José María Fernández Núñez
El decreto dado por S. M. el
rey Jose I Bonaparte en 3 de marzo de 1809, en que mandaba formar una
sociedad de accionistas para continuar con las labores del canal que discurría de
Guadarrama a Madrid, para cuya ejecución cede el rey todos los terrenos
pertenecientes a la corona en el recinto del Pardo, y demás que se encontrasen
a la derecha del canal y a la izquierda del camino desde el Escorial a Madrid;
al paso que evidenciaba la generosidad y la plena disposición de José I por
aumentar la felicidad y mayores comodidades de los súbditos de su capital, resultando
un presagio seguro de que no omitirá por su parte sacrificio ninguno, por
grande que sea, siempre que de él resulte algún beneficio para la nación. La
consideración de las ventajas incalculables que necesariamente han de lograr
Madrid y sus pueblos inmediatos con la realización de este proyecto, provocaron
algunas reflexiones sobre la navegación mediterránea y sobre el comercio
interior, no pudiendo este llegar a ser fácil y expedito donde aquella
no se había perfeccionado.
Esta verdad fue harto
conocida y familiar entre los pueblos en los reinados de Carlos I y de su hijo
Felipe II. Aquél en una instrucción que dio a Hernán Cortés le encargó que
cuidara de que las nuevas poblaciones que se hiciesen en Nueva España
estuviesen inmediatas a los ríos principales y más caudalosos, a fin de que por
medio de la navegación pudiesen subsistir con mayor facilidad, y hacer mayores
y más prontos adelantamientos en su prosperidad. Por aquel tiempo se
trató también, y aun se llegaron a proponer diferentes proyectos para unir el
mar del Sur con el Océano, cortando el istmo de Panamá, o por el lago de
Nicaragua, para facilitar el comercio de Chile y Perú. El reino mismo
congregado en cortes propasó a Carlos I la necesidad de abrir canales de
navegación y de riego para el transporte menos costoso de los géneros, para el
fomento de la industria y de la agricultura y para la fertilización de
las tierras, que por falta de agua se quedaban sin dar fruto, o le daban muy
escaso en años de sequía. Felipe II, aunque distraído en guerras extrañas,
inútiles y dispendiosas, pensó poner en planta este proyecto, y dio algunos
pasos para hacer navegable el Tajo hasta Lisboa; y acaso lo habría conseguido
si las continuas guerras que sostuvo no hubiesen agotado la sangre y los
tesoros de sus vasallos. En el siglo XVII se cuidaron muy poco de estas ideas
benéficas: nuestra antigua grandeza padeció en él un eclipse que obscureció
toda su brillantez, pues todo cuanto se había obrado o comenzado a obrar
con gloria en los siglos anteriores, se entorpeció o se deshizo en este con
ignominia. Sin embargo, en el año 1686 no faltaban todavía almas nobles y
generosas, que conocían y clamaban, a pesar de las preocupaciones dominantes,
que era indispensable la construcción de canales, porque de no hacerlo así se
arruinarían del todo nuestra agricultura, industria y comercio. Dos sujetos
acaudalados de Flandes se ofrecieron por entonces a dar concluido en pocos
años, y a su costa, el canal desde Guadarrama a Madrid, donde se sentía
ya la demasiada alza del valor de los objetos de primera necesidad por el
inconveniente de transportarlos a lomo de las caballerizas. El premio que
exigían en recompensa de estos sacrificios era el derecho de peaje por los años
que se estipulasen. La corte remitió este proyecto a informe de dos consejeros
de Hacienda, los cuales le dieron por el pie, sin otra razón que la de ser
extranjeros sus autores; quienes, decían aquellos ministros benditos, se
engrosarían con nuestro dinero, y luego se retirarían con él a su patria.
Puede asegurarse que los
verdaderos elementos de la ciencia económica apenas han sido conocidos entre aquella
sociedad hasta el siglo XVIII. El ejemplo de Francia, Holanda, Inglaterra y
Alemania, que habían llevado la facilidad de su comercio interior respectivo
hasta el punto a que parecía poder llegar; la abundancia y baratura que esto
proporcionaba en sus mercados, hicieron revivir en España en el siglo pasado la
idea de la construcción de los canales. A esto deben atribuirse los pocos
adelantamientos que durante él hemos hecho en la navegación interior; los que,
si no han sido mayores, no ha sido ciertamente por la ignorancia ni por la
natural desidia que voluntariamente nos echan en cara los escritores
extranjeros, sino por la escasa o ninguna protección y fomento que ha
dispensado el gobierno a estas obras útiles. En prueba de esto basta recordar
que el proyecto grandioso para el plan general de canales, propuesto al
gobierno no hacía muchos años por una asociación de personas de las más
acomodadas y de la primera calidad; fue admitido con una frialdad
verdaderamente reprehensible, por la oposición que acaso haría la intriga de
algún cuerpo, o el interés mal entendido de algunos particulares.
Este y otros ejemplares de
la ninguna correspondencia y premio que han recibido los que han consagrado su
tiempo, sus desvelos y sus facultades en obsequio y bien común de la patria; la
necia y baja idea, que vulgarmente se ha tenido de aquellos hombres útiles que
se han tomado el trabajo de leer, reflexionar, ordenar y proponer planes de
felicidad pública, denigrándolos con la odiosa nota de proyectistas
noveleros, y confundiéndolos así injustamente con los que lo son o lo
fueron en realidad; han sido las verdaderas causas del lastimoso estado en que
se hallaron, y de aquella apatía vergonzosa con que se ha mirado todo lo que
podía aumentar la prosperidad del estado; a que se agregaban las rivalidades,
los celos o los odios de la ambiciosa soberbia, del amor propio y de la inercia
insensible de algunos particulares, la ignorancia presumida, y las vergonzosas,
ocultas y obscuras maquinaciones de rateras y viles pasiones contra los
esfuerzos generosos del celo patriótico, que con sus facultades y luces se
dedicaba a promover la felicidad y gloria de la nación.
Por dicha nuestra, el nuevo
gobierno que actualmente los dirigía conocía y sabía apreciar el mérito de las
cosas: admitió gustoso cuantas propuestas y planes se le presentaron dirigidas
al aumento de la prosperidad nacional; y convencido como estaba de la absoluta
necesidad que tiene nuestro suelo de los canales de navegación y de riego para
los progresos del comercio interior y de la agricultura, dispensará toda la
protección y auxilios necesarios a cualquier asociación que medite y piense
realizar alguna de estas obras grandiosas, por medio de las cuales la nación
llegará a tomar otra vez la superioridad y ascendiente que tuvo en los siglos
de su mayor lustre y poder.
Es constante que España
conoció mucho antes que otras naciones de Europa que la libertad y facilidad de
la navegación y comercio interior son los medios más a propósito para mantener
en los pueblos la abundancia y baratura de toda suerte de géneros
y consumos; pero también ha habido tiempo, por desgracia nuestra, en que esta
importante verdad ha sido desechada o desatendida; y entretanto las
otras naciones, observando cuidadosamente la decadencia de su prosperidad, se
apresuraron a corregir sus códigos económicos, políticos, rústicos y urbanos,
promovieron la circulación interna de sus frutos, la desembarazaron de las
trabas que podían detenerla en su carrera; y con las buenas providencias que
tomaron, dictadas por la rivalidad, por la ilustración y por la experiencia, se
elevaron en el espacio de dos siglos al alto grado de poder y de grandeza en
que las vemos. No se asustó España, por el engrandecimiento de ellas, debiendo
tener tantas razones para temerle, ni previó las consecuencias funestas que esta
novedad había de acarrearla algún día, y fiada en sus fuerzas, que cada vez
iban disminuyéndose, distraída en las guerras de Flandes, Milán, Nápoles etc.;
y empeñada en sostener a toda costa aquellas posesiones precarias, abandonó
enteramente sus verdaderos intereses, y al fin se encontró agotada de sangre y
de recursos, abandonada su agricultura, y destruidas sus fábricas y su
industria.
Sin embargo, cuando parecía
que las demás naciones deberían estar agradecidas a España de su inacción, y
desear que nunca despertase de su letargo, no han cesado de insultarla,
tachándola de perezosa, y asegurando que este es un defecto inherente a nuestro
carácter nacional: sin advertir que muchos siglos antes que Holanda fuese
comerciante, Inglaterra industriosa y Francia sabia, eran ya célebres y
concurridas de todo el continente de Europa nuestras ferias; que nuestros
buques de comercio catalanes y
andaluces surcaban mares cuyo nombre apenas conocían ellas; que conducían
nuestros frutos y los productos de nuestra industria a todos los puertos del
Océano y Mediterráneo hasta Asia, de donde exportaban las principales
mercaderías de Levante y de Oriente, de que después surtían a otros estados: no
reparan que su pabellón dominó los mares por espacio de 3 siglos; que su marina
era por confesión de ellas mismas, la más diestra y aguerrida, y superior a la
que entonces podía presentar Europa entera; al que sin tener grandes recursos
en su interior, no podía haber ocurrido a los crecidos gastos que ocasionaban
las continuas guerras contra los moros y en Italia, aún antes que recibiésemos
los tesoros de América; y cierto que sin industria, sin fábricas y sin
agricultura, mal pudo ser España una nación rica, guerrera, marina y
comerciante. Así que, el origen de nuestra decadencia no debe atribuirse a la
supuesta holgazanería, ni a la desidia que sin distinción de tiempo se nos
quieren atribuir. Otro es el principio del monstruoso trastorno que ha padecido
la España moderna. ¿cuáles pues han podido ser sus causas? Indicare algunas de
las que me parezcan más principales, y que el descuido, la falta de previsión,
y la desgracia de los tiempos han ido multiplicando sucesivamente, reservando,
para después la indicación de los remedios que creamos más propios y adecuados
para corregirlas.
Desde luego se echa de menos
ver que entre las infinitas causas que, después de la poca actividad de los
gobiernos anteriores en promover la construcción de canales y caminos, pueden
haber influido para la ruina de nuestro comercio interior y de nuestra
industria, no han tenido pequeña parte el sistema vicioso y mal organizado de
nuestras aduanas; las tasas de las manufacturas y de los comestibles; las leyes
suntuarias, las alcabalas, cientos y millones; los peajes, montazgos, portazgos
y castillerías; los cuadernos y leyes de la mesta; los privilegios y
monopolios; las alzas y bajas de la moneda; la viciosa recaudación de las
rentas; las ordenanzas de gremios; los tratados de paz y de comercio
estipulados con las naciones extranjeras, y principalmente con Inglaterra; las
ordenanzas de marina; los reglamentos sobre el número de hilos sobre la
calidad, ley y peso de nuestras manufacturas de seda y de lana; la tolerancia con
que se ha permitido la introducción de estas mismas manufacturas de fábrica
extranjera sin estos requisitos; la desigualdad de pesos y medidas; la falta de
máquinas y de dibujo ; las expulsiones de innumerables familias moriscas y judías; el total abandono de la
ciencia económica; los reglamentos sobre el comercio de la metrópoli con las
colonias; los nuevos impuestos, derechos y contribuciones sobre las materias
primeras, así en bruto como manufacturadas, y otras mil causas, cuya
enumeración sería infinita. Tal es el triste pero verdadero cuadro de nuestras
desgracias, y de nuestra deplorable y espantosa decadencia que sigue en plena
vigencia.
El exponer la más o menos influencia
que han tenido en nuestra decadencia todos los obstáculos que han entorpecido
nuestra navegación y comercio interiores, daría margen a discusiones minuciosas
y prolijas, ajenas de este lugar. Solo sí expondré que los principales
obstáculos que han obstruido la circulación interna de nuestro comercio y
navegación mediterránea han nacido del sistema de gobierno que prevaleció entre
nosotros en la edad media, que han sido el resultado del régimen feudal que ha
subsistido en España por tantos siglos, y de la excesiva división de
nuestro suelo en estados independientes, siendo tantos sus Soberanos como las
provincias de que se compone. Diseminada entonces la autoridad pública en
muchas manos, faltó necesariamente la fuerza suficiente para acometer empresas
de gran magnitud. Por otra parte, formando cada provincia un reino separado,
los intereses de sus Soberanos respectivos eran encontrados y diversos: la
necesidad de defenderse contra las invasiones de sus vecinos hacía que la
aspereza de los caminos y la incomunicabilidad de las provincias, y aún
de los pueblos entre sí, constituyese una parte esencial de la política de
aquellos tiempos. Cada reino o provincia tenía su código peculiar; cada código
su sistema económico, mercantil y de hacienda, que solo miraba a la utilidad
del distrito respectivo. Como cada Soberano no podía contar sino con las rentas
que le producía el corto terreno en que dominaba, cuidaba de que los reinos
comarcanos no introdujesen aquellos géneros o frutos que creían podían
perjudicar a la agricultura, a las fábricas o al comercio del país. He aquí el origen del
establecimiento vicioso de las aduanas en el interior del reino, de los
infinitos y ruinosos derechos y gabelas que han pagado nuestros frutos en el
transporte y circulación de provincia a provincia, y aún de ciudad a ciudad, y
que no han sido abolidos después que las provincias todas de la
península llegaron a formar un solo reino, y cuando
sus intereses eran ya comunes y homogéneos. Tan lejos de eso parece que
nuestros mayores trataban de que estos males arraigasen cada vez más, cuando en
vez de aplicarles el remedio conveniente por medio de una circulación libre y
desembarazada, aumentaban las trabas concediendo gracias, fueros y privilegios
a los pueblos y ciudades, de que se siguió que, cada uno de ellos tuviese su
código económico y municipal aparte; cuyos intereses estaban en una pugna
perpetua con los de los demás pueblos en particular, y con los de la monarquía
en general.
Esta contradicción de
intereses opuestos de pueblo contra pueblo, de ciudad contra ciudad, y de
provincia contra provincia, era la mayor de las desgracias, y la guerra más
cruel que podía sufrir nuestro comercio interior. Los reinos de Navarra, de
Castilla, de Aragón, de Valencia, Granada, Sevilla y Córdoba se trataban
económicamente entre sí, como al presente pudieran tratarse España, Inglaterra,
Francia y Holanda que admiten, prohíben o dificultan con sobrecargas los ramos
de comercio que creen convenirles o incomodarles. A las sedas, por ejemplo, de
Valencia y de Murcia les estaba prohibida la entrada en Granada; y esta ciudad,
siendo la capital de los pueblos de su costa y de las Alpujarras, tiene
cerradas sus puertas a los vinos preciosos y baratos que pudiera recibir
de aquellos territorios.
También es cierto que
después del descubrimiento de América y de la India los españoles se han
dedicado con mayor esmero a extender el comercio exterior que a facilitar el
interior, el cual por todos títulos merecía la preferencia. Los españoles, que
hemos sido los primeros a dar la vuelta al mundo, después de haber cruzado
mares dilatados, explorado ensenadas desconocidas y remotas, descubierto
golfos ignorados, fundando colonias en las extremidades de la tierra, y
hecho temible nuestro pabellón en los dos hemisferios, no hacemos todavía en
nuestra propia casa un camino expedito, ni un canal navegable por donde circulen
nuestras producciones. Nos ha sido más fácil el derrotero de Bengala,
del golfo mexicano y del mar del Sur, y disfrutar a menos coste el lujo
del Mogol, de China y Perú, que socorrer el hambre de una provincia nuestra con
los sobrantes de otra provincia no muy distante.
La naturaleza, prudente
siempre en sus operaciones, ha distribuido los frutos y la fertilidad en
nuestra España, de suerte que unas provincias dependiesen de otras: si ha dificultado
la comunicación entre ellas por tierra interponiendo montañas ásperas y elevadas,
también nos ha provisto de puertos seguros y frecuentes en ambos mares, y ha
atravesado nuestro suelo con ríos caudalosos, por cuyo medio puede lograr una
circulación fácil para los frutos de primera necesidad, que por lo común son
los más pesados y voluminosos. Pero de poco nos ha servido el ocupar un terreno
pingüe, una costa de mar dilatada, y puertos frecuentes en ella, no habiendo
cuidado de impedir que los transportes de los géneros conducidos hasta el
embarcadero aumentasen excesivamente el precio de ellos.
Los canales o los ríos
navegables son el medio más expedito para hacer menos costosos los transportes:
ellos hacen artificiosamente costa las tierras más mediterráneas; aseguran la
venta de los frutos con su pronta salida, y la abundancia no es entonces una
calamidad para el agricultor. Los labradores de la Mancha, Extremadura,
Castilla, Aragón y Rioja, cuyas provincias dan por lo común todos los años
colmadas cosechas de granos y de vinos, encuentran su propia ruina en la misma
abundancia; porque siendo difíciles las salidas y las ocasiones de vender, sus
frutos no se aprecian por el valor que pueden y deben tener, sino por el que
tienen, que por falta de compradores es ninguno. Del poco aprecio con que se
miran allí estas producciones resulta que los habitantes de dichas provincias
se habitúan a consumir más cantidad de ellas que las que necesitan, y este
hábito, convertido en nueva necesidad, encarece su subsistencia. Por eso en
aquellas provincias donde hay mayor comodidad para los transportes, y facilidad
para las salidas, los frutos se estiman más, se tratan con mayor
economía, y los habitantes son más frugales, como sucede en Asturias, Galicia,
Valencia y Cataluña.
La mayor parte de los
reglamentos y ordenanzas de comercio que se han publicado entre nosotros de 5
siglos a esta parte, se han dirigido a animar y fomentar nuestro
comercio exterior, y principalmente el que hacíamos con nuestras inmensas
colonias. E1 comerció interior poco o nada ha ocupado la atención de los
gobiernos anteriores, siendo así que la circulación expedita y rápida de
nuestras producciones mediterráneas bastaría por sí sola a hacer feliz la
nación, a derramar la abundancia en todas sus provincias, fomentar su industria
y su agricultura, y finalmente a aumentar su población hasta el punto a
que puede y debe llegar. Por otra parte, el comercio exterior y de exportación
que es el que verdaderamente enriquece a las naciones, jamás podrá
prosperar ni florecer entre nosotros, sí antes no se remueven todos los
obstáculos que le traban y entorpecen.[1] Francia, Holanda e
Inglaterra, sobre todo, cuyas producciones territoriales no pueden en manera
alguna compararse con las nuestras, ni en su cantidad ni en su calidad y
número, convencidas de que el comercio interior es el que más robustece a los
estados, han puesto toda su atención en promoverle y desembarazarle, ya
construyendo caminos firmes y multiplicados para unir entre sí las provincias más distantes, y ya abriendo
canales para facilitar los transportes de los géneros.
De esta manera han evitado
aquellas terribles situaciones que entre nosotros han estado para aniquilar más
de una vez toda nuestra agricultura, y para ocasionar la ruina de algunas de
nuestras más hermosas provincias. Por falta de tan sabia y prudente economía se
lamentaba ya nuestro ilustre Moncada, que se habían visto en nuestros campos
las mieses por segar, las viñas por vendimiar, y despoblarse los lugares por la
demasiada abundancia de los frutos que no tenían salida ninguna.
La circulación fácil y
expedita de nuestros frutos por las provincias de la península produciría
tantas y tan grandes ventajas, que no será exageración el afirmar que ella sola
nos sería mucho más útil que la posesión de las minas del nuevo mundo. España,
que había conocido la necesidad de construir caminos firmes y canales
navegables para facilitar el transporte de sus frutos de provincia a provincia,
y de estas a la corte, dio desde luego algunos pasos para realizar este gran
proyecto; pero lo abandonó pronto, y puso todo su conato en beneficiar las abundantes
minas que acababa de descubrir en América, creyendo erradamente, como creía
también el resto de Europa, que aquella nación era más rica y opulenta que
tenía mayor cantidad de numerario; que el pueblo que más abundaba en oro y
plata tenía la señal evidente de grandeza y de prosperidad. Así pues, la
inmensa cantidad de estos metales preciosos que venían de México, de Perú y del
cerro de Potosí, quedó estancada en la península, y en lugar de procurárseles
una útil extracción, se prohibió ésta absolutamente, y se mandó que no se
manufacturasen, que era lo mismo que decir que no circularan ni se consumiesen.
Con semejantes providencias la masa de los metales creció tanto que, no
cabiendo ya en el cauce de la circulación interior, salió de madre, y ocasionó
una fatal inundación desconocida hasta entonces en el mundo político, y no
temida ni aun prevista de los sabios. Sucedió pues, que aumentada con exceso la
masa del dinero, iba este envileciéndose poco a poco: el signo general del
comercio fue perdiendo insensiblemente el valor y estimación que tenía antes
del descubrimiento de América, en cuya época valía tanto un marco de plata como
posteriormente tres. Envilecido el valor de la plata, los jornales y las
materias primeras de nuestras fábricas subieron necesariamente de precio, con
lo que los extranjeros, que habían empezado ya a abrir los ojos, nos ganaron la
preferencia en el comercio por la mayor baratura con que daban sus géneros,
porque ellos hacían con cuatro aquello mismo para lo que nosotros necesitábamos
ocho. De esta manera nuestro comercio y nuestra industria, en otro tiempo tan
florecientes, pasaron en poco tiempo a manos de los extranjeros; y España,
fiada más en la engañosa y aparente riqueza de sus metales, cuidó muy poco de
la circulación interna de los frutos de su suelo, con lo que perdió sus
verdaderas riquezas, y con ellas su fuerza, su poder, y la consideración que
había gozado anteriormente entre las potencias de Europa.
Si en los reinados de los Reyes D. Felipe II, III y IV se hubiesen empleado en obras de utilidad pública los inmensos caudales que se gastaron para la construcción y dotación de monasterios y conventos de religiosos de ambos sexos; o si al menos se hubiese aplicado la mitad del dinero que costaron estas fundaciones a la construcción de los caminos y canales proyectados en el reinado de Carlos I, la extensión de nuestro tráfico interior y de nuestra industria y agricultura no se encontraría en el estado deplorable en que la vemos; ni en los años en que la Providencia envía colmadas y sobradas cosechas sobre las fértiles campiñas de Castilla, Aragón, La Mancha y Extremadura veríamos perecer al mismo tiempo de hambre las provincias de Cataluña, Valencia, Galicia, Asturias y Vizcaya, las cuales por esta falta de comunicación interior hallan en los años escasos más utilidad en proveerse del país extranjero que del propio; y cuando los pueblos interiores del reino están sobrantes de granos, encuentran un 20 o un 30 por 100 de ventaja en surtirse de Sicilia, Berbería u otras partes; resultando de aquí gravísimos perjuicios a la agricultura de la nación; promoverse y aumentarse la de países extranjeros, y acrecentarse la población de estos a medida que se disminuye la nuestra.
José María Fernández Núñez
está galardonado con el escudo de oro de la Unión Nacional de Escritores de
España.
