“En mi época los nobles construían suntuosas villas, predecibles, domesticadas, con sus fuentes y artificios florales. Todo se construía hacia arriba. Igual que en la Capilla Sixtina Adán busca el dedo de dios, así los campaniles, las torres, las cúpulas buscaban alzarse, reproducir el cielo, elevarse para tocar la transparencia, el absoluto. Y yo, el jorobado maldito, creé el Sacro Bosco para hundirme en la tierra, no hacia lo alto, hacia el futuro, sino hacia las entrañas, hacia el núcleo vivo y ardiente, hacia mis ancestros etruscos que poblaron este suelo. Yo no construí jardines espléndidos sino senderos tortuosos, huellas de una estirpe antigua que perpetua este paisaje agreste. Aquí yacen mis huesos y mi sangre, mi raíz, el sentido de mi vida. La tierra me posee, esta materia bruta es mi camino, mi respiración y mi fin. Yo, Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo, inventé este parque para que del error que fue mi vida entre la vida de tantos príncipes y poetas sublimes, gallardos, erguidos como estandartes, pudiese extraer quizá una forma de belleza más profunda y oscura, una belleza que hay que conocer y conquistar. Aquí está mi corazón, en la roca que el tiempo no doblegará, aquí, escrita en estas peñas está mi historia, la hermosura de lo salvaje, de lo duro, encrespado y sombrío. La sombra que repta tras lo divino y en la que hay que entrar para llegar al otro lado”.
Fragmento breve de la novela El viaje de Leo, de Brunhilde Román Ibáñez.
La autora es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.