Cuando llegué a este
pueblo costero del sur de Andalucía, no sabía muy bien que me depararía; había
terminado mis estudios de Técnico Especialista Administrativo. Mandé mi
currículum solicitando plaza a varias empresas y tuve la suerte de que me
acogieran en “Escuela de Navegación”, esta es una empresa que se dedica, entre
otras cosas, a impartir cursos de náutica diario dando las clases
correspondientes y conseguir la licencia
de navegación para el manejo de embarcaciones, y también a la reparación de
toda clase de barcos deportivos. Yo no tenía ni idea de eso, pero no importaba,
lo mío era la administración en oficina. Todo me resultaba nuevo y
extraordinario, poder ver el mar todos los días, que tanto me gusta, yo que
vengo de una ciudad de interior donde el mar, los ríos, lagos o lagunas brillan
por su ausencia, al llegar a ese pueblo costero me llené de ilusión y también
de incertidumbre.
Llegué a mediodía a la
estación de Sevilla y no había otra combinación que la de un taxi que me
acercara hasta el pueblo, sólo era una hora y media, de manera que llegaba a
eso de las cinco. Mi horario laboral para empezar era de media jornada, las
tardes las tenía libres. Tuve la suerte de encontrar un piso de 60 m2, con un
alquiler no muy caro que podía sostener.
Al día siguiente de mi
llegada era viernes y yo debía de empezar el lunes; me presenté en la empresa y
me di a conocer, en principio me parecieron gente agradable y simpática, pero
es que por lo que iba conociendo los habitantes de ese pueblo eran todos así.
Al encontrarme allí, me
di cuenta de que mi vida estaba tomando un nuevo giro, tenía curiosidad de
conocerlo todo y empecé a caminar por las tardes (ya que no trabajaba) por el
centro de la ciudad y conocer su historia a través de sus monumentos y
edificios, me pareció una ciudad preciosa, sus calles, sus plazas y sus
terracitas con sus mesitas en la calle bajo los toldos y sus bancos para
sentarse, me pareció muy acogedora. Pero al cabo de unos días de pasear por el
centro y recrearme con sus maravillosas vistas, pensé que también tenía que
tener una población más humilde y no con edificios tan suntuosos, algo muy
corriente en otros pueblos; de manera que decidí callejear por otros distritos
y de esa forma, me adentré en la Barriada del Rocío. Caminaba despacio, sería a
media tarde, había comido en mi pequeño apartamento y no me apetecía para nada
pasarme todo el tiempo viendo la tele. Observé que eran pisos bastante más
modestos, había cuerdas de una ventana a
otra con ropa tendida, esto no era lo que había estado viendo esos días atrás
por el centro de la ciudad, pero no importaba, seguí caminando.
Nunca sabemos que nos
podemos encontrar en un sitio desconocido como para mí era ese pueblo. Caminaba
despacio, sin prisas y de pronto me llamó la atención un niño de unos seis o
siete años, que miraba a la calle a través de los cristales de una ventana, su
mirada me pareció triste, como si tuviera ganas de volar de aquel encierro. Le
miré, le sonreí y le saludé con la mano. El niño al percatarse de mí que estaba
en la acera, se echó para atrás un poco asustado, aunque no quise darle más
importancia, no obstante me llamó la atención y despertó mi curiosidad. Más
tarde me dirigí hacia mi vivienda sin dejar de pensar en ese niño. Aquella
noche me costó de coger el sueño dándole vueltas a la cabeza.
Como no podía ser de
otra manera, a la tarde siguiente me encaminé otra vez a pasear por aquella
calle, estando completamente segura de que el niño ya no estaría en la ventana.
Pero cual no sería mi sorpresa cuando vi que el niño continuaba allí, como si
no hubiera pasado un día. Me quedé junto a su ventana, le sonreí y le saludé
con la mano; ahora no se echó para atrás, pero no logré arrancar de él una sola
sonrisa, que extraño. Era tal la inquietud que me produjo que decidí pasar de
nuevo un tercer día y la situación era la misma, el niño permanecía tras los
cristales, inactivo, con una triste mirada, como deseando volar y salir de
aquel en principio encierro. ¿Y sus padres, dónde estaban? Me pregunté. Había dado un gran paso,
conseguí que el niño me sonriera y me saludara con su manita. Pero a decir
verdad, todo esto no me parecía muy normal, tomé la decisión de permanecer por
allí, y me quedé merodeando, a ver qué es lo que pasaba con el niño y quien se
hacía cargo de retirarlo de la ventana.
Pasada las ocho de la
tarde un coche algo viejo aparcó en la puerta y bajaron de él un hombre y una
mujer, el niño al verlos saltaba de alegría, se dirigió hacia la puerta de
entrada y nada más abrir se abalanzó sobre ellos abrazándolos y besándolos,
estos correspondían por igual. Pensé que esa pareja debían ser sus padres y por
la manifestación de cariño que se mostraron, no debía de haber desamparo hacia
el pequeño, pero entonces, ¿por qué estaba encerrado? La cabeza me daba vueltas
intentando ver algo que fuera coherente, y nuevamente llegué a casa sin ninguna
idea clara.
A la mañana siguiente
en el trabajo se me ocurrió preguntarle a una compañera si conocía a un niño
que todas las tardes permanecía encerrado en una casita en la Barrida del Rocío
mirando por una ventana al exterior; mi compañera se encogió de hombros dándome
a entender que no sabía nada. Más tarde probé suerte con un compañero que era bastante
simpático y tampoco tuve suerte no sabía nada. Además, andaba esa mañana muy
liado con la reparación de dos motos agua y una lancha motora, me comentó que
tenían que estar listas para el fin de semana y era miércoles. Aunque me
advirtió que mejor no caminara por ese barrio, era algo peligroso.
Todo ello no me hacía
sentir más conforme y no se me iban de la cabeza y del corazón los ojos tristes
del pequeño. Decidí volver de nuevo al día siguiente. Por la mañana acudí al
trabajo como de costumbre, ahora no le comenté nada a ninguno de mis
compañeros, aunque a decir verdad yo no tenía muy claro esa situación y he de
reconocer que al niño se le veía muy feliz cuando aparecieron aquella pareja
que intuyo debían ser sus padres.
El pequeño se acostumbró
a verme y yo no podía pasar sin verlo, creo que nos hicimos amigos, él desde su
encierro y yo desde la calle, le hablaba con gestos y creo que de alguna manera
aquel peque me entendía. Cuando vi acercarse el coche pasada las ocho, me alejé
un poco, no quería que me vieran delante de su puerta observando al crío. Vi
que por la acera de enfrente donde me encontraba, caminaba una anciana en
dirección hacia mí, poca gente pasaba por allí y al cruzarse conmigo hizo un
comentario en voz alta, creo que a propósito para que la oyera:
-Ya se alegra Manué,
han llegado sus padres, ya tiene otra carita. Y siguió caminando, pero a mí me
picó la curiosidad y anduve unos pasos tras ella, hasta alcanzar a la anciana:
-Perdone señora, ¿Usted
conoce a ese niño?
-Pues no he de
conocerlo mi niña, es el hijo de Manué el pescaor y de Rosario la Isleña. A las
ocho de la mañana dejan al niño en la escuela y se marchan a la pesca del atún
y regresan al anochecer, el pobre niño se pasa toda la tarde solico.
-Gracias señora. La
anciana siguió su camino, y a mí se me quedó en la mente esa frase de “el niño
se pasa toda la tarde solico” ¿Podría yo hacer algo por esa criatura? Me
preguntaba. Me armé de valor y al día siguiente cuando sus padres llegaron los
abordé:
-Perdonen mi interrupción.
Les estreché la mano y me di a conocer, mi nombre es Isabel y trabajo en la
Escuela de Navegación que se encuentra ubicada en el puerto por si quieren
información mía. Es que paso por aquí todos los días y veo a su hijo…No pude
terminar porque la señora me cortó:
-¡Ah! Usted debe ser
esa joven que se para delante de la ventana durante un buen rato y le habla
desde la calle, Manué nos ha hablado de usted.
-Verán, he pensado que
si a ustedes no les importa yo podría hacerme cargo del niño por la tarde a la
salida del cole. No me contestó, la señora un poco extrañada miró a su marido
que no había dicho nada hasta ahora.
-¿Pero como que usted
se haría cargo?
-Sí, yo lo recojo del
cole a las cinco y me lo llevo al parque hasta la hora que ustedes vuelven. Ahora
fue el hombre quien miró a su mujer y dijo:
-Déjenos que lo
pensemos y ya le decimos algo.
-Creo que sería bueno
para el niño, se le van los ojitos a la calle detrás del cristal.
-Señorita, es que
nosotros venimos ya muy cansaos y no podemos salir a pasear a estas horas,
aunque bastante lo sentimos porque nuestro hijo es muy bueno y cuando nos ve
llegar salta de alegría.
-Eso ya lo he
comprobado, pero no obstante permítanme que insista, puedo hacerme cargo de él
por las tardes puesto que las tengo libres.
-Mañana le decimos.
–Sugirió la madre. No quise insistir más no vaya a ser que pensaran que yo
tenía alguna intención perniciosa, y la verdad, nunca más lejos. Al fin y al
cabo para el día siguiente no faltaba tanto.
La mañana la pasé
intranquila ya que no sabía cómo iban a responder los padres y yo percibía que
el niño estaba necesitado de libertad, me parecía un pajarillo enjaulado. Y
llegó esa tarde que a mí me pareció interminable y al llegar, como siempre, el
pequeño se echó en brazos de sus progenitores y después de ese reconocimiento
la mamá le preguntó:
-Manuel hijo, ¿quieres
que Isabel vaya a recogerte al cole y os deis un paseo por el parque? El niño
no dijo si, con la cabecita agachada y sin mirar a nadie asintió. Creo que lo
estaba deseando.
A la tarde siguiente
fui a recogerlo a la puerta de su cole, le miré y me miró, sonreímos, nos
cogimos de la mano y caminamos hacia el
parque, de vez en cuando me miraba y me sonreía, era su forma de agradecérmelo
y yo me sentí tan feliz o más que él. Cruzamos una calle que había un carrito
de helados le pregunté si quería uno, me dijo si moviendo su cabecita y sin
atreverse a mirarme. Al llegar al parque, me senté en un banco y él se sentó a
mi lado, al terminar su cucurucho le limpié su boquita y me preguntó si podía
ir a los columpios y jugar con otros niños. Me sentí feliz al observar que
Manuel no era un niño cerrado y quería abrirse a los juegos y hacer amigos con
otros niños, me sentí dichosa de verlo a él alegre, cuando lo dejaba en casa al
anochecer se abrazaba a sus padres contento contándoles lo que había hecho y
los amiguitos que había conocido. Sus padres me miraban con una mirada de
agradecimiento. Fueron muchas tardes las que conviví con Manuel y pude
conseguir que cambiara su pequeña vida de encierro, nunca vi a un niño tan
feliz, de camino a su casa me daba la mano y me sonreía, pero por mucha
libertad que él encontró en aquellos paseos no fue nada a lo que este peque
aportó a mi vida, con sólo verlo disfrutar, el corazón se me llenaba de ilusión
y de energía y el tiempo que permanecí en aquel pueblo costero y la amistad de
aquel niño, Manuel, marcaron mi vida para siempre.
Manuela
Lorente Lax es miembro de la Unión Nacional de Escritores de España.