Despertando en la playa
No quería imaginar cómo había llegado hasta allí. Era verano, de eso estaba segura, por el
insufrible calor reinante. No deseaba que hubiera llegado ese día, bien lo
sabían los dioses, y tampoco tenía la certeza de que fuera una jornada u otra
de ese mes tórrido en Pompeya, más agobiante que ninguno, con olor a azufre
constante en el aire.
Las últimas jornadas eran pesadas y el cielo se volvía
plomizo cada tarde, hacia el crepúsculo, envuelto en nubes densas de color
blanco y gris, sin la luminosidad clásica del estío en su querida ciudad. El
sudor caía a chorros en todas las frentes al hacer el mínimo esfuerzo, incluso
durante la noche, donde a veces costaba respirar.
Claudia acababa de despertar y su boca sabía a sal y a
arena, pero no se animaba a levantarse, dolida en la cintura y en las piernas.
Estaba echada, desde luego, sobre tierra mojada. Quemaba el sol y se derramaba
en la lejanía, según podía atisbar al entrecerrar sus pupilas, sobre afilados
acantilados de pizarra, y las gaviotas chillaban muy cerca, reclamando comida
en su particular lenguaje casi humano.
Ella debía estar en la playa, inexplicablemente, pues los
arenales de Pompeya, plagados de conchas de moluscos y algas, estaban alejados
de la urbe y apenas nadie, al margen de los pescadores y sus familias, los
frecuentaban. Sus pies se hundían en la arena y las olas le lamían la cara en
una sensación rítmica de bamboleo y humedad.
Estaba exhausta, mareada y somnolienta, sin saber por qué
motivo. Exhalar alguna mota de aire le costaba un mundo, como si llegara de una
carrera loca por el confín de la tierra y de los mares. Iba recordando a duras
penas, a retazos, sin ilación. Sentía los labios cortados, abrasados por la sed
y la sal, además de doloridos. La espuma se arremolinaba bajo su cuerpo y la
arena la llevaba de una postura a otra, escarbando entre sus manos y sus pies.
El vino de las tinajas en aquella vivienda a la que había
acudido con su familia—podía rememorar— corría por las copas de cristal y
estaño, mientras la música del arpa y de las flautas inundaba el comedor donde
su prometido celebraba la última victoria militar, obtenida en tierras
hispanas, un mes antes, al inicio de la primavera, cuando los torrentes
empezaban a reventar en sus lechos helados en aquella tierra casi despoblada,
tomada por el bosque y los animales, donde los celtas habían resistido muchos
meses, con tácticas de guerra peculiares.
Los comensales de Pompeya, hombres y mujeres jóvenes,
recostados del lado izquierdo o con la cabeza apoyada entre almohadones, sobre
divanes tapizados de blanco, mojaban pan de trigo traído de Formentera, una
isla lejana, de buena corteza, en las salsas de leche fermentada y de pimienta,
alternando con uvas, nueces y piñones
las aves asadas en su jugo. No faltaba el garum, que aderezaba casi todos los
platos con su potente sabor salado, concentrado de marisco y pescado de la
zona.
Los hombres, pulcramente afeitados por sus esclavos con
anterioridad, comentaban batallas, conquistas y discursos, con sus resplandecientes
túnicas ligeramente manchadas de vino y especias, mientras se llevaban a la
boca tajadas de venado o de sardinas horneadas. A veces reían a carcajadas, en
medio de la seriedad de sus asuntos, por el comentario sobre alguna anécdota
bélica.
Las campañas militares siempre dieron mucho juego en las
cenas y reuniones de sociedad. O eso le parecía a Claudia, en especial por las
palabras de su padre cuando se cruzaba con él en la casa, siempre tan apuesto y
bien vestido, con la estola inmaculada, de continuo empleando las palabras
exactas, con una memoria providencial.
Las mujeres presentes en la fiesta, peinadas con
extraordinarios rizos superpuestos, que las esclavas trenzaban pacientemente
con sus tenacillas humeantes, se mostraban entre sí las joyas familiares que
portaban a docenas, los vientres de embarazo, o la pasta cremosa de sus caras y
brazos, que disimulaba granos y manchas de la piel, en medio de confidencias y
risas. Se habían vestido primorosamente para ese banquete que se celebraba en honor
de ella, de Claudia, a la que conocían desde pequeña, aunque ella no recordaba
el nombre de todas.
El agua de mar, que espumaba sin tregua, estaba fría y, por
instantes, caliente, según la afluencia de las olas, en un ritmo cadencioso y
sonoro. Pocas veces en la vida llegaba Claudia siquiera a mojar los pies en esa
agua azul y blanca y, desde luego, no había bebido una sola gota del vino
servido durante la cena, aunque a su alrededor, las matronas reían, bebían y
comían despacio, felizmente, en un ritual de platos y fuentes de fruta y carne
aderezada, disfrutados a placer, tragados con delectación.
Podía recordar si no las caras de las damas asistentes, o
sus nombres, dobles, pertenecientes a buenas y adineradas familias de la ciudad
y de la comarca, sí las esencias de sus perfumes que cada una de ellas llevaba
sobre los escotes de sus túnicas, al lado de fíbulas de oro imitando perlas,
dragones o peces.
Claudia llevaba algunos años aprendiendo con su esclava las
combinaciones más olorosas de bergamota,
limón o rosas, destilando flores, machacando hojas, hirviéndolas y dejándolas
secar, para conseguir la esencia más genuina y deliciosa que durara en la nariz
y pudiera conjuntar con el olor propio de la persona que lo portara.
Ella permanecía ese día en aquella mansión del banquete fascinada
por la música de los flautistas y el ruido de las cucharas en los caldos
sabrosos de carne o gambas, divertida por las carcajadas de los jóvenes y las
medias palabras de las muchachas, tan nerviosas, oliendo a romero, a esencia de
moras y avellanas.
Los hombres vivían en su mundo, relatando las penurias, las
glorias y las maravillas de las tierras lejanas conquistadas, donde vivían
gentes primitivas, aborígenes que hablaban lenguas extrañas y adoraban las
peñas, los sembrados, la noche, el día, los ríos…, la naturaleza en fin, en
todo su esplendor.
Las mujeres charlaban sobre la intendencia de sus hogares,
sobre las habilidades de sus hijos, sobre el divorcio de este o aquel
matrimonio, finalmente disuelto. Eso es lo que Julia no querría: divorciarse,
ni tampoco casarse, por cuanto una boda,
su boda, suponía la obligación de recluirse en casa para siempre y ella
aborrecía unirse al yugo de un esposo al que no sabía ni quería amar o conocer.
A muchas damas las conocía de las fiestas Saturnales, las
del diecinueve de diciembre, con el intercambio de regalos, en que su madre
abría la casa para que vecinos, parientes y amigos visitaran su casa, la linda
morada que en breve, cuando se casara, tendría que abandonar para ir a la de
Flavius. Ojalá Minerva no lo permitiera.
Pensaba, recordaba y
las lágrimas acudían a sus ojos con melancolía, dolorosamente. Tal vez si le
amara estaría deseando vivir con él, quizá podría atisbar un calambre de deseo
imaginando el resto de la vida junto a ese legionario de casco plúmbeo, pero
nada de eso ocurría y el valor sentimental de su propia casa era demasiado
fuerte y arrasaba su alma.
Nunca amaría a un general de las legiones, por muy famoso
que fuera, por mucho que su padre ponderara sus hazañas en la guerra y su madre
le restregara su apostura y bienestar económico. Había leído Claudia, en sus
escasos y maravillosos paseos matutinos, seguida de su criada, unas frases en
las tapias de los huertos cercanos a la playa, en las casitas bajas que olían a
pescado y a sal, donde las esposas de los pescadores cosían las redes bajo el
sol de marzo, con toda la luz del Mediterráneo rebotando en las rocas,
sembradas de gatos aullando y durmiendo. Eran unas frases vergonzosas y
extrañas sobre si Marcelus ama a Paulus o a Julia, sobre si Martinus persigue a
Tiberius por las tabernas del extrarradio
en las noches de agosto.
Se contaban tantas historias sobre los legionarios…Muchas
legiones griegas estaban formadas por parejas de soldados amantes, todo el
mundo lo contaba en la ciudad, de soldados que luchaban y dormían juntos, que
morían y caían juntos en la batalla. ¿Amaría Flavius a alguno de sus compañeros
de armas? Tampoco eso le importaba demasiado.
Él había estado peleando también en La Galia, junto a
Hispania, allá lejos, al otro lado de las altas montañas, ampliando los
confines de Roma, luchando contra bárbaros que hablaban con palabras extrañas y
adoraban a otros dioses, pero que seguramente cultivaban sus huertos y cuidaban
sus animales, siendo felices y en absoluto culpables de no pertenecer al
Imperio. No merecían, a su juicio, morir o convertirse en esclavos por defender
su palmo de tierra.
Por otra parte, nadie debería invadir nunca Pompeya, la
ciudad de renombre donde las familias pudientes pasaban el estío refrescándose
con la brisa marina, con el húmedo viento del sur que alborotaba el cabello por
muy sujeto que estuviera, y a veces volvía locos a los caballos en su trotar.
En los últimos días se habían sentido algunos temblores en la ciudad y las
casas parecían haberse movido, al decir de la gente, medio paso o dos. El
suministro de agua se había cortado la semana anterior y un líquido con olor a
huevos podridos había escapado por el caño de la fuente. Ella lo había visto
mientras las sirvientas llenaban las cántaras.
Claudia escapaba muchos días de casa, a horas en que sus
padres descansaban tras la comida de medio día, paseando bajo los balcones
cargados de claveles, con las esclavas
más afines, y se colaba en el mercado donde disfrutaba con los puestos de fruta
y verdura, con los de pescado fresco, del día, con las almejas y gambas recién
cogidas de las arenas y las mujeres que ofrecían su género a gritos.
Le encantaba comer melocotones, de los de un cuarto de
sextercio la docena, con toda su piel, mirando la costa, mordiendo esa cáscara
de pelusa amarillenta e imaginando los monstruos, héroes y gentes que poblarían
la enorme extensión de agua salada que se mecía ante ella. Si no había
melocotones en el mercado, compraba un buen racimo y lo comía uva a uva,¡
qué goloso deleite la vista de las viñas
a la orilla del océano, sobre el pavimento cuadrangular!
La vendimia estaba
preparándose por toda la ciudad, y la mitad de ella, la agrícola, no la
pesquera, se volvía loca pensando qué viñas empezar a abordar y con qué brazos.
Qué variedad de uvas se recogería primero y se llevaría al lagar de cada casa.
En la suya habían llevado ya varios carros y todo el zaguán y la calle
empezarían muy pronto a oler a zumo fermentado, aplastado por decenas de pies
de libertos y criados, untoso, suave y luminoso como el amanecer sobre las
olas.
Si no había melocotones de temporada, Claudia se decantaba
por los higos, pura miel en su corazón dulce, tomados de uno en uno con agua
fría o en empanada, como un pastel dulce, para toda la semana.
Del mercado pasaba al foro, demorándose bastante, a veces
demasiado, consiguiendo la riña posterior de su madre al entrar en casa. El
foro era un mundo en miniatura, con oradores, músicos, pintores y hombres
disputando, en realidad dialogando sobre política y reglamento urbano. Claudia
escuchaba los discursos embelesada, imaginando cómo sería el gobierno de su
ciudad amada, cómo podría ordenarse la construcción de nuevas calles, su
limpieza, su recogida de basuras, su gobierno.
Las mujeres jamás intervenían en esas pláticas pero tenían la clave del mejor modo de gestión
local. Lo había escuchado de ellas. Ciertas calles deberían tener un sentido y
otras el contrario. Las fuentes debían incrementarse y el tráfico de carros
debía restringirse más a las horas de la noche, para no seguir incrementando el
número de atropellos a viandantes. El Senado municipal, según palabras de su
padre, no era limpio ni honesto y gastaba el dinero en intereses particulares.
Los niños jugaban en las calles de Pompeya tras su estancia
en la escuela. Claudia los miraba como divisaba el océano mientras devoraba
futa, con la pasión de la futura maestra, de la futura madre, empeñada en que
jugaran con orden y alegría sin peleas excesivas, sin destrozar paredes ni
arbustos con su bola de trapos envueltos al que pateaban por todas las
esquinas.
Tres días antes las uvas tenían un polvo oscuro en su
pellejo y la vista se perdía turbia en la lejanía, como si hubiera cenizas
disueltas en el aire, cual piedras machacadas, en especial en el templo a Isis.
Incluso el pan sabía ácido, como a lámina de metal oxidado, cuando salía del
horno, donde continuamente se cocían pastelillos dulces y salados, rellenos de
queso o espinacas. Pompeya cada vez era más grande y los recintos amurallados
se desbordaban cada década, tras casas y tabernas.
Ella no tenía casi nunca demasiado apetito. Las grandes comilonas,
siempre tan sociales, no agradaban a su delicado estómago, que tenía prisa por
empezar a cenar y prisa por acabar y mover el cuerpo, cansado de posturas
reclinadas, agobiado por el reposo obligado durante horas.
Pero era obediente a sus padres y a las conveniencias, por
supuesto. Las pompeyanas sabían cuál era su deber en cada instante. Había que
gestar hijos e hijas para el Imperio, traerlos al mundo y educarlos un lustro y
medio. Solo que las futuras madres tenían también sus ansias y contradicciones
y Claudia quería aún disfrutar de su libertad, de la naturaleza, de las
montañas, del mar, de su familia, de su esclava griega, tan culta, que conocía
los secretos de todos los perfumes y
traducía al latín textos atenienses y egipcios, de las amigas, de jugar a enamorar
a este y aquel vecino, tan apuesto, en la distancia.
En mitad del banquete, mientras un grupo de danzantes
orientales se preparaba para exhibirse al ritmo de panderos e instrumentos de
cuerda, tal vez a la hora y media de su inicio, se oyeron varios estampidos
afuera, como de piedras despeñándose, en medio de un gran estrépito, mientras
los esclavos portaban aguamaniles y jarras de agua para lavarse las manos los
comensales, en espera de un nuevo plato de legumbres secas con setas medio hervidas.
El matrimonio de Claudia y Flavius, el muchacho que las dos
familias le habían asignado, estaba arreglado por ambas familias, como siempre
fue la costumbre. Ella nunca hubiera
elegido un soldado como compañero, ni un hombre de letras, tampoco un marinero
que recorriera las costas sur y norte del Mare Nostrum vendiendo telas o
potes de cocina, pero por obediencia paterna no se había opuesto a unirse a un
militar de prestigio, valiente donde los hubiera, al que precedía su fama de
gran estratega, pese a su juventud, de atleta cultivado en Roma, de tez blanca
y, en contraste, gruesa mata de pelo oscuro.
Claudia espiaba a Flavius con el rabillo del ojo mientras
todos hablaban y tragaban, una copa de vino y otra, sin percatarse de su propio semblante adusto.
Estaba molesta por afrontar su inminente boda a sus veinte años, cuando le
seducía leer, cantar, probarse túnicas nuevas, visitar la cocina y picar de los
sabrosos platos ante el reproche mudo de los criados y de su madre, montar su
yegua y alejarse de la casa hasta los confines de la urbe, vislumbrando el
puerto de su ciudad, abierto al viento del oeste, donde los veleros de pesca se
mecían con la brisa, bien anclados en las aguas transparentes o depositados en
la arena de la playa..
Una sola vez había cruzado durante el banquete su mirada con
Flavius y él le sonrió un instante, como si quisiese ganarse
su confianza. Estúpido soldado envanecido…Le gustaba tanto como le temía y
olvidaba.
Claudia iba vestida de algodón resplandeciente con diadema
de seda verde en el cabello, sin las joyas que las mujeres casadas que rodeaban
a su madre lucían exageradamente. Ellas, además a la media hora de iniciarse el
banquete, ya comentaban temas lascivos tapándose la boca y hablando muy bajito.
Las muchachas se morían por escuchar sus secretos, pero las madres no solían
compartir cuitas íntimas con sus hijas.
Flavius había llevado al banquete su casco de guerrero y lo
mantenía a su lado, lo que le recordaba a Julia su condición de militar, que no
cuadraba con el espíritu pacífico de ella. Era bastante alto y sus sandalias de
cuero trenzado albergaban grandes pies, entrevistos furtivamente. Se reía y
hablaba con moderación, pero su actividad era la guerra. Nadie lo podía obviar.
Claudia se preguntaba por qué sentía ella tal aversión al
matrimonio con ese hombre o con cualquiera. Por qué le atraía viajar, si las
mujeres no podían hacerlo, y se quedaba extasiada escuchando leyendas que
narraban su magister y su eslava personal, nacida en la isla de Creta, y las
viejas criadas. Por qué el mar, los acantilados, la costa, la navegación eran
tan sugestivos para su mente y su corazón.
Una cohorte de muchachas y muchachos descalzos danzaba con
vigor ante los invitados mientras ella intentaba contemplar al soldado que se
convertiría en su esposo en la siguiente luna, un muchacho que reía hablando
con otros jóvenes, popular al parecer, con tendencia a reír, a hablar, aunque
no a abusar del licor que emergía sin control desde las barricas instaladas en las esquinas del recinto.
Ese joven apuesto como Apolo apenas le inspiraba otra cosa
distinta de desasosiego. En casa de sus padres la vida era cómoda y agradable.
Decenas de plantas crecían en el patio interior, al que innumerables ventanas,
del primer y segundo piso, miraban con deleite, pero ella ignoraba cómo se
sentiría en su nueva casa y cuál sería su ritmo de vida como esposa.
En primavera las alondras y los mirlos la despertaban al
amanecer mientras sus magister la esperaba en la estancia junto al almacén,
donde le enseñaba gramática, mitología, cálculo, también poesía. Ah, ¡que
lindos los versos recitados sobre el amor y la primavera, sobre las cosechas,
sobre la brevedad de la vida! El canto de las chicharras se comía el silencio
de la noche estrellada, al inicio del estío, y resultaba maravilloso charlar
con las mujeres de la casa mientras caía la tarde.
Las muchachas que comían a su lado esa tarde portaban
diademas de oro y pulseras de piedras preciosas. En las fiestas de compromiso
matrimonial las invitadas tiraban la casa por la ventana y lucían sus galas con
absoluto derroche, inundándose de pies a cabeza con los joyeros heredados de
sus madres y abuelas. Calzaban las mejores sandalias y se perfumaban a
conciencia, acicalándose sin prisa durante las horas previas. Podía recordar
con nitidez los efluvios percibidos en ese banquete. Alguno le recordaba las
lilas de abril y otros el azahar intenso y blanco.
Entonces, en un momento dado, sin que nadie lo esperara,
llegó una gran oscuridad que duró algún tiempo, tal vez un minuto o dos, y se
advirtió cierto bamboleo de agua salada en sus oídos, así como una sensación de
frío y sol quemante, de calor inusitado en el ambiente.
Ya no recordaba nada más. El mundo se había parado en ese
instante y ahora estaba despertando sobre la arena dorada, más cálida que
nunca, casi tórrida. Su túnica se mostraba, extrañamente, hecha andrajos y ella
había perdido en alguna parte el anillo de oro que Flavius le había regalado
unos días antes, con su nombre grabado por dentro.
Le dolía la cabeza como si fuera de plomo y la frente le
ardía. Quizá llevaba mucho tiempo al sol. La boca le escocía y precisaba beber
con urgencia un poco de agua dulce. ¿Dónde estaba la barca o el carro que la
había arrastrado hasta aquella playa? ¿Dónde estaba el resto de los invitados
al banquete de compromiso? ¿Dónde estaba nadie?’
Levantando la vista se advertían espigas salvajes y palmeras
frondosas por doquier. Su cerebro empezaba a funcionar, aletargado. Ella
adoraba leer y esperar el fin de la siesta de julio abriendo pergaminos, pero a
las muchachas no se les prestaba ninguno con facilidad. No soportaba el sol
ardiente nunca. Además atardecía mientras espiaba a Flavius, no era medio día
como ahora, en que el astro rey estaba
quemando con saña.
Su padre le había
contado la bonita historia de la fundación de Roma. Al ser hija única, y de
patricios, había aprendido a componer las letras y a leer con Fabricius, un
anciano magister de luengas barbas blancas, muerto el otoño anterior. Estaba
pensando en tantas leyendas y narraciones mitológicas que le habían enseñado,
que llegaban y se iban de su mente, como el agua de ese mar que iba y venía,
balanceando su cuerpo.
A lo lejos, junto a la ciudad adorada que podía vislumbrar
en la distancia, el monte parecía arder y por sus laderas se desparramaba fuego
como pasta de harina oscura e hirviente,
mezclada con pimienta. Las palmas de sus manos aparecían llenas de heridas y
despellejadas, como si hubiera agarrado maderas o cuchillos con fuerza
demoniaca. Olía a chamusquina en el aire. Claudia sabía que estaba viendo
bailar a los danzarines cuando el mundo se apagó de golpe. Ya recordaba algunos
detalles. Empezaba a rememorar.
No deseaba tener
hijos. No al menos aún, pero se había guardado siempre de comentarlo a otras
personas. Sus pensamientos se yuxtaponían como locos. De hijos estaban hablando
sus compañeras mientras seleccionaban las moras más y las comían con lentitud.
Súbitamente, escuchó la voz de Flavius muy cerca, amortiguada por el ruido de las olas.
Se volvió y pudo ver su larga melena y su túnica rasgada a un palmo. Se acercó
a ella arrastrándose y le contó lo ocurrido horas antes: el volcán Vesubius había explotado de forma inesperada
y miles de cenizas ardientes habían entrado en la sala del banquete, prendiendo
tapices y muebles.
Todo el mundo había huido despavorido y Flavius la había
encontrado inconsciente bajo una columna desencajada, le contaba. La había
llevado en brazos hasta una barca y habían huido ambos con otras personas
océano adelante, alejándose. Después el bote había naufragado por un pequeño
maremoto que los derribó a todos. Él la había sujetado luego a un trozo de la
quilla del barco y habían pasado ambos horas a flote, tiritando de frío, hasta
llegar a la playa.
Miró muy de cerca a ese muchacho guerrero, que estaba herido
por todas partes y lleno de andrajos también. Jamás había necesitado tanto como
en ese momento abrazar al alguien, en
especial a aquel joven, que, al parecer, la había ayudado a escapar del fuego
que inundaba la montaña. Tomó su mano trémula y la besó. Estaba salada y
caliente. Parecía una mano viva y fuerte, aunque ensangrentada. Era la primera
vez que se sentía unida a él de una manera sutil. Desvarió juntando imágenes.
El agotamiento estaba cambiando su percepción de las cosas.
Anhelaba saber la suerte de sus padres y hermanos. Pompeya parecía arder entera
a lo lejos, como sumergida en un mar de fuego. Se esforzó por levantarse y
ayudar a hacerlo a Flavius, que había caído en un sopor delirante, tras
contarle la increíble peripecia de escapar milagrosamente del banquete y
naufragar después. Claudia consiguió levantarse
y arrastrar al muchacho hacia la zona de sombra. Un fragor de piedras
chocantes se elevaba al cielo en la distancia, pero no se escuchaba ninguna voz
humana. Lavó la cara y las manos de Flavius con el agua revuelta del mar. Le dejó descansar.
La soledad no la aterraba tanto como la visión de su ciudad
abrasada en la distancia. Pensó con dolor en sus padres, ignorando su paradero.
Le preocupaba su prometido, la única persona a la que podía asirse, hablar, y
que, de repente, tras haberse explicado, no despertaba. Era el compañero que le
habían destinado los dioses. Le despertó suavemente. Debían encontrar refugio,
agua, algún alimento y sombra. A ambos no les quedaba nada, salvo una sola certeza:
debían seguir huyendo del volcán.
La Paz
“El dolor es la dignidad de la desgracia”.
“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a
nadar como los peces; pero no hemos aprendido el
sencillo arte de vivir como hermanos.”
María barría el umbral de la puerta de la calle. Víctor, su hijo, había estado recogiendo trozos sueltos de chatarra para unirlos al montón que su padre trasladaba en el carro. Hierro viejo era lo que sobraba en Madrid, en el otoño duro de mil novecientos treinta y nueve, pero no comida. Después del caldo de alubias de mediodía, el muchacho había salido de Tetuán, su barrio, para contribuir de alguna forma a los ingresos familiares. Le entraba el agua helada de los charcos en sus viejos zapatos agujereados. Había llovido mucho durante la mañana. Los pondría en el balcón la víspera del día de Reyes, por ver si los Magos querían regalarle unos nuevos con cordones de algodón y suela recosida. Tal vez tuviera suerte ese año en que la guerra había acabado, y la paz se desperezaba medio muerta.
Había cruzado las callejuelas sórdidas, perdidas entre manzanas de viviendas baratas y nauseabundas, cercanas a la plaza de toros cercana, casi destruida por las recientes bombas. Esa zona era conocida como el basurero de Madrid, el paraíso de los pobres y los traperos, que buscaban con avaricia algo de valor entre las montañas de desperdicios malolientes. Había llegado caminando hasta la glorieta de Quevedo, y se había quedado mirando a unos chicos de su misma edad, que mordían un trozo de pan untado de tomate. Jugaban a la guerra, el juego de moda entre la chiquillería, el único que habían practicado en los últimos años.
—Tú, oye, ¿dónde vas tan tiznado y con ese saco? ¿quieres jugar con nosotros?— le preguntó el más alto de todos, al ver que se acercaba.
El resto de los chicos observaba expectante. La acera aparecía sucia, rota y llena de cascotes. El frío de la tarde temprana empezaba a dejarse sentir.
—Busco hierros rotos. Sí, me gustaría jugar.
Víctor contestó sin disimulo. Comer y correr eran sus debilidades eternas. Su mejor amigo, Domingo, llevaba más de una semana en la cama, con neumonía, y los otros chavales del barrio salían con sus padres a buscar cualquier obra donde trabajar. Con trece años, ya todos estaban deseando entrar de mancebos en una tienda o ayudar como aprendices a colocar ladrillos nuevos, y derribar los viejos, en las numerosas casas destrozadas de la capital.
Había visto, meses antes, durante tres largos años, los nidos de las ametralladoras, apostados sobre sacos terreros, que los milicianos con sus pañuelos rojos al cuello, movían y accionaban en todas direcciones, enfundados sus cuerpos en monos de trabajo grises o azules. También las milicianas apuntaban con sus pistolas, tras las barreras de sacos y tablones, en empalizadas improvisadas por ciertas esquinas. De noche, el sonido de las sirenas clamaba anunciando los bombardeos en su barrio, obrero donde los hubiera, lleno de gente y ratas. Había corrido muchas veces a la iglesia con su hermana y con su madre. En una ocasión, el estrépito retumbó a muy pocos metros de la parroquia, donde los vecinos se hacinaban entre bancos cojos y reclinatorios destartalados. Lo recordaba con terror.
Su padre había peleado en el frente de la sierra, estando ausente de casa durante meses enteros. Sus amigos del barrio de Cuatro Caminos se refugiaban en el metro durante los bombardeos, en la línea número dos. En Tetuán no tenían metro ni refugios blindados, sólo la iglesia, que pensaban que el enemigo respetaría, o acaso míseros sótanos, excavados en el suelo de algunos patios, con escalones de vértigo y oscuridad helada, donde los niños de pecho lloraban continuamente por el estruendo exterior.
Recordaba con nitidez el desfile de la victoria el pasado diecinueve de mayo. Todo el mundo, los muchachos, las muchachas, sus madres, unos cuantos viejos y muchos mutilados vitorearon el paso de los soldados que habían ganado la guerra, y que acabarían con el hambre legendaria de Madrid. Se mostraban imponentes, marcando el paso. Las chicas estaban locas y gritaban sonriendo a los participantes en el desfile, lanzándoles flores y besos. Lo hacían ante el clamor de la música militar triunfante y las campanas desbocadas de las iglesias, bajo las acrobacias de los aviones en el cielo.
Después, Víctor no recordaba que hubiera habido grandes novedades. La sopa era la misma después de la guerra y del desfile, tal vez con algún trozo más de tocino flotando en el borde. Al menos desde que había llegado el fin de la lucha, probaban algo de casquería: higadillos de pollo, callos o mollejas.
Él, con toda probabilidad, no volvería más a la escuela, donde de pequeño aprendió las letras y algunas cuentas, que fue cerrada al principio de la rebelión, y que ya sólo constituía un conjunto de destruidos barracones. A su edad, no tenía más remedio que iniciarse en un oficio. Seguramente el de chatarrero, ése que su padre acababa de adoptar.
—¿Te quedas con nosotros? Necesitamos a alguien más en este bando. Estamos jugando a la batalla de la ciudad universitaria— explicó el chico de la camisa a cuadros, el de las rodillas heridas.
Todos observaban al nuevo. Correría, y seguramente mucho, con semejantes piernas esqueléticas, sobre las que se sostenía. Víctor permaneció un buen rato con ellos, fascinado. Jugó a una de las batallas en que había participado su padre. Aunque no hubo ningún bocadillo o cosa comestible para él. Había tomado regularmente pan blanco con aceite siendo niño, a las cinco de la tarde, hacía mucho tiempo. Luego ya no hubo más meriendas. Se entretuvo con los chicos, mucho mejor vestidos y calzados que él, y escapó en un momento dado, para volver a casa, asustado de lo lejos que había llegado. Su madre lo estaba esperando limpiando la entrada. Salió de la vivienda su hermana Asun también.
—Has tardado mucho en regresar esta tarde, Víctor— protestó María. Estaba tan delgada como él pero más pálida. Deja dentro el saco, anda, acompáñanos a la fuente. Y lávate allí. Te pareces a Marcos, el hijo del carbonero, que siempre va con las manos y la cara negras.
El barro, aunque quisieron esquivarlo, les comió los pies a los tres hasta que llegaron a la fuente, pintada de color rosa, construida en el treinta y dos como otras muchas, por el gobierno republicano municipal. Allí una fila larga de mujeres, la del ropavejero, la del quincallero, la señora mercachifle de tebeos y golosinas, rodeada por chiquillos mocosos y harapientos, esperaba turno. La posguerra en Madrid consistía en una sucesión de colas que hacer a cada momento.
.Filas de personas para acarrear agua, para recibir los víveres que incluía la cartilla de racionamiento, o para recoger sangre de cerdo y ternera, con la que freír algo parecido a una morcilla. Y olvidar así el hambre, el frío y el negro futuro.
—María, he oído que han creado un departamento en el ministerio de fomento para reconstruir las casas de los obreros. Se llama Regiones Devastadas. Deberíamos ir a las oficinas— propuso una vecina a su madre, detrás de ellos, anudándose el sufrido pañuelo bajo la barbilla.
—Hemos perdido la guerra. No vamos a meternos a pedir nada en la boca del lobo— comentó María, firme aunque preocupada.
—Pero los techos se nos caen. Quizá allí paguen el yeso y los ladrillos para restaurarlos. Debemos evitar el derrumbe.
—Yo no iré, Matilde. Tengo ahora más miedo a la autoridad que antes a los morteros. Y Gonzalo no querrá ni aproximarse a ninguna oficina. Se cambia de acera disimuladamente cuando se cruza con la autoridad. Ya repondremos las tejas con el material de escombro que podamos ir acarreando.
La hilera de niños, mujeres, viejos y enfermos, avanzaba despacio hasta el pretil. Se percibía mucho dolor en los rostros, por el reuma o la cefalea impenitentes. También, a veces por la tuberculosis. Resignación de pánico en las miradas. En Tetuán la destrucción se había cebado con las casuchas y sus habitantes. Todo aquel barrio era un lodazal gris oliendo a estiércol, donde los hombres escapaban al amanecer, para buscarse la vida, y volvían extenuados por la noche, quizá, si habían tenido suerte, con unas perras en el bolsillo medio roto del pantalón. Donde las mujeres parían solas o con la ayuda de la única comadrona, sobre jergones de lana, a rayas, comidos por insectos. A menudo compartidos por heridos de explosiones, o por enfermos crónicos asistidos sin medicamentos por sus propias familias.
—Mi Pedro dice que fusilan en las tapias del ferrocarril a todos los presos que tuvieron graduación militar republicana. Ten mucho cuidado, María. Se presentan por la noche y encarcelan a todo el que se haya significado en la contienda. Están revisando documentos con archiveros profesionales, depurando culpas a tiros de fusil.
Víctor escuchó la conversación tan nítidamente como su hermana. Lo había hecho a pesar de su madre, que le miró desolada, cuando se dio cuenta de que sus hijos habían oído los trágicos comentarios. Se estremeció. ¿Cuándo terminarían de temer? Los tres necesitaban desesperadamente a Gonzalo, su esposo y padre, cargado con hatillos siempre, buhonero de nuevo cuño, de sonrisa brillante y ánimo imbatible. Con él la miseria se vestía de gala. Pero esa tarde tardaba en regresar.
—¿Vas a mandar a Asun a servir? Ya puede limpiar y fregar muy bien, con quince años, pero no te fíes. Los señoritos no tienen reparos en acostarse con las criadas a la primera de cambio.
María destrozó a su vecina con la mirada. No sabía callarse ni tenía conciencia del peligro. Afortunadamente, sus hijos estaban ahora a unos cincuenta pasos de la fuente, y no pudieron oírla. Los dos hermanos habían visto llegar a su padre por la esquina, arrastrando el carrillo, famélico como el resto de su familia, igual que todos los habitantes del suburbio, y habían acudido presurosos a su encuentro. El polvo lo tiznaba por todas partes. Negro y blanco.
—Papá... Víctor corrió hasta él, con la mirada iluminada, al divisarlo desde el lado del caño en que se remansaba un hilo húmedo, verde y marrón, de agua fría escarchándose al correr sobre tinajas.
El chico se había lavado y le escocían las rozaduras. El padre, después de acicalarse, revolvió el pelo al hijo y a la hija, buscó con la vista a su mujer en la cola y se reunió con los tres.
—Vengo del barrio de Chamartín—comentó exhibiendo su sonrisa de felicidad. Han saqueado varias casas desiertas y esparcido trozos de somieres y de muebles. Mañana me acompañáis allí.
Cuando el padre y esposo regresaba cada atardecer, el resto de la familia parecía recobrar el pulso de la vida. Habían estado los tres tanto tiempo sin él, que el mundo se encendía con sus palabras y sus encargos, vistiéndose de luz. Volvieron a la exigua casa con el agua en los cántaros y el carro atestado por los nuevos trozos de chatarra y madera vieja, que Gonzalo había encontrado en descampados cercanos y lejanos. El puchero se cobijaba en una esquina del fuego, casi consumido. La madre dispuso bajo él unas pocas astillas frías y las prendió con una hoja vieja de periódico, de donde brotó una llama amarilla como una promesa.
—María— comentó Gonzalo con lentitud— de casualidad, hace un rato, he encontrado al comandante de mi compañía.
Ella lo miró advirtiendo al peligro colarse por la puerta. Se le aceleró el corazón, pero siguió intentando avivar el fuego.
—¿Te reconoció él a ti, o tú a él?— preguntó su esposa con la garganta seca.
—Yo a él, aunque de paisano parece otro hombre. Iba andrajoso y desesperado, por la calle que baja al campo de fútbol de Chamartín. No vive allí, sino en Maravillas. Su familia es de buena posición, pero piensa huir con su mujer y sus hijos a Francia esta misma noche. Hizo una pausa para ayudarla a resoplar entre las cenizas. Me ha dicho que no ha podido encontrar trabajo como pasante de notaría, que es su oficio, ni como acomodador de cine, ni como dependiente en ninguna tienda. Siempre piden informes para trabajar, y en todos los emitidos por los talleres donde ha estado empleado los últimos meses, consta que es uno de los vencidos. Ningún cura quiere expedirle certificado de buena conducta. Comen algo— siguió comentando sin prisa— porque su mujer empeña todo lo de valor que hay en la casa, y friega varios comercios ganando unas propinas. Gonzalo volvió a hacer otra pausa, y esta vez se quitó la americana renegrida. Luego buscó una chaqueta limpia en el arcón. Hoy, a medio día, me ha dicho, cuando él no estaba, unos falangistas se han presentado a buscarle en su casa, con una orden de detención que han mostrado a su mujer. Cree que volverán mañana, y entonces no podrá salvarse. Los golpistas han detenido y condenado a muerte a todos los comandantes republicanos, si no se han entregado todavía en cualquier cuartel militar.
Los ojos del hombre brillaban más que las ascuas de la chimenea. Y no era su estilo amedrentar. Parecía rememorar el pasado inmediato. El tiempo de ausencia y de metralla continua. Se colocó mejor la chaqueta de lana.
—¿Qué hacen con los capitanes?— le preguntó ella, sin conseguir que las astillas prendiesen como debían, por la corriente de hielo y pavor, que de repente sentía entre las dedos.
Gonzalo había sido capitán en la reyerta, estando al mando de blocaos y casamatas, después de haber ascendido de soldado, a cabo y a sargento, peleando en todos los frentes. En Teruel, en Brunete, en Almería. Desde luego también en Albacete. Dos cosas le habían desbordado, por encima de tantas miserias como había contemplado durante los tres años de guerra: el ensañamiento en la conquista de Madrid, retardada por los franquistas hasta el final, y la ayuda desinteresada de los soldados y cuerpo médico de las brigadas internacionales. Había hecho verdaderos amigos entre ellos y deseaba poderles pagar alguna vez semejante favor realizado a España. Aunque era muy consciente de que esos soldados extranjeros, que habían acabado hablando español con acento de Londres o Bruselas, no habían podido arrastrar a sus gobiernos respectivos para salvar la república. En cuanto al interminable asedio a Madrid, ciudad abandonada por el mismo gobierno desde muy temprano, no sabía perdonarlo. Se había pasado la guerra soñando con vencer a los enemigos y entrar él victorioso por sus paseos, buscando a María y sus hijos para celebrarlo, pero la capital se había rendido finalmente, ante la imposibilidad de rechazar a los atacantes por parte de los distintos regimientos, incluido el suyo.
Después de la derrota había vagabundeado por aldeas míseras, comiendo algarrobas, durmiendo al raso, arrastrando penalidades sin cuento. Pero agradecido, en definitiva, por estar vivo.
—Confío en mis buenas estrellas, María. Ese hijo que va a nacer nos traerá suerte. Consiguió sonreír y que su esposa lo hiciera también. La paz está siendo muy dura, pero mi nuevo oficio nos redimirá. Estoy seguro—añadió.
Ella se levantó dolorida en los riñones y en el vientre. Gonzalo era enérgicamente vital por naturaleza, y eso les hacía revivir a los cuatro. El optimismo los redimía más que la comida o el dinero que consiguiera traer. ¿De qué estrellas hablaba? De las del cielo, frías para los pobres y estáticas. O de las que ella le había cosido en la bocamanga, hacía tres veranos, en un uniforme que habían quemado en cuanto llegó a casa procedente de las trincheras, la primavera pasada, con la derrota en el alma.
—Durante la guerra, la angustia de no saber de ti y el sonido lejano del combate me destrozaban los nervios, pero ahora que puedo verte, tengo más miedo que antes— explicó a su marido.
—Mi comandante y su familia están peor —arguyó él. Hay muchas personas pasando más penurias que nosotros. No tienen techo. Están solas, enfermas o heridas. O las tres cosas a la vez.
Los hijos se habían acercado, y los contempló a placer. Siempre estaba sonriéndolos, mirándolos, esperándolos. Los había añorado tanto durante la lucha, que aún no se explicaba cómo había sobrevivido sin su familia.
—Lo he invitado—continuó—a refugiarse con los suyos esta noche en nuestra casa. Al amanecer partirán para Burgos, yendo a pie por la carretera de Francia. Quieren alcanzar la frontera.
Ya estaba dicho. Ya lo había oído María. También Asun y Víctor. No iba a ser fácil la velada, pero él no había sabido reaccionar de otra manera. Debía demasiado a su antiguo comandante. Y aunque no fuera así, no habría podido obviar el terror de un viejo camarada, al que había encontrado casualmente en la calle, a ser detenido.
—Te has arriesgado demasiado— protestó su mujer. Podías habérmelo consultado. Estás acostumbrado a mandar, pero ya no estás en primera línea. Yo habría preparado algo, de haberlo sabido.
María levantó la voz. Imaginaba a los dos hombres, con sus familias, encerrados en su casa esa noche. Mucha gente. Y presentía, sin embargo, que tal cosa no sería el único mal. Olía el peligro en la distancia. Un tufo indefinible y maligno. Un hedor a gente avergonzada de la perversidad dominante.
—Le debo la vida—explicó su marido, con la convicción de quien expresa una verdad eterna e incuestionable. Me apartó a rastras, heridos los dos, de la explosión de una granada. Es cierto que ya no estamos en guerra, perdóname. Te estoy pidiendo que hagamos sitio en la mesa a su familia y les dejemos nuestras camas. Tienen un hijo de la edad de Víctor y una niña mucho más pequeña. Van a huir para que él pueda salvarse. No confían en nadie.
La miró deseando haberla convencido. María recompuso su miedo. No quería ser la más cobarde de todas las esposas de militares derrotados. Tampoco la mujer más temerosa de su calle, pero le habría gustado serlo, porque sería más cómodo y simple. Estaba harta de padecer y ansiaba descansar hasta bien entrada la mañana, hasta que las patadas de su tercer hijo le hicieran levantarse. Así y todo, recapacitó y se dijo que se tragaría sus malos presentimientos egoístas.
—Está bien—anunció. La hermana y el chico dormirán con vosotros en vuestras camas, hijos, y nosotros en el suelo, aquí. Hay que compartir lo que se posee con los invitados, como diría vuestra abuela.
Observó luego María todo el cuarto y se paró un instante, pensando, planeando. Tenía demasiada experiencia en tomar decisiones rápidas para sobrevivir, para alimentar, cuidar a los suyos, y adaptarse a toda circunstancia. Había vivido mucho tiempo haciendo de padre y madre a la vez.
—Asun—siguió— vamos a pelar las patatas que tenía para la comida de mañana. También gastaremos los huevos de las cartillas. Víctor, consigue cajas del patio como asientos.
El frenesí organizador la había alcanzado. Su esposo pareció respirar con alivio. Feliz. Comprobando la organizada logística de su hogar él creía tocar el paraíso. Estaba en casa, junto al fuego. Salvaría a su antiguo superior, como el comandante lo había salvado a él, en el valle de Collado Villalba, de la granada del enemigo. Una vez entre otras mil.
—No sé cómo agradecértelo, María... Mi comandante no sabía qué determinación tomar. La desesperación lo devoraba. No sabía si volver o no a su casa. Entre los dos hemos reflexionado que lo mejor sería que toda la familia durmiera aquí, y partiera a primera hora de viaje— contó con gravedad. Otra alternativa que hemos descartado es que él huyera solo a Francia mañana al alba.
—Solo no debería marchar. Si algo similar nos pasara, no podría soportar que nos abandonases.
—Jamás lo haría—replicó él. No era la primera vez que mencionaban el tema. Siempre juntos habían decidido que permanecerían. Sus hijos lo habían oído también. Permanecían éstos mudos y trascendentes.
Asun y María cambiaron las sábanas de las camas. Víctor distribuyó varias cajas desvencijadas entre las sillas existentes. Los cuatro adecentaron lo más posible la habitación y la cocina, únicas estancias de la vivienda. Esperaron. Se percibían ruidos indefinidos como ecos. Los vecinos se recogían pronto. Un chiquillo lloraba en alguna parte, y un perro lejano ladraba sin parar. Llamaron a la puerta en un momento concreto. Toques fuertes y regulares en el timbre de palomilla con cuerda. Abrió Gonzalo.
—Pase, mi comandante.
—Soy Carlos, siempre Carlos, y tutéame, por favor. Estos son mi mujer, Soledad, y mis hijos, Daniel y Leonor.
Cerraron detrás de los niños, que venían con frío. Un adolescente y una chiquilla de unos siete años. No se separaban de sus padres, y éstos llegaban cargados con cestos de paja, temerosos.
—María, Asun y Víctor—presentó el dueño de la casa. Soy Gonzalo, Soledad.
Todos examinaron a todos. La esposa de Carlos miraba los platos sobre la mesa con ansia. Y el fuego vivo del hogar. Los asientos preparados, la bombilla encendida. Olor a comida caliente. La emoción por las prisas de la tarde y el recibimiento cariñoso les hacían enmudecer de torpeza y emoción.
—Vamos a cenar—invitó María.
—En casa nunca cenamos—dijo la niña, resumiendo. Mamá no puede comprar casi nada.
Era pequeña la cría, y de mentalidad diáfana.Víctor le ofreció como asiento una caja a Daniel y le sonrió cómplice. Se fijó en que éste tampoco llevaba calcetines y en que calzaba alpargatas en sus pies helados.
Soledad, agradecida, contó que supo responder con una excusa trivial a los guardias cuando vinieron a buscar a su marido, pero que desde esa hora estaba fuera de sí. Asustada y decidida a cruzar la frontera. A luchar porque los suyos siguieran unidos y tuvieran futuro. Tomaron un guiso de acelgas con zanahorias y huesos de espinazo. Habían elaborado tortillas para el menú del día siguiente de los visitantes. Se estaba caliente en aquella casa, al final. Ella y su esposo ocuparon la habitación de matrimonio. Los chicos durmieron en el comedor cocina, en la cama de la izquierda y las chicas en la de la derecha. Gonzalo y María se tendieron entre ambos lechos, sobre el suelo frío, con su manta raída.
Los niños cayeron rendidos y ellos se besaron con la locura de siempre, para darse calor y espantar los temores. Espiaban a veces por encima de sus cabezas el sueño de las criaturas. No se perdonarían nunca que cualquiera de ellas descubriese su abrazo. La única colcha cubría la cama doble, tapando al comandante y su mujer.
Después, en el silencio largo y profundo de la madrugada, María se despertó con pesadez en la tripa. Malos presagios. Sequedad en la boca. Estómago de punta. Decidió acercarse al retrete del patio y luego tomar un poco de aire en la calle. Era una locura ir afuera con semejante relente, pero así espantaría los calambres. El embarazo la impelía en ocasiones a hacer cosas insospechadas, como salir a la calle en plena noche. Gonzalo escuchó el golpe seco de la puerta, extrañado. No había advertido que su mujer escapaba de sus brazos.
María se aproximó a la fuente para calmar el recuerdo de una mala pesadilla y beber. El agua manaba medio helada, pero exquisita, proveniente del Canal de Isabel II, con sabor a plomo y a tomillo. Escuchó a dos hombres hablar a pocos metros y su alma se quebró como si soportara un hachazo.
—Se llama Gonzalo Cárdenas Flores. Ha sido capitán en la cuarta compañía roja, en la quinta columna. Otro más al paseíllo.
Ella se quedó petrificada por el espanto, luchando contra la tentación evidente de esconderse o correr para avisar. Los dos sujetos tomaban peligrosamente la dirección de su propia vivienda. No podía creerlo. Pensó durante un largo segundo con el corazón sangrando. Inventaría la excusa que fuese, pero impediría que se llevaran a su marido o a Carlos. O a los dos.
—¿Dónde van dos hombres tan apuestos a estas horas?—inquirió abordándolos, dibujando eses con sus pasos sobre el blando barrizal.
Los desconocidos se detuvieron y miraron en dirección a la fuente, hasta que la mujer se acercó. Parecía borracha y se contoneaba de forma provocativa. Había miles de prostitutas en Madrid. Por todas partes, en todos los barrios. La miseria hacía que brotaran como setas, igual que nenúfares. Y los hombres no tenían dinero para pagar, como no fuera con media docena de huevos requisados.
—¿Queréis venir conmigo unos minutos? —les gritó ella. Mi casa está por allí. Señaló la dirección opuesta a la que correspondía, desafiante. Haría cualquier cosa para despistarlos.
—Venimos a detener a un traidor, espéranos luego. ¿Conoces a Gonzalo Cárdenas?
María simuló reflexionar. Respiró sin encontrar aire. Su vientre se conmovió. Bajó el rostro para que la repentina lividez no la delatara.
—Me suena. Debe ser vecino mío—dijo con lentitud. Aunque no sé ahora quién puede ser. Han vuelto tantos hombres a sus casas…
Gonzalo oyó de lejos su propio nombre en boca de dos desconocidos sospechosos. Iban armados. Había salido en busca de su esposa, que tardaba demasiado, y miró hacia la fuente, donde le pareció atisbarla, dirigiéndose a dos tipos con los nuevos uniformes de policía. Nada que ver con las guerreras de los antiguos guardias de asalto…Intentó no pisar hojas que al crujir lo descubrieran.
Pronto, sigiloso como un gato, se aproximó a ellos. Escuchó las breves palabras que intercambiaron con María. Mala suerte, pensó rápido, después de todo. Los vencedores no querían dejar libre, ni vivo, a ninguno de los antiguos adversarios. Pretendían aniquilarlos, expulsarlos en masa de la faz de la tierra.
Era evidente que lo buscaban. A él también. Estaban deteniendo y fusilando luego a todos los militares del bando derrotado. A los que no habían caído en redadas tras la rendición. Especialmente a los oficiales. Necesitaban ayuda con urgencia él y su mujer. Ella los estaba distrayendo con astucia. Gonzalo calibró todas las posibilidades al instante. Era un experto en tomar decisiones arriesgadas. Y no le quedaba tiempo, casi.
—¡Carlos, sal, tenemos problemas!— gritó a la ventana de su vivienda, plantándose allí en unos segundos.
Gonzalo volvió raudo a la plaza. Se lanzó contra los dos hombres como un suicida, sin esperar más. María reaccionó rápida al verle, y les tiró piedras. No sentía su cuerpo. Nunca se llevarían a su marido. No mientras ella tuviera manos con las que enfrentarse a ellos temerariamente. Uno de los guardias sacó su pistola, pero Gonzalo lo empujó y el arma cayó al suelo. Los trozos de ladrillo volaban. El compañero buscó su propia pistola, nervioso ante el ataque y cogido por sorpresa, pero no acertó a prever el huracán que le cayó encima: otro bulto enorme, a medio vestir, salido de las entrañas de la noche.
Carlos y Gonzalo iban mal calzados, pero parecían coordinarse mentalmente. Desarmaron a los desconocidos, magullados por las pedradas, y se liaron a golpes con ellos, bajo la mortecina luz del farol de la esquina, junto a la fuente. No podían dejarlos conscientes. Los puñetazos resonaban en el silencio del mísero barrio, donde ya ladraban algunos perros. Consiguieron vencerlos sin problemas. Pero cualquiera podía denunciarlos a ellos, al ver a los hombres heridos. Ya eran absolutamente culpables.
—Venían por mí— explicó Gonzalo.
Él y Carlos se miraron con horror. Los guardias estaban servidos, y ellos también, apenas vestidos y magullados por todas partes, aunque pudieran andar. Discurrieron una imposible solución. María se mordía los labios sin palabras, restañando las heridas de ambos con su viejo chal. Soledad se les unió, corriendo desesperada desde la casa. La madrugada fría y el temor les hacían temblar como guiñapos. Recelaban que algún vecino los hubiera visto inmovilizar a puñetazos a los guardias y pretendiera ir con el cuento a la autoridad. Pensaban en sus hijos a toda prisa, con el alma en la boca. Tristes niños despertándose de madrugada, ante la prisa de sus padres por huir. Trágicos padres que los arrancarían del sueño y tendrían que tragarse su propia rabia. Y hacerse los fuertes en medio del dolor. Maldita guerra acabada y no terminada. El sufrimiento mordía las gargantas.
—Partiremos todos hacia el norte con vosotros— dijo María. Nadie más parecía reaccionar, conmocionados por el pánico. Escapar es la única salida que nos queda.
Un vacío oscuro y trágico, un silencio mártir de seres desesperados la secundó. Su marido le tomó la mano, aprobando lo que había dicho. Se dirigieron a la casa con apremio y preocupación insoportables.
Sus hijos. Su ciudad, su anhelada paz...
Desde la silla de ruedas
Desde la silla de ruedas contemplo el mundo cuarenta centímetros más abajo que los demás mortales. Por eso vislumbro manchas y baldas que antes no llegaban a mi campo visual.
Me tomo mucho tiempo para todo. Porque en ninguna parte me esperan para tomar nada ni para que les ayude a redactar, comprar o fregar. Pienso constantemente en el pasado y en el futuro, ya que el presente es lento y aburrido, eterno y largo, como los años perdidos, la gloria inalcanzada o los reproches ajenos.
No sé qué ocurrió aquel día en que morí y nací. Cómo pudo elegirnos el destino si ambos éramos tan comunes y corrientes, si no queríamos nada con él.
Durante todo el verano estuve intranquila. Lavé las cortinas, fregué a conciencia los azulejos y cociné mis platos preferidos. Me corté el pelo drásticamente, telefoneé a las amigas de la infancia, leí las novelas clásicas que guardaba en la estantería….Yo qué intuiría, si no podía tener la más mínima sospecha del accidente. Qué podría imaginar.
Vivíamos el día a día. Intentábamos ahorrar para el futuro, para mañana. Para la jubilación. A Marcos le encantaba el cocido. Con su patata en la sopa, su repollo, su hueso de espinazo. Los garbanzos en la olla exprés cocinándose en el olor más alimenticio del mundo. Al estilo de mi madre, con una hoja de hierbabuena. Ella dejaba el puchero al mínimo a primera hora y luego barría y fregaba la escalera de caracol .Mármol blanco y barandillas negras. Cómo cantaba mamá. Todas las coplas del mundo, las zarzuelas, los cuplés, las operetas ella las sabía y las entonaba como nadie, en su tono debido, a pelo, inundando de voz el portal. La recuerdo tantos estos días, que no comprendo cómo es posible no tocarla con las manos. La veo vestida de azul en mi primera Comunión, cortando pan, sirviendo vino. Papá y mamá bailando valses en el comedor, y mis hermanos llorando y riendo, porque también ellos querían participar.
Anhelaban que los cogieran y danzaran en sus brazos, tan mimosos como fueron siempre, tan llorones y tan tiernos de niños, pelones. Si hubo gemelos más bonitos alguna vez en el mundo, serían mis hermanos de bebés, Jorge y Borja, siete años más pequeños que yo.
Comíamos galletas de nata en el cine y ellos devoraban el paquete. Mamá sacaba luego una pastilla de chocolate y magdalenas. No sé cómo podríamos comer tanto y enterarnos de la película. Cómo podían enredar de aquella manera esos dos mocosos siempre enfermos de gripes y catarros, mimados a base de bien. Revoltosos por partida doble, perdición de mi casa, angustia de las vecinas. Siempre iban juntos y siempre caminaban conmigo. Mi madre, detrás.
Me avisaba la profesora de que fuera, en el recreo, al patio de los pequeños. Se había caído uno del tobogán y me llamaban a gritos. En realidad reclamaban a mamá, pero yo valía como sucedáneo, en caso de catástrofe. Borja se abrazaba a Jorge y ya no sabías quién se había caído, ni por qué chillaban los dos a la par, rotos de dolor. Era maravilloso ir al colegio, por otra parte. Fue un sueño. Puedo repetir los nombres de las niñas y niños de mi clase, con sus dos apellidos, y me arriesgo a dibujarlos en papel, con sus coletas, sus caras, sus zapatitos sin abrochar. Las niñas que se casaron pronto, en cuanto acabaron el Bachiller, la que murió tirándose por el puente a los dieciséis años, la que falleció de cáncer hace dos veranos.
La profesora escuálida chillaba a cualquier hora. El laboratorio de ciencias siempre estaba helado con su esqueleto impasible. La pizarra de tiza y el borrador polvoriento. Maribel quiso matarse porque su marido la abandonó y ella acaba de casarse y de parir. De repente, no tuvo paciencia para vivir. No reunió fuerzas suficientes para soportar. Ignoraba que dejaba a su pequeño tal y como la habían abandonado a ella. Mucho más. Es una edad tan mala los dieciséis. Confluyen las fuerzas y las ansias, las penas y las preguntas. La adolescencia muerde y los jóvenes se confunden con la crueldad del mundo, con la soledad imperiosa, con la enormidad de sus pensamientos dispares. El colegio no ayudaba a solucionar dudas, aunque lo intentaba. La profesora de química explicaba fórmulas, la de matemáticas, teoremas, y el profesor de lengua deshilaba sonetos, verbos y adjetivos. La alumna debía aprender a nadar y guardar la ropa, en el proceloso mar de los miedos difusos, donde los adultos no abrigaban intención de volver a entrar. Las contestaciones debía encontrarlas la estudiante por su cuenta.
Jorge y Borja habitaban su mundo propio y se bastaban entre los dos. Agradecían mi desvelo y el de nuestros padres, pero jugaban a mirarse y a levantarse juntos. No necesitaban amigos invisibles, como yo los precisé, hasta que ambos nacieron. Les encantaban los trenes y a mi los recortables o las casitas de plastilina. Siempre casas, andenes, tiendas, campos, edificios en mi familia. Papá nos llevaba a pasear y subíamos los cerros. Esos montículos pelados que el nuevo barrio se comió. Desde el túmulo de piedras abandonadas, como un promontorio bélico, el ruido del tráfico lejano cantaba de fondo. Él leía el periódico y nosotros hurgábamos en la tierra húmeda. Los niños buscaban escarabajos, yo cortaba juncos, matas de hierba, flores. Me encantaban las piñas vacías, las bellotas, los charcos quietos. Papá me explicaba las diferencias entre las hojas y los distintos árboles, también los resultados de la liga de fútbol, la temperatura en la ciudad, el movimiento de las nubes.
Plantamos esquejes de árboles en las cuestas, pero apenas prendieron. Poca o tormentosa lluvia. Motos. Paseantes rozándolo todo con sus cayados. Un árbol necesita mimo, tranquilidad, silencio. Quizá atención constante también, como los humanos. Una pizca de suerte para nacer, y luego ímpetu, circunstancias externas favorables. Tierra buena y no un cúmulo de arena desnuda en un bancal.
—Borja, deja que las hormigas hagan su trabajo. No las desvíes del camino.
—Quiero que tengan amigas en otra fila, papá.
—Se escapan y vuelven a su hilera— explicaba yo.
Los insectos mostraban un comportamiento ciudadano ejemplar, a años luz de nuestros caprichos y nuestra mala entraña. Cargando comida, sufriendo encontronazos con los paisanos, apurando para entrar en casa. En silencio, con disciplina, a lo suyo. Por eso llevaban millones de años poblando la tierra, sin extinguirse ni desviarse. Me preguntaba si su civismo eficiente compensaba su falta de libertad individual.
Los cerros se convirtieron muy pronto en bloques de viviendas de nueve plantas, con sus terracitas verdes simétricas, forradas de toldos a rayas. Los coches inundaron los caminos embarrados y los bares fueron abriendo sobre los robledales y el antiguo encinar.
Me pregunto si me gustaba más el bulevar vestido de semáforos e indicaciones de tráfico, que las veredas de arbustos entre pinos. Con mi padre y mis hermanos caminando conmigo, claro. Si no es así, no quiero pasear ni subir al monte, ni atormentarme en soledad por los espacios fríos, donde el viento me revuelve. No quiero calibrar lo que pudo pasar y no ocurrió. Ni tampoco los momentos mágicos desaprovechados. Las palabras que callé y quise pronunciar. Todos esos arrepentimientos que duelen como lanzas clavadas y que era mejor no sentir.
Tengo una amiga psicóloga que contempla el fracaso como fuente de experiencia, como eslabón en la cadena y no como mazazo demoledor. Quisiera creer en su teoría, aunque sólo fuera para sobrevivir. Las cosas que se tuercen y han costado mucho lastiman demasiado. Se colocan delante de cualquier otro pensamiento e impiden la sonrisa, la circulación de la sangre y su drenaje. Abultan más que la sucesión de días rectos y pacíficos, en que ni una brizna de viento nos estorba.
Se tuercen los propósitos y su punzada empalaga cada despertar y cada gesto. Cuanto más quieres apartarlos a golpes, a voces, a manotazos, menos se desenganchan. Se ríen en tus narices para impedirte salir a flote. Por eso siento que no dejo de pensar en lo que pasó esa tarde que era tan extremadamente normal.
Una sobremesa de lunes de septiembre, en que el calor apretaba todavía. La siesta reinaba en cada casa, al arrullo de las películas lentas de la televisión. Marcos y yo apenas habíamos hecho la compra. Un kilo de pollo, dos barras de pan.
—Dora la carne con ajos mientras yo preparo la ensalada—dijo él en la cocina, apartando el frutero de los melocotones.
Todo le gustaba especiado y yo le acompañaba. Un vaso de vino .Una jarra de agua de cristal. Siempre aparcamos el proyecto de criar hijos y ahora me pregunto si fue lo mejor. Si no sería más lindo tenerlos corriendo por la casa, ahora que yo no puedo correr. Ahora que estoy sola por completo y mis gemelos han emigrado a Holanda con sus chiquillos y sus esposas. Los echo tanto de menos que miro las fotografías de los bautizos de mis sobrinas y sobrinos durante tardes enteras. No puedo repasar las de Marcos. Esas están en la librería del salón, a una altura imposible para mi cadera rota. Esas se guardan en mis recuerdos y recorren nuestra ciudad los días de lluvia. Ambos bajo un solo paraguas. Van a la feria y compran una docena de churros con azúcar. Adquieren tres boletos para la tómbola y nos toca aquel enorme peluche que tuvimos durante años en la cama.
Prefiero los recuerdos. Cada mañana desayunando aprisa. Él calentando la leche y yo tostando el pan. Duchándonos por turnos. Abriendo cartas. Esperándome a la salida del trabajo. Quiero seguir discutiendo sobre las camisas sin planchar, sobre la cuenta bancaria que hay que estirar. Qué importa el dinero. Que más da no poder ir a la playa, o tener ambos recortes en el sueldo, o aguantar a nuestros jefes.
Recorro la casa por los pasillos hasta el salón. La silla no entra apenas en las habitaciones y no tengo ningún interés en seguir ordenando libros, ropa o papeles. Miro la calle desde el ventanal, hora tras hora, calibrando dónde se acumula nuestro tiempo de felicidad. Nuestras rutinas de sillón y licor de cerezas. Las llamadas telefónicas a la familia. La inmensidad de platos y vasos sucios. Los planes para volar algún año a Holanda.
Medito sobre mi posibilidad de no poder andar. Es curioso que no me hunda imaginando, que sopese el futuro con la cabeza fría. Resisto. No me parto por la mitad. Ya estoy partida. Cuanto tuve que perder ya lo he perdido. Las quejas que se me ocurrieron ya las lancé. Y no se me ocurren más. No me quedan lágrimas amargas ni dulces. Tampoco sé esbozar una sonrisa. No todavía. Que no me lo pidan. Reír no. Sólo acariciar la ropa de Marcos y mis zapatos. Ponérmelos. Abrir el armario y disponer faldas y pantalones sobre la cama. Para qué tantas camisetas. Las medias y los calcetines de todos los colores. La ropa interior doblada en la cómoda.
Por supuesto que he organizado los papeles. Obligatorio presentarlos para los seguros. Me he tragado la rabia pero he clasificado documentos en carpetas y en el ordenador. He sido capaz de leer cada carta y cada recibo. Cada requerimiento judicial y fiscal. La vida es implacable y yo soy muy temblona. Pero no cobarde. Prefiero saber la verdad a imaginar banalidades. No soñar con hoteles de lujo y alfombras mullidas. Más coloridas que una paleta de doce pinceles. No pensar que voy a ver a Jorge o Borja, porque es imposible que tenga dinero para pagar un avión y pasar un tiempo juntos.
Tendré que dar vuelta a mis miedos y afrontar la realidad. Vivir el detalle. Aburrirme y empacharme de soledad. Ya no puedo correr para coger el autobús. Si se me hace tarde, se hará tarde. Y volveré mañana. Me sobran horas y mañanas. Maquillarme me lleva dos minutos, si tengo fuerzas para tomar el lápiz y la cajita.
Pero si mis amigas vienen a sacarme a pasear, me trago las penas y me pinto los ojos. Hago como que me creo que tenemos dieciocho años y nos dejan llegar tarde a casa nuestros padres. Que nos dejan cenar y pasamos la velada hablando de novios, de chicos que cenan al lado, de parejas que juegan a no pelearse.
Soñé muchas cosas de jovencita.Mil caminos distintos que surcar. Sentía infinitas ganas de triunfar, de viajar, de conocer gentes, hombres, grupos, artistas. Claro que no tuve nunca dinero para pagar un hotel. Marcos y yo jamás fuimos a ninguno. Es curioso que ese capricho me haga daño. Si siempre lo pasamos bien. De feria en feria, bailando en los barrios donde tocaban las orquestas, como mis padres. Viendo películas .Estudiando en bibliotecas, o intentando estudiar.
Ahora, cada día, en este instante, me planteo retomar todos aquellos sueños y reflotarlos de nuevo. No sé qué pasó con ellos. Cómo fue que se me escaparon y me quedé sólo con Marcos. Quizá no tenía corazón para más. Ni tiempo. Deseo recoger estas migajas y amasarlas juntas. Hacer una tortita, un bollo dorado que valga para alguien. Que sirva para reducir el dolor y no para seguirme hundiendo.
Porque caer un poco más cada día es un destino que no quiero afrontar. No pienso dejar que el terremoto me arrastre. Quiero decir la fiebre consumista, el desaliento, el egoísmo, la generalización barata. Sería incluso fácil aprender a llorar más cada minuto. Profundizar en la sinrazón, dar vueltas a las cosas no comprendidas. Seguir preguntando y demandando a las estrellas por qué perdí todo cuanto tenía en un momento dado, sin que nadie me avisase.
Pienso que de haber sabido que me quedaba tan poco tiempo de dicha, habría hecho deporte a conciencia. Habría aprendido a esquiar. Habría caminado horas y horas. Habría estado mirando a Marcos desde todos los ángulos, y no le habría sermoneado tanto. Hubiera estado hablando con él en vez de hacer la cama. En vez de discutir, le hubiera besado. En vez de…
Siempre quise pintar y tener una tienda de adornos, de obras de arte. De decoración. Me gustan tanto las velitas, los búhos, la ropa, los cuadros. Disfrazarme, cambiar los muebles de sitio, comprar posavasos, pañuelos, cinturones. Nunca tuve ese capital que hacía falta, ni esa disposición de ánimo que la inocencia aquilata. Y la juventud encumbra. El derroche de energía suficiente como para dar por cierto lo que parece tan irreal.
Imaginé un establecimiento forrado de cristal y luces. Con infinidad de bandejas, lámparas, relojes .Cuadernos, tal vez. Bufandas, libros de viajes, armarios, tambores, cajas de música. Agendas repujadas. Bolígrafos plateados y lápices con goma. Todo tipo de fruslerías para hacer de la vida un viaje imaginario, una sonrisa. Un antojo.
A Jorge y Borja también les gustaba dibujar, inventar, enredar. Los disfraces. Los objetos imposibles. Los más pequeños, los más inservibles. Disfrutaban muchísimo cuando mamá y yo los vestíamos de vaqueros, de héroes o pastores .Siempre los dos iguales y siempre perfectos. Peinados con el cabello de punta y en el color obligado. Pistolas. Gorros medievales. Pañuelos mexicanos. Ellos se dejaban hacer y yo diseñaba los modelos. Me gusta coser, recortar. Hacer una falda de dos trozos de tela. Planificar el espacio reducido.
Solo que entré muy pronto a trabajar en una oficina y todos mis proyectos de niña loca se invirtieron en horas sobre el teclado, desarrollando una compleja y monótona aplicación. Estancias de hotel con excursiones. Pasaba tanto tiempo hablando por teléfono que creo que se me consumieron las neuronas. Que se acostumbraron a pensar sólo en clientes. En personas que con exiguo presupuesto querían maximizar su disfrute en un fin de semana en Benidorm. En un puente en San Sebastián. En tres días de pasión en París.
Confieso que no fui con Marcos a ningún viaje que pudimos haber hecho. Soy una persona normal. Me agota trabajar. Llego al viernes, o sería mejor decir, llegaba, hecha literalmente un trapo. Muerta de sueño, anhelando tener tiempo para no hacer nada. Esconderme debajo de la almohada y escapar del teléfono y los paquetes de viaje. Huir de la gente. De su protesta. De las preguntas encadenadas. Debí haberme formado más. Haber leído y estudiado .Haber salido con más amigos. Entender de algo y no casi nada de muchas cosas. Pues qué sentido tiene conocer sólo las noticias que da la televisión tres veces al día. Lo ideal sería explorar nuestro planeta.
Haber estudiado ciencia. Medicina, quizá. Asistir a la gente. Hacer algo para evitar el hambre, el dolor, la pena, la enfermedad. Pero una piensa que son los otros quienes tienen capacidad y tiempo para remediar el mal en este mundo. Que son los demás los inteligentes, los artistas, los poderosos. Una cree que es imposible mover un dedo si no eres superdotado o superdotada. Si no ganas mucho dinero o conoces a mucha gente.
Si no perteneces a un club, a un partido político, a cierta privilegiada clase social. Deseas que los demás salven el mundo, ya sen religiosos o políticos. Ya sean ricos o misioneros. Visionarios, quizá. Valientes, entregados, con ilimitada capacidad de sufrimiento.
Una es pusilánime para atreverse a saltar en el vacío. Y se cree que es demasiado mayor para empezar de cero, a pesar de que falta mucho para que cumpla los cuarenta y a pesar de que se haya sentido hasta ayer plena de fuerza. Capaz de sostener mi casa y mi pareja. Y hasta de haber mantenido a mis gemelos y a sus niños si me lo hubieran pedido. Pero no lo hicieron. Se quedaron en paro cuando la fábrica de electrodomésticos en que trabajaban, cerró. Se casaron con dos hermanas muy parecidas, y enseguida tuvieron a sus hijos, llenándome la casa de risas y biberones. Me los dejaban los sábados mientras iban a la compra. Sus hijos se parecían a ellos comos las gotas de agua. Yo no distinguía.
—Venimos enseguida. El tiempo de mirar una lavadora, de comprar unos pañales. No les dejes que abusen de ti. Están aprendiendo a reptar sobre la alfombra.
Se iban y Marcos y yo nos tirábamos al suelo con la niña y los tres niños chupándonos la cara. Llevándose todo a la boca.
Para lo poco que practicaba, me encantaba jugar a la madre perfecta. A la tía perfecta quiero decir. Fregar pilas de cacharros, elaborar tartas de varios pisos en colores azul y amarillo. Escuchar a mis hermanos y a mis cuñadas. Cuidar de Marcos. Buscarles a las familias unas vacaciones perfectas junto a una dorada playa barata.
Papá y mamá se fueron muy jóvenes. Malas enfermedades de las que nadie quiere hablar y que muchos padecen. Hospitales blancos con sus tempranos horarios de cenas y meriendas. Estos días pasados en que me han operado me han recordado las semanas de análisis de sangre, de consultas, citas, recetas, anestesias…Aquella angustia y a la vez cercanía que ni siquiera me repele.
Casi me fascina. Admiro a los profesionales que se entregan a la salud de los demás como medio de vida. No sólo se entregan. Utilizan su instinto y su memoria. Su inteligencia en largos protocolos y sus rutinas. En cuestiones administrativas, en altas y bajas, en recetas. En pruebas diagnósticas que se remiten unas a otras.
La semana pasada, esperando en la sala de radiografía, me parecía remontar al tiempo en que pedía cita para ellos y nos quedaba la esperanza. Nos quedaba tiempo. Después de esfumó todo como por ensalmo.
Mi compañera de habitación era una chica asombrosa. Demasiado joven para la responsabilidad que destilaba. Es absurdo conceder a la edad la exclusividad del comportamiento ejemplar. Opino que se es o no se es desde la cuna. Que la vergüenza interior se lleva genética. Que incluso a la vuelta de los años puede una perderla si no se esmera en practicarla. Me ayudó cuando me recuperé de la anestesia. Cuando supe la verdad sobre mi esposo. Mientras transcurrían las noches largas como antesalas del infierno. Más negras que el vacío. Más horribles que una eternidad sin principio.
Ella se había roto el codo y la operaron al día siguiente de conocernos. Destilaba energía y ganas de vivir. No la esperaba su familia cuando le dieron el alta, sino varias amigas con las que compartía piso. La mejor cocinera y compañera oí que la llamaban. Me vino de perlas escuchar sus risas, sus conversaciones apelotonadas. Me hizo bien centrarme en el universo diminuto de una habitación para dos. Tenía tanto miedo de regresar aquí, a esta casa. A mi piso enloquecido de soledad, repleto de recuerdos. A nuestra cama. A la mesa de la cocina, al salón, al pasillo.
Mi compañera me animó a afrontar la vuelta. Me dejó hablar. Respetó mi dolor y mi silencio. Mi horroroso vacío donde ululaba el viento. Le dije que no comprendía nada. Que no quería entender. Que me sobraba el aire. Hay días en que me sigue sobrando. Le dije que no era valiente y no quería serlo .Que nadie me había enseñando a dejarlo todo. Así, en un solo golpe .De una sola mano de cartas de póker.
Ella había perdido su empleo eventual al caerse por la escalera del almacén. Necesitaba como el aire aquel contrato. Y la rehabilitación amenazaba con ser dura y larga. Dolorosa. Qué mala caída por salir de prisa a colocar unas cajas. Qué sucesión de esfuerzos y ejercicios la esperaba.
No le gustaba la competencia feroz instalada en los trabajos. La indecente falta de compañerismo que se quiere poner de moda. Y que yo secundo. Para qué enemistarse con los colegas que van a irse al paro en poco tiempo. Para qué demostrar que tú eres más inteligente. Más hábil. Más eficaz. Si todos necesitáis el salario. Si hay mundo de sobra para repartirlo o debería haber. Lloré con esa niña un llanto quemante. Le expliqué que acababa de pagar mi hipoteca por completo y que planeábamos viajar al año que viene a alguna playa, por primera vez desde que fuimos al pueblo en la luna de miel. Le maravilló que hubiéramos podido pagar el precio de un piso en propiedad y yo le expliqué que siempre fue común comprar una casa en este país, donde hasta las lápidas se pagaban tradicionalmente durante una vida entera.
Los esquemas tradicionales se vienen abajo como cartones en los últimos tiempos. Yo también la animé o lo intenté al menos. Cuando se comparten el espacio y el tiempo de dolor, los lazos se estrechan con cuerdas resistentes, inexplicables, firmes.
Sus jóvenes amigas querían abrir un comedor social en su barrio, basándose en una red de recogida de alimentos en los restaurantes y supermercados de la zona. Me quedé sorprendida y admirada.
—Nosotras dos somos cocineras— me explicaron. Y ella es trabajadora social. Contamos con los coches de dos novios y su reparto diario. Queremos negociar con el ayuntamiento
—¿No os da miedo embarcaros en una empresa semejante?, les pregunté
—Da más miedo cruzarse de brazos y pasarte la vida pensando en lo que no te atreviste a hacer. En los proyectos posibles que aparcaste porque te dio pereza afrontar los riesgos.
—A mí me espanta fracasar—confesé en un susurro
Luego me quedé pensando en mis propias palabras .En el pavor nacional a que los proyectos se vengan abajo. A que una pueda salirse de los cánones establecidos y hundirse ante la carcajada general. Un pudor asombroso a equivocarme. Me da la risa. Aunque no me haya equivocado, debo volver a empezar .No tengo más remedio que iniciar la casa desde el suelo. Comenzar de cero. Aprender de nuevo a andar. Debemos reinvertarnos como nación. Ya tuvimos un imperio y mil derrotas. Ya nos comimos la gloria y la miseria. Ya subimos y volvimos a bajar.
Fuimos ricos y nos lo creímos. Volvemos a ser pobres. Nunca fuimos otra cosa que un golpe de viento soñando con volar. Creo que voy a desterrar mi personal miedo a caerme cuando despliegue las alas. Es ridículo que me importe el qué dirán cuando mis pérdidas están en boca de todos y a nadie les importa. Ninguna persona va a apagarme o a devolverme la risa si yo no voy a buscarla. Si no la recupero del fondo del abismo y me la pongo en la boca aunque sea con esparadrapo. Orientada hacia adelante. Ni un solo grano de arena va a cambiar de sitio si yo no lo recojo. A las personas nos corresponde tomar la iniciativa. Espirar e inspirar. Las cosas no sienten ni padecen. Sólo son feas o bonitas, apetecibles, difíciles, sucias.
No dejo de pensar en ese comedor social. Me viene a la cabeza tanto como Marcos, como mis hermanos, como la cama del hospital. Es curioso, porque cuando me siento más hundida, el lujo de mis fantasías decorativas me salva de la dura vida cotidiana. Pienso en bisutería de ensueño, en blusas de raso, en diseño de ropa de fiesta y regalos que me encantaría vender. Me evado imaginando una cadena de tiendas que yo regentaría. La publicidad que diseñaría. Los mercados que debería visitar. Pero desde esta mañana la vanidad no me rescata. No me traslada a mis ensoñaciones traicioneras. No compra mi alma ni mi tiempo de espera en esta casa , que se me hace tan grande y tan dolorosamente querida. El comedor sí.
La posibilidad de cocinar y servir la mesa a alguien que no puede pagarse un plato. Que tiene que rebajarse a pedirlo en una fila de personas igual de desesperadas. Ahora estoy llorando por ellas y no por mi desamparo. En realidad me duelo por nuestro país. Por haber andando tanto y no llegar a ninguna parte. Porque ninguna parte es tener la nevera vacía con tiempo suficiente para ir a comprar. Ninguna parte es el polvo tras tantos gobiernos y guerras.
El hambre es el fracaso total. Más que mi soledad y mi nostalgia. Más que mi querida silla de ruedas, a quien odio tanto como amo. Qué digo. Ni siquiera la odio. Me acompaña al levantarme y me vela de noche. Sabe que no consigo ordenar mi cabeza cuando entra la madrugada, en que todos los fantasmas quieren visitarme. Vuelvo a subirme en ella y preparo una tila doble. Repaso libros .Leo párrafos. Abro periódicos. Me acuerdo de mi padre y le pido que me dé fuerza para dormir. Para entusiasmarme con las cosas o con las ideas cuando me levante. Me pregunto si el lugar en el que está junto a mi madre es cálido o triste como este valle de lágrimas en que ha empezado a hacer frío. Viento y niebla anunciando noviembre.
Si ellas saben cocinar y coordinar la ayuda. Y si sus novios pueden transportar la carga de alimentos, yo sé cómo vestir ese comedor. Cómo darlo a conocer. Qué ayuda solicitar. Qué propaganda elaborar. Durante muchos años he buscado ofertas de viajes para procurar alegría y diversión a personas de todas las edades y condición. A abuelos con ganas de pasear y contemplar la costa dorada por el sol, tomando refrescos de naranja en las terrazas de la playa. A pandas de jóvenes sedientos de discotecas y pizzas grandes entre pintas de cerveza .A funcionarias con ahorros deseando visitar museos, cruzar parques, comer la gastronomía local. Sé cómo buscar y concederle su sueño a la gente. Así que sabría qué darles de comer.
Cuando me den el alta, ignoro si podré caminar. Si podré volver a mi agencia de viajes o se librarán de mí. Quizá entre en concurso de acreedores, como tantas agencias arruinadas. Me pregunto cómo podré ser útil en semejante comedor manejando el mundo desde esta silla . Y si debía abandonar mi anhelo de abrir una tienda de regalos y disfraces.
Quizá algunos sueños sean compatibles. La mente humana los fabrica por millares y a veces yo ya no sé en qué bolso guardarlos. En qué parte del corazón guardar los lutos y de qué bolsillo sacar el ímpetu para afrontar nuevas ideas.
Quizá de la urdimbre recia de esta silla de ruedas. Del fondo del alma donde apenas arde una exigua llama, empeñada en no fracasar.
El mar
“El amor consuela como el resplandor
del sol después de la lluvia.”
William Shakespeare
Mi casa mira a descampados enormes, donde sobreviven canchas de baloncesto y tejados de viviendas con múltiples alturas. Me gustaría que diera al mar, como las de mis cuatro abuelos. De pequeños, mis padres no se trataban, y eso que iban al mismo colegio, en clases separadas, y jugaban en las mismas plazas. Mi padre y mi madre siempre están hablando de su infancia en Huelva, de la luz que proyectaba la tarde sobre las rocas marinas, y de la tranquilidad que se respiraba en esa ciudad, tan lejos de la mía. Vivimos en Móstoles, en la Comunidad de Madrid, donde hemos nacido los hijos.
Desde que empezamos a ir al colegio, los tres hemos ido combinando el acento andaluz, el que se habla en casa, con el madrileño. Ambos se parecen en su dejadez por soltar las vocales. Mis abuelos jamás han salido de Andalucía, excepto el padre de mi padre, que hizo el servicio militar en Valencia, durante nada menos que cinco años, y volvió a su ciudad del sur sabiendo leer, escribir y conducir camiones. Los cuatro viven calentándose al sol y escuchando el grito intermitente de las gaviotas, al atisbar el Atlántico. Me pregunto cómo mis padres pueden haber vivido tanto tiempo lejos del mar de su infancia. Porque ellos lo echan de menos, pero ahora viven sin él, en esta calle estrecha donde apenas ya nadie se sienta en las sillitas alrededor de los portales, como dicen que hacían en tiempos. Mis abuelos tampoco las sacan ya en Huelva. Cuentan que hace años la gente plantaba de noche los televisores en la terraza, y cenaba frente a la pantalla, con el volumen del aparato al máximo. Como sólo había un canal, los ruidos no desentonaban en el fragor de los grillos arrullando las plantas, ni en el entrechocar de los tenedores contra los platos de cristal endurecido.
Mi colegio es un centro normal de primaria, con aulas, comedor y patio de deportes, donde las niñas jugamos al fútbol de prestado. Hay tan poco sitio para tanto alumno, que sólo quien lleva balón y llega primero puede practicar algún deporte. Los chicos me miran golosos cuando descubren que traigo a primera hora la pelota que a todos nos hace sudar en cada recreo, y consigue que las clases se hagan más llevaderas y avancen más de prisa.
No me gusta pasar sentada tantas horas durante la mañana. A menudo mis piernas amenazan con dormirse y divago entre fantasías, mirando a la profesora en su punto fijo de la mesa sobre la tarima. Imagino que llego en barco desde África o desde América, a veces también desde Groenlandia, a ver a mis abuelos que me reciben en el puerto, con treinta años menos de los que tienen, y también con menos cansancio en el andar y menos canas. Quiero viajar a esos tres sitios lo más pronto posible. No sé por qué siento esta prisa por embarcarme en cuanto me dejen, es como si latiera entre mis huesos. He leído varios libros de aventuras, menos de los que mis profesoras y mi madre quisieran.
He visto algunas películas y videos maravillosos sobre cómo surcar los océanos rompiendo los hielos del polo norte y esquivando los icebergs. Acabo de saber que hay varias chicas de mi edad dando solas la vuelta al mundo en barcos de vela, con el permiso de sus padres y del gobierno. Yo no viajaré sola, no es ésa mi idea. Me embarcaré con mucha gente en trasatlánticos enormes, desde cuya cubierta se pueda contemplar la espuma de las olas feroces, y los saltos de los delfines saludándonos. Quizá empiece por explorar el Mediterráneo. Isla por isla. Todas las que se crucen en una travesía entre Tarifa y Estambul, sin apenas tocar la costa continental. Cuantas duerman bajo las constelaciones inventadas por los griegos, y que intento situar las noches de verano en el firmamento.
La contaminación de mi ciudad vela las estrellas, no sólo la que emiten los coches, fábricas y calefacciones, sino sobre todo la lumínica, que le da un halo dorado a la tierra y me deslumbra totalmente. Desde no hace mucho, me atraen las costas americanas. Antes las encontraba remotas, pero ahora en que mi clase está llena de alumnas y alumnos dominicanos, ecuatorianos y bolivianos, por no hablar de los rumanos y polacos, siento que el nuevo mundo está mucho más cerca, exactamente a siete horas en avión, o tal vez a cinco, según el país al que quisiera ir y las escalas aéreas obligadas.
Mis mejores amigos provienen de Santo Domingo. Son mellizos. Vinieron a España con su madre hace años, tantos que apenas se acuerdan de la casa grande en la que vivían con sus tíos y sus primos, y donde nunca hacía frío. Jamás esta temperatura raquítica de diciembre en la meseta, que yo tampoco soporto, aunque la sobrellevo. Los mellizos, Sandra y Gabriel, también adoran el fútbol. Los tres somos los primeros en situarnos en el campo del recreo, y también en las pistas deportivas del barrio, que debemos compartir con todos los que quieran jugar.
Especialmente compartimos estas con pandas extrañas de chicos, muy peligrosas, racistas, egoístas. Cuadrillas que no nos quieren a las chicas ni en pintura, y que ya me han robado dos balones por la cara. Mi madre me regaña y se preocupa. Me aconseja escapar en cuanto huela el peligro. Es una postura cobarde, pero no pienso regalar más pelotas. Los pandillistas juegan mal, poco y abusando. Imponen su norma en nuestras calles, con un despliegue de poder sobre las pistas de deporte, que se disuelve luego, en cuanto se van, como la sal en el agua.
Mis compañeras de clase miran de frente y también a escondidas a los chicos de esos grupos mixtos: árabes con latinoamericanos, y les sonríen sin problemas. Yo no lo soporto. Podría hablar, si no tuviera más remedio, y un milagro me infundiera valor, con cada uno de esos muchachos en solitario, pero no me gustan las reuniones de amigos en las que uno manda y los demás obedecen. Donde la diversión consiste en molestar y burlarse de otros. En presumir de zapatillas y pantalones, de móviles y consolas. No sé de dónde sacan el dinero o la fuerza para que en sus casas les compren tantos caprichos. Supongo que muchos los roban, como a mí me quitan los balones y el turno en las pistas. Algunos tienen madres que les consienten todo, que trabajan la mitad del día para pagar sus antojos, sin regañarlos por nada.
Mi madre también friega, dentro y fuera de casa. Le duelen las piernas los días de fiesta en que no sale a trabajar, qué curioso, pero apenas nos compra ningún antojo ni a Lucía, la pequeña, ni a Santiago, el hermano mayor, ni a mí. Nos hace esperar a nuestros cumpleaños cuando insistimos mucho con algún juego, o con cierto conjunto de ropa que se salga del presupuesto del mercadillo de saldos. Mi padre nos entrega la paga la primera semana de cada mes. Las otras semanas vivimos de los escasos ahorros que estiramos.
Sólo pruebo las chucherías esos siete días, y veo al resto de mis amigos comérselas los otros veintitrés. No me importa.
Jugando y corriendo no te acuerdas de las bolsas de patatas fritas, no existe la ropa nueva, no hay trifulcas que presenciar, ni penas de amor que escuchar a tus compañeras. Mis amigas sufren demasiado. Siempre les gustan chicos imposibles, muchachos que no tienen ojos en la cara, demasiado mayores o demasiado críos. La primera, Sandra. Suspira cada quincena por un chico distinto, de nuestra clase o de otras, y tengo que escucharla a cada momento. Ella cambia y avanza a pasos agigantados, como si en vez de tener doce años, tuviera catorce o quince, como si alguien le infundiera prisa por crecer.
Mis aficiones son escuchar música y jugar al fútbol. No quiero enamorarme. Bastante trabajo tiene Sandra. Su hermano y yo casi la obligamos a estudiar, y en tiempo de exámenes la cortamos cuando empieza a relatarnos sus penas. Gabriel no la escucha, claro, y yo me permito enseñarle las tapas del libro de mates cuando comienza a suspirar. Debe ser cuestión de la sangre o de la herencia. Su hermano y yo tenemos miedo de que cualquier día nos deje plantados con el balón, y se largue con alguna panda ajena, donde le haga caso alguno de esos chicos de pañuelo anudado bajo la gorra.
Entonces no estaremos los tres juntos para hacer equipo. No sé qué prisa tiene por contar con alguno de esos novios salvajes. Tampoco a ningún chico de nuestra clase lo encontraría yo adecuado para salir con él. Los veo pequeños para ella y para mí. Hablamos a veces del instituto, al que iremos al curso que viene, y que debe estar lleno de muchachos mayores. De peligros claros, según mis padres, por la edad y la libertad de poder salir a la calle en los cambios de clase. Tal vez las pistas de deporte del instituto estén todavía más solicitadas y cogidas que las del colegio. Será lo más probable, así que no quiero pensar en el curso próximo. Falta mucho tiempo aún, y antes habrá que hacer mil deberes de cálculo, y estudiar los mapas de geografía que nos quepan en la cabeza.
Nuestra tutora nos amenaza con todo lo peor, si no terminamos este curso sabiendo escribir sin faltas de ortografía, y solucionando cuantos problemas matemáticos se le ocurren. Es demasiado exigente, y confía en nuestra memoria portentosa, según dice. Nosotros no estamos tan seguros. La obedecemos en todo, sin remedio, y no nos deja ni siquiera respirar en clase. Nos cambia de sitio mensualmente, a traición, el día que menos lo esperamos. Nos hace dar conferencias en público a los demás compañeros, nos pone en semicírculo y nos pregunta la lección una vez y otra. Nos saca a la pizarra, nos mezcla: chico con chica, baja con alta, colombiano con española. Hablamos de todos los países representados en el aula. Cada cual cuenta la música que escucha en casa, la que les gusta a sus padres, la que está de moda en sus ciudades de origen. Mis compañeros se vuelven locos buscando en Internet las fiestas tradicionales de los países de sus padres, y preguntando a sus madres los ingredientes de platos apetitosos, los que comen a diario y los que preparan los días de fiesta.
Ya somos mayores para disfrazarnos como antes, de pastores en Navidad y árboles sin hojas en otoño. También demasiado grandes para vestirnos de madrileños de mil ochocientos ocho, a principios de mayo, pero la tutora nos hace representar funciones o diálogos pequeñitos, como cuando estábamos en segundo o tercero. Es una maestra exigente, que no permite que un solo alumno o alumna no participe de todas las asignaturas. No deja discutir sobre nacionalidades, nos lo tiene prohibido. Es que los rumanos no quieren hablar con los rusos, ni las dos venezolanas con los colombianos.
Tampoco quieren sentarse los americanos en el autocar con los europeos, cuando vamos de excursión, así es que si no hay mezcla voluntaria, ella, Amelia, la tutora, nos revuelve a la fuerza, y viajamos enfurruñados en el autocar por lo menos diez minutos, hasta que con las canciones nos vamos soltando y animando.
Las excursiones, aunque son didácticas, me gustan casi tanto como las canciones de la radio. Siempre visitamos una fábrica de leche, donde el olor a yogur caliente nos revuelve el estómago, o de otros productos alimenticios. Con un poco de suerte, el encargado nos invita a algún pastel con refresco en mesas preparadas, frente a los cristales que reflejan las máquinas envasadoras.
También hemos visitado museos y ciudades históricas. Sobre todo este último curso, donde fuimos a Toledo y Segovia, habiendo estudiado antes las costumbres y reyes de la Edad Media. Amelia nos preguntó al volver de esas capitales si nos hubiera gustado vivir en aquel tiempo, donde al parecer los niños y las niñas jugaban en la calle, en contacto con la naturaleza y los animales domésticos, pero aprendían en seguida a trabajar con sus padres en los campos. Sonaba maravillosa y extraña la ausencia de colegio que nos pintaba, la facilidad para jugar a tus anchas todo el día, al aire libre, sin que se te durmieran las piernas debajo de un pupitre, sin tener que pasarte la mañana atendiendo y la tarde preparando ejercicios, cadenas de ejercicios, fáciles y difíciles.
Pero no me gustaría, reflexioné, sentarme a bordar sábanas con mi madre, después de haber lavado la ropa en un arroyo helado. Los chicos sí prefirieron la edad media en su mayoría. Para pelearse toda la vida unos contra otros y no madrugar nunca, según dijeron. Amelia habló del hambre y las enfermedades que se extendían por los pueblos y las villas, de los tributos injustos y las clases sociales, del desprecio por la vida y la aplicación taxativa, así lo mencionó, de la justicia, del miedo de la gente a los poderosos y a la vez de su obligación de trabajar la tierra para ellos. Se lo conté a mi padre y él me habló de las labores en el campo, que conoce muy bien. Mal pagadas y poco agradecidas, pero reconfortantes. Buenas, sin embargo, porque se realizan en equipo y te hacen utilizar las manos, la cintura y las rodillas. También el cerebro, calculando el ritmo de cada movimiento de la azada entre los surcos.
Mi padre siempre hubiera preferido la edad media. De hecho, cuando fue joven, se hubiera quedado a trabajar en el campo, en las huertas donde iba a jornal, como recolector sobre todo, sólo por comer a la sombra una cazuela de patatas con carne y pimientos que servían de rancho, o que mi madre y antes mi abuela le empaquetaban al amanecer, pero tenía que conseguir más espacio y sueldo para alimentarnos a nosotros, por eso vino hasta aquí.
Además mi madre dejó su trabajo en una fábrica química de Huelva para cuidarnos, con lo que decidieron emigrar a Móstoles, como sus hermanos mayores. Mis tíos y mis primos viven en distintos pueblos de la Comunidad de Madrid, casi todos en el sur, para estar más cerca de Andalucía. Es la explicación de porqué compraron sus pisos en esta zona.
Mi padre es pintor y trabaja a rachas. Hay semanas enteras, sobre todo en el invierno, en que no encuentra faena. Luego llegan meses en que se va de casa temprano, y viene tarde oliendo a pintura y pegamento desde la entrada. Me gusta ese olor más que el de la colonia, y sobre todo mojar los pinceles y las brochas en los botes nuevos de esmalte, recién abiertos y rebosantes de color.
Mi padre nos deja pintar alguna pared de casa todos los meses de agosto. Le ayudamos y aprendemos con mucho cuidado. Mi madre sufre viéndonos, pero se ríe, contemplándonos con nuestros pijamas de batalla, ideales para mancharnos, y nuestras gorras caladas.
Pintamos con método, al estilo de papá, no a lo loco y de prisa. Brochazo arriba y abajo, abajo y arriba, mordiéndonos la lengua cuando nos cansamos del movimiento uniforme, y el sudor nos cae por la frente, sin manos disponibles para quitárnoslo. Variamos de color año a año. Lila, naranja, verde botella, oro... Tonos fuertes y a veces con mezcla. El año pasado pintamos nuestro cuarto satinando el fondo, como si hubiera una ola salmón y blanca en la lejanía. Un año papá dejó todos los techos de color y las paredes blancas, que no es lo corriente.
Hasta el curso pasado, él nos llevaba al colegio los días que no tenía trabajo, que podían ser muchos o pocos, según la suerte. Se turnaba con mi madre, que ha tenido mil empleos diferentes, y con mis vecinas. Aún ahora nos acompaña a Lucía y a mí, aunque yo no camino a su lado como un perrito faldero, que es lo que hace ella. Me encanta moverme cerca. Adelantarme y esperarlos. Santiago es peor que yo y jamás le da ya la mano a papá. Va al instituto y viene contando historias espantosas que ocurren en su clase. Se levanta una hora más pronto que nosotras y vuelve a casa antes también.
Así que pintar, que es la profesión de mi padre, me entusiasma. Fregar, en cambio, que es el oficio de mi madre, no me gusta, y ella tampoco se obsesiona con que practiquemos.
El gusto por el ritmo se lo copié a Santiago. Tiene dos años más que yo y le obsesiona la música. Cualquier género. Los grupos anglosajones, sobre todo, aunque también escucha clásica y de solistas españoles o extranjeros. Domina ese campo más que todos sus amigos. Y yo, a fuerza de observarlo, he adoptado sus mismas preferencias. A veces, insistiendo bastante, conseguimos que papá nos lleve a la puerta de algún concierto y vemos, con mucha suerte, la entrada del grupo o quizá escuchamos sus canciones en las inmediaciones del estadio, o la plaza de toros donde toque. Pagar, no nos paga mi padre ningún concierto, y como lo tenemos asumido, ni siquiera lo pasamos mal. Mi madre prefiere que dejemos la música, por mucho que nos ayude a aprender y traducir inglés y estudiemos en silencio. Quiere ver eso a todas horas. Que salgamos del ordenador, sobre todo Santiago, que lo tiene casi en exclusiva y repasemos los libros, con la vista metida entre las páginas. ¿Cómo podremos convencerla de que a través de la pantalla estudiamos a base de cortar, pegar y releer?
En los últimos tiempos, mi madre parece triste, como si algo que no nos cuenta le diera vueltas dentro de la frente, y no le dejara sonreír. Está preocupada, creo, por Yoana, la madre de Gabriel y Sandra, que después de una dura gripe, no mejora, y se le oye toser con insistencia.
Los mellizos comentan que su madre se convulsiona por las noches y acude al médico muchísimo. Desde hace días salen ellos a la compra y preparan tostadas con queso para comer a cualquier hora, cuando su madre no se levanta. Sandra parece que últimamente marea un poco menos con sus obsesiones por chicos guapos. Vamos hablando de los deberes, bordeando el colegio, y me hace mirar a cualquier muchacho, quizá alguno de casi veinte años que camine delante. Le sigo la corriente y opino, pero muchas veces el chico gira y ya nadie puede verle, para desilusión de mi amiga. Dice que yo no tengo sangre, o que sólo me corre por dentro para escuchar música. No cambia de idea ni siquiera con el fútbol. Si pudiera concentrarse en lo que hace y no en lo que circula alrededor, le iría estupendamente.
Sandra y Gabriel, cuando están en mi casa, miran a mi padre. No tanto a mi madre. Sonríen cuando él viene a vernos jugar en el patio, a la salida del colegio. Los cinco minutos que nos dejan hasta el cierre de la puerta principal, una vez que todo el mundo se ha ido ya, nos saben a gloria.
Dura ese ratito muy poco, y la tutora se cansa de repetirnos que no podemos hacer esperar a Pepe, el conserje. Amelia nos advierte que abreviemos, pero a la vez empuja a los compañeros a jugar con nosotros. Casi los trae a la fuerza y despacito, en el recreo, o a la salida, a las cuatro y media, y los suelta para que corran como si fueran juguetes mecánicos. Me mira y me indica.
Yo no tengo problemas en admitir a nadie. Sé muy bien lo que duele que los colegas de juego te pongan mala cara, que se rían, que te ignoren, que te nieguen. Amelia me trae, o nos trae cada mes a algún alumno o alumna nuevo, de los que proceden de países lejanos de Europa y no saben nada de español, o de los que lo hablan en América, pero se han dejado a sus mejores amigos muchos kilómetros atrás.
Jugamos juntos, y ellos acaban tirando la cara de palo que siempre traen, para gritarnos palabras de alegría que no entendemos. Luego, cuando el conserje viene rápido a cerrar la puerta del colegio, acuden a mí, que sólo soy la dueña de la pelota, y me estrechan la mano o me dan un beso, como hizo uno un día, sin importarle la carcajada general, pues sólo las chicas nos saludamos así.
Me encanta que mi profesora esté satisfecha conmigo. Me gusta más incluso que sacar buena nota, cuando a veces la obtengo. Amelia siempre repite que debemos tener mil precauciones para no dar balonazos a ningún alumno, sea mayor o de infantil, o padre o madre que haya venido a recogerlo. Nos esforzamos en hacerle caso. Si al terminar mi padre y mi hermana están mirándonos como embobados y por casualidad aplaudiendo, como si fuera un partido oficial, los mellizos y yo nos deshacemos de felicidad.
Emociona que haya público, aunque sólo sean dos o tres los espectadores entregados. Papá jugaba en su barrio de Huelva, entre las ventanas enrejadas, dice, mientras las vecinas chillaban desde dentro de sus casas, para que los traviesos chicos, según ellas, no les rompieran las macetas. Papá nos llevaría a los tres a clase de fútbol si hubiera un grupo o entrenador que nos aceptara a Sandra y a mí y nos pusiéramos de acuerdo.
Hay un profesor de fútbol extra escolar en el colegio que nos echa una mano, pero no tiene tiempo para darnos clase. A lo sumo nos está facilitando direcciones donde ir a reclamar otro entrenador de chicas o que al menos las admita en sus grupos de chicos. Esas direcciones no están cerca de casa. El equipo femenino más próximo entrena a casi media hora en coche y una hora en autobús. Juegan los sábados y muchos de ellos papá trabaja toda la mañana. Mamá no conduce y ahora no parece dispuesta a llevarnos a ninguna parte. Santiago no es ajeno al fútbol, pero prefiere verlo a jugar. Opina, no corre. Aunque alguna vez ha acompañado a Gabriel a ver algún partido de la liguilla del ayuntamiento.
Gabriel quiere mucho a mi hermano. Lo noto. Se entienden casi sin hablarse, y Santiago se quita los cascos cuando Gabriel y Sandra entran en nuestro piso. Jamás se los quita conmigo. Mi hermano no me hace mucho caso últimamente. Y yo tampoco voy detrás de él como antes. Ha crecido tanto en tan poco tiempo que no hay quien lo conozca. Antes nos daba de merendar a Lucía y a mí, y nos entretenía con cuentos o películas hasta que mamá o papá entraban en casa. Me defendía en el colegio con los problemas de fútbol, cuando los he tenido, que no ha sido siempre. Depende de lo borde que sean los chicos, de las ganas de bronca que tengan y de lo unidos o no que estén en no tolerar a las chicas.
También ayuda que los profesores lo observen y nos echen una mano, un ojo, una palabra. Que no nos den la espalda. En ocasiones no hay suerte: los jugadores no se abren, los profesores no miran o están hablando entre ellos o entre ellas de sus problemas, pasando de los alumnos y alumnas que tanto les dan que hacer.
Cuando Amelia vigila el recreo, sin embargo, detecta las trifulcas y acude hacia ellas como un imán. Tiene un radar para escuchar a distancia. Entra en las discusiones cortándolas por la mitad. Habla con el chico y la chica que da o tiene preocupaciones, y no sé cómo consigue que acabe llorando con ella, en vez de acudir al despacho de dirección. No castiga apenas nuestra tutora, y si lo hace, es cuando estamos tan pesados que nos deja callados a todos en la clase quince minutos. El silencio se vuelve insoportable, así que llegamos al final del cuarto de hora resoplando y mordiéndonos la lengua.
No sé lo que me gustaría ser de mayor. Siento que si no es nada relacionado con el fútbol o el deporte, me haré profesora general como ella.
Amelia hoy les ha preguntado a los mellizos por su madre. Apenas les he escuchado contestar. Yo no me entero de si se ha puesto mejor o no. No puedo entender que una madre esté enferma. Mi cerebro se bloquea, como si yo fuese una cría. No querría de ninguna forma que mamá permaneciera en la cama un día sí, otro no y el siguiente de nuevo lo pasara postrada. Que no estuviera pendiente de mí, de mi ropa, mis exámenes y mis comidas a cualquier hora. Adoro a mi padre, pero mi madre es como mi piel y mis pensamientos. Va detrás de mí como una sombra, y se adelanta a lo que pienso y a lo que voy a decir. Escucha a Lucía, habla a Santiago, pero al mismo tiempo me está mirando a mí. Cuando lo hace, que es siempre, sin que me lo repita, yo recuerdo lo que me queda por estudiar, mi cama que está aún sin hacer, la habitación que tengo que ordenar.
Duermo con mi hermana, pero soy consciente de que yo soy la que más desordena el cuarto. Por completo. Me quito un chándal y me pongo otro. Dejo sobre la cama los calcetines sucios, y también la toalla mojada. Ocupo con el atlas y el material de dibujo todo el escritorio, y sólo le dejo una cuarta a Lucía, que también tiene libros que abrir. Me estoy volviendo egoísta y descuidada.
También me miro mucho en el espejo, porque me desesperan las espinillas que me brotan, y todos los cambios de mi cuerpo que parece otro muy distinto del que era. Hago cada día el propósito de no volver a perder el tiempo con los granos, para no convertirme en una presumida total, como mis amigas, pero creo que me miro y remiro más que ellas. No quiero ser casi la más alta de la clase. No queda bien entre las chicas y menos entre los chicos, a los que saco un buen trozo. De repente soy la más grande de mis amigas jugando al fútbol y advierto algo así como respeto entre los demás. Penoso que la altura valga para imponerse, pero yo me aprovecho mientras pueda. Me gusta que me mimen y consideren, que me echen de menos. No sé lo que me aguarda el curso próximo, donde seremos los pequeños del instituto, después de haber disfrutado de ser los mayores del colegio.
Mamá y Yoana trabajan juntas en la misma empresa de limpieza. Una le habló del trabajo a la otra. Hoy ha venido más triste que nunca. No hace falta que nadie nos recoja, pero esta tarde mamá nos ha traído a Sandra, a Lucía, a Gabriel y a mí. Ha preparado tazas de chocolate para merendar, como si fuera fiesta. Ha dicho que los mellizos se quedarán a cenar y dormir con nosotros, como otros días en que Yoana no estaba bien, pero hoy parecía más preocupada.
Ha estado ayudándonos con los deberes, sin importarle si la lavadora había terminado el programa o no, y se ha ido cuando ha llegado papá. Ha dicho que iba a pasar la noche con Yoana en el hospital, donde la han ingresado a primera hora. Gabriel y Sandra le han dado un beso de despedida. Luego ha ido a dárselo Santiago, que no besa a nadie nunca, y por último Lucía y yo.
No sé lo que nos ha pasado por los brazos, como una corriente eléctrica de miedo y amor. No queremos que mamá no duerma en casa. Será muy extraño no encontrarla mañana al levantarnos. Será como incorporarnos sin saber si ha amanecido o no, y si no va a hacerlo nunca más. Tendremos miedo de subir las persianas, de calentarnos la leche en el microondas y hasta de retirarla quemando o congelada.
Papá nos ha atendido muy bien. No se le notan las preocupaciones, como a mamá, si alguna vez las tiene, y no cocina nunca verdura para cenar como ella. Nos ha dejado ver una serie de televisión que a él le gusta aunque no es para menores, según dice. Mamá no quiere que la veamos y discute con Santiago, que es quien más se enfrenta por discrepancias con la televisión. Sandra se ha emocionado con la serie. Es de adolescentes enamorándose en un colegio privado, con chicos guapísimos y chicas súper mayores que nunca tienen que estudiar.
No hay problemas de camas en casa. Santiago tiene una debajo de la de él para Gabriel, y Lucía tiene otra debajo de la suya para Sandra. Hemos estado hablando las tres hasta que papá ha venido por segunda vez a mandarnos callar enfadado. Quería que dejáramos la puerta abierta, a ver si parábamos de conversar definitivamente, pero le hemos convencido para que la cerrara, prometiéndole dormirnos de verdad.
Lucía es la peor. Parece la mosquita muerta que sin embargo no para. La niña encantadora que no se entera y lo sabe todo. La que cuenta mil historias para regocijo de Sandra, que no da crédito. No sé dónde aprende tanta cosa. Es como si los hermanos pequeños se apropiaran de nuestra historia y la asumieran en la suya, resultando ser mucho más listos, y con más suerte que nosotros mismos.
También se oía reír en la habitación de los chicos. Después ha caído el silencio y yo me he dormido de puro cansancio. He creído sentir a Sandra dar vueltas y vueltas durante la madrugada. Algún miedo la llevaba de una parte a otra de la cama y me lo contagiaba a mí. En sueños he recordado el semblante grave de mi madre cuando se ha marchado. No he sabido adivinar lo que me quería decir y no me ha dicho, como si temiera que aún fuera demasiado pequeña para entender.
Y lo malo es que creo que está en lo cierto. No soy una criatura, pero tengo miedo de saber cualquier verdad. No quiero que haya novedades en mi rutina de colegio y fútbol, familia y libros. No deseo crecer más. No pienso ir al instituto. Al menos sin rumiarlo y prepararme durante todo el verano. No quiero tener la regla. No quiero que me crezcan los pechos. Me hace gracia que Santiago sea tan alto y que Lucía entienda tantas cosas, pero habrá que parar esto.
Este lío de mis dos amigos que me miran sufriendo, sin protestar, sin rabiar siquiera por no cenar en casa, con sus muebles y sus hábitos. Sandra habla menos estos días y parece ausente. No quiere derrumbarse. Habla y se apoya en su hermano. Que alguien me explique lo que pasa. Que me cuenten qué tengo que decirles a Gabriel y a Sandra que les valga para algo.
No sé por qué siento que Yoana no volverá. Al menos mañana. Una certeza mayor que el miedo me tiene sobrecogida. Ese catarro horrible que nunca se le cura es peor que malo. Está luchando dentro de ella y es negro como una sombra sin color. Lo adivino en la distancia. Ha sonado el teléfono, y sólo puede ser mamá. Aún falta para que amanezca.
El pánico se me ha transformado en hielo. No me hagáis crecer a la fuerza. No quiero comprender la realidad. Hace frío para despertarse y levantarse. Quiero que mi madre duerma, esté donde esté, cuide a quien cuide. Y yo también querría dormir si mis ojos se cerraran y no los sintiera grandes, ajenos, escurridizos. Escucho un bisbiseo de mi padre, que ha colgado al fin. Siento un silencio extraño, como de brujas que hubieran entrado a nuestra casa. Viene él por el pasillo y abre la puerta de los chicos. Luego la nuestra. Las sábanas me oprimen el cuello.
Déjanos dormir, papá. Piensa que es sábado. Déjame ir a vuestra cama, meterme entre vosotros y taparme con la colcha. Cuéntanos otra vez el cuento de La Viejecita de los Gansos. Cada vez lo narras de una forma y nunca te acuerdas de la verdadera. Haznos cosquillas hasta que nos desplomemos de risa. Trae churros para desayunar y cuéntanos historias de Huelva, de la que tienes en el recuerdo y puede que haya cambiado mucho. Háblanos del mar y de la luz, de las fresas y las fábricas, de tus circuitos en bicicleta por entre las higueras.
No nos digas lo que pasa. No se lo comentes a Sandra. Por favor. Y menos a Lucía. Odiaré que ellas sufran y yo no tenga fuerzas para consolarlas. No nos mires. No nos llames para ir a la cocina. Inventa un mundo diferente para nosotros, tú que sabes hacer de todo. Llévanos a jugar al fútbol. Coge el balón en el armario de la entrada. No les digas nada a los mellizos. Ningún chico se parecerá nunca a ti, ni me hará levantarme de golpe donde esté, como tú haces. Reza en la catedral de La Merced y entra luego en nuestra habitación.
Deja que la marea se lleve las noticias malas. Tú no sabes lo que es ser la hermana mediana. Ocupar el punto intermedio de tres. No importamos tanto como el mayor y la pequeña. Creéis que somos fuertes pero es mentira. Soy de arena y barro. Las olas de tormenta me dejan vacía, como una caracola abandonada. No me pidas que me haga cargo de mis amigos. Ya tengo a mis hermanos. O ellos a mí. No querría compartir a Sandra y a Gabriel con vosotros, pero tengo la impresión de que así será. No pueden quedarse en el vacío.
No soy tan egoísta como para no comprenderlo. Ellos dos vinieron del Atlántico también. Se bañaban en sus playas como tú, sólo que a muchos kilómetros de distancia. La brisa les alborotaba el pelo de niños, y jugaban al fútbol entre calles que olían a salitre. Su padre los abandonó cuando nacieron. No los abandones tú. Si me ayudas a soportarlo, te escucharé con ellos y les daré la mano. La chicas que hacemos deporte jugamos en cualquier terreno, con quien sea, como se pueda, con quien se avenga. Jugamos en equipo y pasamos la pelota. Compartimos el bocadillo de después, los goles y los fracasos.
Ven a contarnos cualquier cosa, pero tarda aún unos segundos. Sandra sueña todavía con sus novios imposibles. Dínoslo despacio. No nos dejes llorar con la boca abierta. No menciones la muerte en esta casa. No me destroces, papá.
La enfermería
“La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.