No hay sueños ni en la noche

 

Visita a Don Antonio Machado en Colliure

El anciano que había despertado mi interés y mi consternación era un superviviente de uno de los más trágicos éxodos de nuestra historia contemporánea: la dura caravana de cientos de miles de españoles anónimos, así como de ilustres intelectuales que tuvieron que huir de su patria en la diáspora republicana.

El hombre me había relatado sus recuerdos, con lágrimas que le empañaban los ojos, como si tan solo tuviera que tirar de un fino hilo para hacerlos caer con toda la viveza imaginable. Y esas palabras me volvían a la cabeza:

Yo era solo un niño. Por los Pirineos Orientales, ateridos bajo la nieve y entre tinieblas, a marcha lenta, apenas avanzaba una hilera de bultos andantes. Eran maletillas y sacos en las cabezas y los hombros de soldados, mujeres, niños y ancianos. Los portaban consigo como el único bien que tenían. Digo «bultos andantes» porque quienes los llevábamos vestíamos los mismos colores tristes que los bultos con los que cargábamos y nos confundíamos en aquella continuidad monocromática casi muerta.

La tristeza, el desaliento, el desarraigo, el desamparo, la incertidumbre, el temor y las carencias causaban que nuestro caminar fuera más torpe aún. Tuvimos que abandonarlo todo y no sabíamos lo que nos esperaba. Dejamos, con desazón y profundo dolor, a nuestros seres queridos, y los pocos enseres que teníamos legados por nuestros mayores. Pero no había otra salida y queríamos pensar que algo cambiaría para mejor emprendiendo ese sendero incierto. Andar y andar con un atisbo de esperanza, en busca de la libertad perdida, dejando todo y sin poder mirar atrás. Era el único horizonte posible. Cabizbajos, pero solo mirando hacia adelante, nunca hacia atrás.

Aquel febrero del 39, el pequeño pueblo fronterizo francés de Le Perthus estuvo repleto de refugiados españoles que habíamos tenido que dejarlo todo al otro lado de la frontera. Pensábamos que así escaparíamos de los horrores y sinrazones de la malherida y dividida España. Porque, como dijo Machado: «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón». El nuestro casi lo estaba ya.

Pero el sueño duró poco. Tras las duras condiciones del viaje, que se habían ido recrudeciendo con la progresiva carencia de víveres y de abrigo, más el añadido de las enfermedades sobrevenidas, agravadas por las duras condiciones del periplo, al pasar la frontera y llegar al vecino país galo sufrimos un desgarro añadido: ¡Nos repartieron en varios campos de concentración!, entre ellos el de Argelès-sur-Mer, que acogió a más de cien mil españoles. Habíamos partido más de quinientos mil siendo como una familia y muchos entablamos una relación de afecto y respeto.

Al llegar a ese campo era invierno, hacía frío y llovía. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Llegábamos sin fuerzas, anhelando un cobijo tras el largo y penoso camino. Pensábamos que pronto tendríamos un techo, y lo tuvimos, ya lo creo que lo tuvimos: ¡el cielo! Y también paredes: cercados de alambre y la mar como otro de los límites. Y centinelas crueles, senegaleses o franceses, capaces de las mayores atrocidades imaginables.

Nuestro viaje, minado de calamidades pero esperanzado, había llegado a un destino más doloroso aún y sin otra esperanza que la mortificación, la infamia y la brutalidad por el simple placer de infligirlas.

Parece ser que, cuando las autoridades francesas comprobaron la magnitud del éxodo, no fueron capaces de abordarlo. La catástrofe humanitaria era mayúscula y se tornaría más vergonzosa con semejante descontrol. Allí dentro nos comían los piojos, moríamos de frío y disentería, dormíamos en colchones de arena y barro, y nuestro alimento, si había, era algo de pan y unas pocas sardinas, cuando más. Como aguijón, tener que sufrir, sin poder socorrer, el dolor y la pena del familiar o compañero, que estaba igual o peor que uno mismo.

Las historias tristes no eran solo las propias, las del vecino podían llegar a ser más desgarradoras aún. Porque bien pareciera que el dolor no tenía límites para albergarse en los cuerpos de aquel montón de hombres, mujeres y niños tan desvalidos que, por no tener, ni techo teníamos. Los enfermos, cada vez en mayor número, y a sus afecciones se añadían fácilmente otras más que sus débiles cuerpos acogían con voracidad.

También estaban la tortura y la humillación del poste y la profunda melancolía, que se hundía más en el corazón que la lluvia, la arena o el salitre en la piel. La ahogada lucha y la permanente vejación de unos hombres heridos en lo más profundo de su ser, porque se sentían desamparados como seres humanos al ser sometidos a las mayores vilezas ¡por otros seres humanos! Los cuerpos, embarrados, caían de hambre, debilidad, enfermedades y creo que, algunas veces, de decepción.

El poste era un castigo físico, como tantos otros que pasaron a ser habituales. Se ataba a un hombre en un poste, en medio de la nada, para mayor escarnio. La impotencia de los que tenían que ver aquellas injustas salvajadas, sin poder hacer nada, desgarraba tanto como si fueran sometidos en carne propia a la represalia.

De pronto, desperté de un duermevela en el que caí al evocar las palabras del anciano. Debió de ser que un pasajero, que caminaba por el pasillo del tren, me había rozado el brazo al pasar, porque me pidió disculpas. Ya estaba muy cerca del primero de mis destinos: la estación de Argèles-sur-Mer. Allí, en cuya playa estuvo el campo de concentración, tuve mi primera parada. Salí del tren y me encaminé a ver los lugares por el anciano mencionados.


Argelès-sur-Mer, y veo el mar.

Miro al mar y quiero ser sirena

o pez para poder huir sin saber adónde.

Hacia atrás: ¡reventar!

No hay ya sueños ni en la noche,

ni tampoco si cierro los ojos

queriendo del día escapar.

Ya solo quiero caminar

en las aguas de nuestro mar

de esperanza y de perdida libertad.

Aunque haya pinchos de puntas largas

que me atraviesen pies, manos y ojos,

quiero escapar.

Yo ya solo quiero navegar

para, por la mar de enfrente,

poder dominar los vientos y avanzar.

Parece que voy sin sueños,

sin esperanzas, sin mañana,

sin saber hacia dónde remar.

Pero tal vez la libertad, el viento

y el sol abrirán un lejano y remoto

horizonte al que arribar.

 

Tras dos días de vida pausada y de caminar por la arena de Argèles dejando volar mis pensamientos, como en memoria de tantos pensamientos allí perdidos por tantos corazones malheridos, encaminé mi viaje al pueblo cercano de Collioure. Me llegaron al pensamiento unas palabras del poeta Antonio Machado: «Converso con el hombre que siempre va conmigo…». Pues, de nuevo, una voz interior pareció salirme al paso y escribir también estas palabras al ver ante mis ojos un paisaje bellísimo, que me pareció hasta conocido de tanto imaginarlo.

 

Al llegar a Collioure

Era ya tarde de día… y de tiempos. El sol aún tintaba medio pueblo que, empinado por pinares y viñas, parecía encuadrado por fondos azules de mares y cielos.

Yo caminaba lento, miraba pausado. No me extrañó, al verlo así, saber que instantes como aquel hubieran deslumbrado a pintores de otros tiempos. En la parte baja del horizonte, ya casi mar, el cementerio de Collioure. La visión, de la misma tarde, pero sin sol, sin brillos, sin estridencias, sin palabras. En el minúsculo recinto, silencio y soledades. A la derecha vi una tumba gris, como el gris otoñal de 1939, como el gris más oscuro, si cabe, del olvido de los mandatarios de antes… y de ahora.

El recogido rincón enmudeció mi propio pensamiento. La madre estaba enterrada con él y él estaba enterrado con la madre. Quise pensar que ya no estaban tan solos, aunque solos se quedaron. Porque en ellos había un poco de mí y de todos acompañando esas soledades, y un poco de llanto nuestro contenido en ese aparente silencio.

El poeta había viajado hasta Collioure ligero de equipaje y muy enfermo. La dureza del viaje agravó su debilidad. Fue con su familia; su madre, muy mayor. Sus últimas palabras fueron para su madre. No había pasado ni un mes desde su llegada de España. A los tres días de marcharse el hijo, la madre murió también. El eterno caminante había hecho camino al andar y, ciertamente, nunca volvería a pisar la senda de regreso a España, de forma física. Pero sí lo hizo para quedarse en todos nosotros con su poesía, con esas estelas de sueños en la mar y en los campos, y con esa integridad de hombre completo que le hizo tan grande, pretendiendo él ser tan pequeño. El último viaje lo hizo, como él mismo supo siempre que lo haría, ligero de equipaje.

 

Carta a don Antonio Machado

¡Don Antonio! De Andalucía vengo a tu lado por mi sendero.

Con sangre roja y sin aguas ni vientos que turben mi anhelo.

Con gemíos tristes, y también esperanzados cantos de Lorca,

de Alberti y de tantos, tantos, tantos.

Alhambras y alcazabas, puentes y caminos libres de obstáculos.

Tus olivos negrean cada otoño y cuando el invierno inicia sus pasos.

En febrero enmudecen, como de nubes el cielo raso.

Y más soledades rondan…; por eso vengo a verte a este tu remanso.

Don Antonio, la tierra es de todos, pero hay dueños,

alambres y penurias a cada paso.

Hay muchos bancos fríos en las tardes, ya casi noches,

de triste otoño apagado. Instantes de los tiempos tuyos,

que son también ahora aquí arrastrados.

Instantes que no se encontraron nunca,

siendo la luna bonita de tus cielos soñados.

Don Antonio, no te dieron, finalmente,

ningún instante en tu tierra, tan de justicia ganado.

Da lo mismo, sigue con tus cantos en tus cielos

de libertad soñados y con todo lo aquí amado.

Además, no importa, don Antonio Machado:

¡tú vuela donde volaste! Porque te alumbran reflejos de estrellas,

de mares, de luces, de sueños de Triana

y también reflejos de olivos y de tierras castellanas.

Porque, maestro, hay miles de avecillas que entonan tus cantos.

Parecen saber tus letras, parecen llorar tus llantos.

 

Fernando Yélamos es delegado permanente de la Unión Nacional de Escritores de España para las Relaciones con Francia. Está galardonado con la Medalla de San Isidoro de Sevilla de la UNEE.