído bastante. Las condiciones meteorológicas empiezan a ponerse a favor. Junto a los submarinos se encuentra el acorazado España, cuyo comandante envía al amanecer un bote al Peral, para recoger al jefe de Flotilla pues desea una última toma de contacto con él. Los submarinos, mientras tanto, permanecen en superficie, expectantes. Pasan varias horas cuando, a media mañana, el palo popel del España iza al viento una señal táctica de banderas que tiene como destinatarios a los submarinos: «Q. 0. 0. ›, que significa «alistarse para inmersión».

Rápidamente los segundos comandantes hacen ejecutar la orden y en unos minutos los dos submarinos se encuentran listos para sumergirse, solo a la espera del regreso del jefe de Flotilla, que lo hace minutos después a bordo de una gasolinera, calificativo con el que se conocían los botes autopropulsados del acorazado.

Una vez el jefe a bordo del Peral los dos submarinos hacen inmersión y se dirigen al Peñón a cota periscópica. No ha pasado una hora cuando el Peral pasa frente a la caleta del cementerio. La distancia a tierra es muy pequeña, apenas 100 metros, y desde el periscopio se pueden observar algunas personas que señalan con sus dedos las estelas que los mástiles van dejando. Mientras el B-1 se mantiene en retaguardia, a la expectativa de acontecimientos, el Peral rodea la caleta e intenta meterse en la pequeña ensenada que hay entre el peñón y la costa. La maniobra es delicada, y entraña el peligro de encallar, con lo que toda la operación prevista podía irse al traste. Desde el periscopio se observa cómo se desprenden trozos de roca de los impactos de bala enemigos que siguen haciendo blanco en el peñón. El espacio donde el submarino debe retirarse es muy pequeño, pero el barco ciaboga muy bien y su comandante consigue aproarlo al lugar previsto. Se soplan lastres y, tras una blanca burbuja de espuma, el Peral emerge ante los atónitos ojos de la gente que contempla la escena. La escotilla superior de la torreta  se abre, y el primero en asomar la cabeza es el jefe de Flotilla. En ese momento, la gente irrumpe en vítores, a los que acompaña una atronadora ovación, que se llega a oír en el interior del submarino, como también se oyen los silbidos de algunos proyectiles, según dejaron escrito testigos presenciales. Entretanto el B-1 hace también superficie y se mantiene al socaire del peñón, a resguardo del fuego enemigo.

El jefe cruza unas palabras con el comandante militar del peñón, a quien propone la evacuación del personal civil cuando anochezca, amparado en las sombras. En ese momento una granada cae a pocos metros del costado del Peral, lo que arranca una nueva salva de aplausos de los espectadores al ver que el barco que ha de salvarles no ha sufrido daños. El comandante militar, cuya respuesta se oye claramente a bordo, acepta sin dudar el ofrecimiento, pues además tampoco tiene otras alternativas para escoger, así que sobre la marcha acuerdan la hora: «a las 22,30 de hoy, estaremos de nuevo en este punto», apostilla el jefe de Flotilla, que puntualiza: «El submarino meterá la proa en la caleta y un bote del España hará el barqueo de niños, mujeres y hombres no combatientes, por ese orden». El jefe que manda los tropas asediadas se despide del de Flotilla, con un escueto «Hasta luego», palabras que éste le repite, mientras ordena al comandante del Peral que ponga rumbo noroeste en «avante a toda fuerza». Los motores diesel rugen como leones, y comienza la evasión. El B-1, como ha venido haciendo desde la salida de Cartagena, sigue aguas al Peral. Cuando creen estar fuera del alcance de las armas del enemigo, el B-1 da una pitada larga, que es interpretada por las tropas moras como un desafío, lo que les hace redoblar sus andanadas, sin resultado, por suerte para los submarinos. El bautismo de fuego de la bisoña Flotilla estaba empezando a ser realidad. Cuando se alejan un par de millas de la costa, el España, que se había mantenido expectante, manda apartarse a los submarinos, y envía una serie de andanadas con su arti1lería de grueso calibre (según prensa de la época, entre 30 y 40 proyectiles), que son suficientes para hacer callar al menos de momento, la artillería enemiga. Cuando cesa el fuego del acorazado, de nuevo envían una gasolinera que se acerca al  Peral para recoger al jefe. El mando del España está ávido de noticias. El jefe permanecerá a su bordo el resto del día, ya no regresará a los submarinos hasta las 21,30 una vez que ha anochecido. A esa hora, faltan sólo 60 minutos para estar en el punto convenido con el comandante militar del peñón, que está a dos millas.

Los submarinos se encuentran en superficie, con los motores diesel parados y en oscurecimiento total. La mar está en calma y nada rompe el silencio de la  noche, sólo el suave roce de las olas que besan los lastres, cuando se empiezan a oír los motores de dos gasolineras del España que se dirigen a los submarinos, que apenas se siluetean en la oscuridad de la noche, que es cerrada.

Cada bote del España va al mando de un oficial, con cuatro marineros cada uno bajo su mando, todos ellos voluntarios, pues la misión tiene sus riesgos, sin duda. En uno de los botes, naturalmente, navega el jefe, que se para entre los submarinos, muy cercanos entre sí. El motivo es que el comandante del B-1, teniente de navío Regalado, que se encuentra en la vela, debe recibir las últimas instrucciones, que son éstas: el Peral meterá la proa en la cala del cementerio, hasta romper el botalón que le sirve de «báculo», y allí se aguantará «pase lo que pase». El bote del España se meterá entonces debajo de la escala de gato del peñón, y embarcará para ir transbordando al Peral al personal que vaya descendiendo.

No se debe oír una voz, ni se encenderán más luces que «una linterna sorda eléctrica» que manejará el oficial del bote, y que servirá para guiar al personal que se va a evacuar para «librarles de los choques de los pedruscos del cantil». Las mujeres, ancianos y niños se evacuarán en «serones» que se deslizarán a través de unos aparejos que se han puesto al efecto, y los hombres bajarán por la escala de gato. Para terminar, el jefe da una última advertencia: «las mujeres y niños se tratarán como tales». La operación la hará en principio sólo el Peral y el B-1 quedará a la expectativa para relevar en caso necesario. Las baterías de los submarinos han sido cargadas durante el día, y están al 100% de capacidad porque el tránsito se hará con propulsión eléctrica pura; los diesel hacen demasiado ruido y delatarían su presencia. Son las 2200 horas y comienza la aproximación de los dos submarinos y las dos gasolineras. A bordo no se oyen voces. Las órdenes a máquinas se dan en voz baja, pasando de boca en boca. La derrota que habían hecho por la mañana se repite, pero esta vez en superficie. Al poco se oye un chasquido a bordo. El botalón de madera del Peral ha tocado tierra en la cala que hay bajo el cementerio. La maniobra está saliendo según lo previsto, pero el ruido de los motores de las gasolineras ha alertado a los moros, que comienzan a disparar con fuego de cañón y fusilería, que es repelido por la guarnición española. En lo alto de la torreta del Peral, sólo media docena de personas son testigos de lo que está ocurriendo: el jefe de Flotilla, el comandante del submarino, y cuatro tiradores escogidos, que portan otros tantos Mauser. A la hora prevista comienza el barqueo, pero éste se desarrolla con una lentitud excesiva, de tal modo que a las 0030, dos horas después del inicio de la operación, sólo se ha conseguido meter a bordo del Peral a 35 personas. Según el cálculo que se había hecho, el orto de luna sería a las 0100 y la claridad que va a haber a partir de esa hora puede traer como consecuencia que los tiradores moros afinen la puntería, que hasta ese momento, por cierto y por suerte, es muy mala. En los próximos 30 minutos tan sólo unas pocas mujeres y niños más consiguen meterse a bordo, y se apiñan acoplándose como pueden en el reducido espacio de la nave. La luna sale y el Peral queda oculto tras la sombra que proyecta el peñón. Entre tanto, el B-1, que lleva casi tres horas en espera, queda fuera de la sombra y a contraluz no consigue ver al Peral, así que su comandante, impacientado por la tardanza, toma la decisión de aproximarse también a la caleta, en la que termina por acercar su proa. El jefe no ve con buenos ojos la maniobra, ya que allí no hay sitio para los dos submarinos, e increpa al comandante, porque esas no eran las órdenes que él había dado, por lo que le ordena salir de la zona y dirigirse al España a informar.

La evacuación, sigue el ritmo lento con el que se ha venido desarrollando toda la noche, siendo esa la única “pega” que se puede poner al operativo, que por lo demás roza la perfección. El reloj marca las 03,00 horas y la maniobra no se puede ni debe demorar más tiempo, ya que las corrientes empiezan a abatir el submarino, que hasta ese momento ha logrado mantenerse en el sitio maniobrando con ligeras y frecuentes paladas de sus dos ejes avante y atrás. A esa hora, ya hay contabilizadas a bordo 58 personas, pero aún quedan algunas por embarcar, aunque no muchas, pero que en cualquier caso también hay que embarcar. Es entonces cuando el jefe le ordena al comandante salir de la caleta y entrar de nuevo en ella, para tratar de mejorar la posición, pero en esa maniobra, aunque se hace en breve espacio de tiempo, el submarino queda fuera de la sombra que proyecta el propio peñón, lo que, tal y como era de preveer, hace que aumenten los disparos desde tierra. Finalmente, el submarino logra recuperar la posición, y embarcar otras 8 personas, que afortunadamente son las últimas. Acto seguido comienza la maniobra de evasión y en torno a las 04,00 el Peral comienza la maniobra de abarloarse al España, para proceder al desembarco de la gente, que sube a bordo por la escala de botes arriada al efecto. Cuando unas horas después el alba viene a romper las sombras de la noche, todos los civiles evacuados se encuentran descansando a bordo del acorazado. Los niños han dejado de llorar, porque el sueño les ha vencido, ha sido la noche más larga y movida de sus cortas vidas. A la vez, una buena sopa de ajo calienta los estómagos de los adultos y acto seguido, en un sollado habilitado con coys, que todos encuentran de lo más confortable, se tumban a dormir, su odisea –al menos de momento- ha tenido feliz término.

Por la mañana, en las torretas de los submarinos, pueden apreciarse algunos impactos de fusil que afortunadamente no llegaron a herir a nadie. El comandante del España, informa del resultado de la operación al Almirante Jefe del Estado Mayor Central, don Gabriel Antón, quien ordena al jefe del Estado Mayor de la Escuadra, don Mariano González Manchón, que haga un resumen de los hechos para la Orden General de la Escuadra, para que todos sus miembros tengan conocimiento de lo acaecido. Unos días después, tras recibirse en Palacio el informe de la Amada, S.M. el Rey don Alfonso XIII, concede al Capitán de Fragata Mateo García de los Reyes, la Medalla Naval, máxima condecoración que se concedía en aquella época, medalla que sería costeada por todos los miembros de las dotaciones de los dos submarinos que habían participado en la operación y ofrecida a su Jefe como muestra de cariño, ya que estaba muy bien considerado entre sus subalternos, por su carácter siempre amable y cordial. Tanto la Real Orden que concede la condecoración como el resumen de los hechos que había mandado redactar el Almirante Antón, se publicarían en el Diario Oficial del Ministerio de Marina nº 132 del año 1922, correspondiente al 13 de junio.

Un mes después de estos hechos, -que habían tenido lugar en la madrugada del 17 al 18 de abril de 1922- los dos submarinos protagonistas de esta historia volverían al peñón acompañados en esa ocasión de otro submarino, el A-3, con una misión diferente, como fue la de suministrar víveres a la guarnición militar, en un ambiente mucho más relajado y menos tenso, porque los moros apenas inquietaban ya, entre otras razones porque los cañones de grueso calibre del España, se habían encargado de silenciar, algunas para siempre, no pocas posiciones.

Días después, la Medalla Naval que había recibido el jefe de Flotilla, se hizo extensiva a los Tenientes de Navío Carre y Regalado, comandantes respectivamente del Peral y del B-1. También la totalidad de las dotaciones de los dos submarinos recibirían una condecoración, aunque de menor entidad.

El bautismo de fuego de los submarinos españoles ya había tenido lugar, y el Gobierno supo agradecerlo con las condecoraciones otorgadas. Tampoco los submarinistas querían ni esperaban ningún otro reconocimiento. Simplemente habían cumplido con su obligación.

Diego Quevedo Carmona es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.