I
Nunca faltó una hogaza
de pan en cada mesa,
ni cántaro en la umbría
que refrescara el agua,
ni cuenco de buen vino,
ni dulces higos secos.
Era muy generosa
la tierra de aquel reino
en espigas y frutas.
No menos dadivoso,
el mar azul turquesa
guardaba entre los mansos
vaivenes de sus olas
bocados exquisitos:
peces de mil colores
que llenaban las redes
de todo el que salía
a faenar sus honduras.
Serena era la luz,
reflejada en los ojos
de aquel pueblo feliz.
II
Los ancianos velaban,
desde sus largos años
y la mucha sapiencia,
para que no enturbiara
el curso de la vida
ningún peligro ajeno,
y hablaban con los astros
en una lengua antigua,
renovando tratados
de paz y de bonanza.
Al más viejo de ellos,
al que llamaban Aire,
por ser sabio y prudente
le pedían consejo,
y sus palabras eran
apacibles y bellas
como campo poblado
de blancas mariposas.
Así fue hasta que un día
sus ojos encontraron
las formas más perfectas
y perdió la cordura
ante aquella muchacha.
III
Ella debió nacer
del amor de los dioses.
¿Cómo, si no, explicarse
el poder de sus ojos
tan de color violeta?
Nunca se vio criatura
tan mimada y querida
por la Diosa Belleza.
Las luces de la tarde
quedaron eclipsadas
a su paso, y se hicieron
alfombra para ella.
¡Nunca hubiese llegado
al ágora la joven,
nunca la hubiese hallado
en su camino Aire!
IV
Los dedos del anciano
jugaron con las gasas,
para hacerle volar,
como si fuese un juego,
su túnica-paloma,
y aquella carne-niña
permitió el galanteo
con la risa vertida
por toda su estatura.
Para entonces ya era
rendido prisionero
del cuerpo no estrenado.
V
Los muchachos volvían,
después de la olimpiada,
festejando con vítores
al joven vencedor.
Su cabeza de espigas,
ceñida de laurel,
sus músculos perfectos,
que el sol acharolaba
de sudor y victoria,
captaron la atención
de la hermosa doncella.
Él le dio su corona,
ella su amor primero
y un beso que volaba
cual cinta de tisú.
VI
Aire enfermó de celos
y derribó al invicto.
Cegado de locura,
hizo estallar su furia,
huracán que doblaba
al más recio arbolado,
y levantó murallas
de agua embravecida,
que rompieron el mar
contra los arrecifes.
Con la llaga sangrante
de aquel amor tardío
volvió a por la muchacha.
VII
Se deshacía en llanto
la enamorada joven
-rojo almohadón su pecho
para el trigal sin vida-
cuando el anciano Aire
la raptó impunemente.
Y delante del templo
de la Diosa Afrodita
se sintió penetrada
por la daga del hombre.
En su carne se abrieron
internos corredores
y ya desfallecida,
con el cuerpo sembrado
de pequeñas ventanas
por las que circulaba
violentamente Aire,
-matrices que alumbraban
a sus hijos, Los Vientos-
se le escapó la vida
sin llegar a entender
lo que le sucedía.
Aire se remansó,
postrado ante la joven
y gimió, como un niño,
por el juguete roto,
hasta que se apiadaron
las sombras de la noche
y pararon por siempre
la arena en su reloj.
VIII
Desde el instante mismo
en que tomaron vida
ya se odiaron los Vientos.
De la envidia fraterna
y el ansia de reinar
nació la oscura Guerra,
domadora de ancianos,
caníbal de la infancia,
inmensa sombra parda
que al país trajo luto
y llenó de congoja
los vientres femeninos.
Detrás de las ventanas
desfalleció la risa.
Huyeron los jilgueros
y con ellos volaron
la feliz Alegría
y la bella Esperanza.
IX
Y Paz, la que bordó
terrazas y jardines
con flores exquisitas,
puso en sazón la mies
y desplegó en los campos
los poemas de hierba,
la que prendiese estrellas
al manto de la noche
y destellos dorados
al azul de los días,
al fin fue derribada.
Al verla tan contusa,
tan reguero de sangre,
el reino sucumbió
herido de tristeza,
y todo se hizo yermo.
De tanto sollozar
se quedaron sin lágrimas
los ríos y los mares.
X
Lo que fuera vergel
se doblegó al instinto
del fuego y de la hambruna.
Aquel reino no era
el que se disputaban
los Vientos intrigantes,
para qué lo querían
si era un pobre país
en el que no se hallaban
naranjas ni ciruelas,
ni ancianos que supieran
dialogar con los astros,
ni chiquillos alegres
que entonasen canciones,
si por no haber no había
ni trono, ni corona.
Cuanto allí no encontraron
los Vientos y la Guerra,
decidieron buscarlo
en remotos paisajes.
XI
Hechos furia partieron,
se adueñaron de todas
las rutas existentes
y desde entonces vagan
desbrozando el planeta.
Esperan el momento
propicio del ataque.
La tierra está cubierta
de largas cicatrices,
pero no han de ganarnos
el combate diario
mientras sigan latiendo
Paz, Esperanza y Vida.
Para bien de los hombres
y mujeres del mundo,
ellas fueron salvadas
por un niño de plumas,
que en su gruta secreta
les cura los zarpazos
con paciencia, melaza,
y el yodo que atesoran
en sus pechos de madre
veinte sirenas tristes,
heridas por la daga
de las muertes filiales.
Poema ganador del XVIII Certamen de Poesía Villa del Escorial "María Fuentetaja" 2009.
Juan Calderón Matador es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.