María Teresa Álvarez Olías
Habían
alunizado hacía pocos minutos y los astronautas, con sus pesados trajes, se disponían a asentarse en su nuevo hogar,
inmenso y gris, demasiado inhóspito, muy alejado del planeta azul que los había
visto nacer y crecer.
El deber se
imponía en toda la tripulación sobre el cansancio y la satisfacción, sobre el
vértigo, en realidad, de haber superado todos los miembros, sanos y salvos, la
primera fase del mayor desafío de sus vidas.
Lejos
quedaba el entrenamiento en la isla de Tenerife durante medio año, tratando de
vivir en condiciones de aislamiento similares a las que acababan de adoptar,
aunque en aquella idílica isla canaria la luz estallaba dorada cada mañana.
La
expedición, financiada de forma privada y pública a partes iguales, llevaba
años siendo preparada y actualizada una y otra vez, ampliando su logística.
El primer jefe temporal de la misma, Paul Adams, geólogo y estudioso
de glaciares alpinos, convocó a todos los tripulantes a una reunión por su
llegada al destino. Comenzó a hablar y
su voz sonó en el vacío ambiental como las olas del mar cuando estallan contra
las rocas del acantilado.
—Sé que
estamos embelesados por la responsabilidad y la llegada a La Luna—
comentó, y todos miraron a la izquierda
de la noche negra, donde el planeta amado, su antiguo hogar, reinaba enorme,
deslumbrante— pero la supervivencia y el trabajo se imponen. Viviremos, como
todos sabéis, en comunidad, por espacio
de un año, si no se registran accidentes o incidencias que lo impidan, hasta
que una nueva tripulación nos releve o
se nos una en la colonización.
Adams
espació su parlamento para que todos pudieran visualizar mentalmente sus
palabras. ¿Cómo respondería el conjunto de tripulantes en la vida diaria?¿Se
amoldarían sus cuerpos y sus mentes a la existencia cotidiana en el satélite
lunar ¿?¿tal vez unos más que otros? Las mujeres parecían tranquilas y los
hombres un punto más ansiosos. Los más jóvenes se aventuraban a mostrar una
débil sonrisa y los más veteranos simulaban alguna falsa tos.
—La
jerarquía aquí solo tiene dos escalones y será rotatoria cada mes—siguió—.
Mujeres y hombres con los mismos derechos y obligaciones. Con los mismos
riesgos y las mismas ansias de sobrevivir. Somos parejas de científicos jóvenes, deportistas, personas
resilientes a toda adversidad. Partimos de cero en este nuevo mundo por
explorar, pero tenemos vida anterior, recuerdos, costumbres, prejuicios, y
también ambición para el futuro, en una palabra, experiencia y ansia por
habituarnos a la débil luz, pero bellísima y misteriosa, de este gran satélite.
—Ayuda
mutua, disciplina y responsabilidad serán nuestras máximas, como es sabido —
continuó la jefa, Sarah Lopes, su
compañera
,—. Hemos
estudiado y planeado todos los pasos a seguir de los primeros sesenta días de
asentamiento en La Luna, pero debemos ser conscientes de que la añoranza
permanente de nuestras familias, amigos, y paisajes recordados puede
debilitarnos con el tiempo. Ruego la más alta colaboración para afrontar
cualquier novedad no contemplada y también los trabajos diarios, que serán,
rigurosos y rutinarios, pero imprescindibles para nuestra supervivencia y para
la posteridad. Os recuerdo que estaremos en contacto permanente con el puente
de mando en La Tierra. De nuestro éxito depende la colonización futura de la
cara iluminada del astro que estamos pisando
Cada cual se
expresó seguidamente según sus
sensaciones tras el alunizaje. El voluminoso traje espacial distorsionaba la
mirada y las frases, pero el silencio y los escasos movimientos amparaban las
declaraciones de intenciones, donde el
miedo, el valor, el cansancio y las grandes expectativas bailaban a placer.
Ninguna de
las parejas tenía hijos, pero la posibilidad y el temor a tenerlos se
columpiaba en las mentes como factor a tener en cuenta. Se debían evitar ese
primer año. No se habían querido permitir, en unánime acuerdo, relaciones
sexuales entre parejas, ni tampoco trato de favor a ninguna, pero todo el mundo
era consciente de que la inminente convivencia abriría nuevas pasiones,
decepciones o celos.
La nave
espacial permanecía aparcada a cierta distancia. La superficie de la luna se
extendía enfrente y a los lados, inhóspita y enorme, como un mar sin agua o un
desierto salado nocturno, iluminada por estrellas y planetas parpadeando en la
bóveda del cielo.
Alicia
Sirvent miró a su compañero, Marcos Lafuente, y él le sostuvo un instante la
vista. Todos y todas tenían, por consenso, en ese nuevo lugar de vida
conjunta, idénticos derechos y
obligaciones, más algo muy importante, un mismo y nulo salario.
Ella sentía
curiosidad y cierta desconfianza por esa apreciación, pues los seres humanos se
movían por riqueza, por honor, por inercia, por amor también, en todo lugar y
circunstancia. Le había costado mucho pasar todas las pruebas físicas e
intelectuales que el Comité Aeronáutico exigía. Siempre la consideraron
superdotada en el colegio y la universidad, pero todo ello no bastó para
convencer en un primer momento a los miembros del Comité de su idoneidad para la expedición. Alicia empleó
toda su fuerza de voluntad, toda su tenacidad y se presentó a las pruebas una y
otra vez. Lo consiguió a la cuarta.
Marcos quiso
entender lo que Alicia le trasmitía en una mirada rápida. El amor, el sexo, la
amistad, la atracción de otros compañeros, la falta de intimidad, la carencia
de ocio y soledad podrían ser letales para la buena armonía en el grupo, pero
se preguntaba cuánto duraría esa buena armonía y si aún existía en su
totalidad.
El largo viaje desde La Tierra había resultado
aleccionador: unos y otras, en distintas dimensiones, habían anhelado el aire
libre, el grito, la discusión, la carcajada, la ironía, el cotilleo, la
discrepancia política, incluso la crítica sin filtros a los demás, a las
instituciones y a las empresas que habían financiado la expedición, pero la
disciplina y la necesidad de constante atención habían evitado toda polémica.
Amelie
Parmier, por su parte, apostada en el centro de la tripulación congregada, no
se arrepentía de haberse embarcado, aunque manifestaba estar algo sobrepasada,
tras haber llegado al fin a su destino. No se había situado junto a su novio,
Marcel Lenoir, del que, inesperadamente, ya no necesitaba su presencia como
antaño. Pensaba, con razón, que el nuevo astro pisado los había acogido sin ninguna
algazara o cambio sustancial en su superficie,
y quizá les estaba trastocando los sentimientos y la forma de pensar.
Marcel, a su
lado, olvidaba los nervios cotidianos, su ansia por terminar el viaje en las
últimas semanas y su anhelo por ser el jefe cuanto antes. Pero no el jefe
junto a su compañera Amelie, que estaría compartiendo con él el cargo durante
los segundos treinta días, sino el verdadero organizador de la intendencia ,
las comidas y la exploración del territorio. La ambición se aliaba con la
inteligencia en su caso, así como con un don de gentes muy aceptable, que
debería mejorar.
Ludwig Houer
contemplaba disimuladamente el entorno mientras sus compañeros tomaban la
palabra para verbalizar la alegría, la satisfacción, las dudas, el cansancio,
incluso el temor a lo desconocido e
instó a todos a cuidarse en extremo.
En La Tierra
casi todo en la vida estaba inventando y las necesidades básicas cubiertas. En
La Luna habían retrocedido cuatro mil años o aún más; no había cultivos que
sembrar o recoger ni animales a los que domesticar, ni contra los que luchar,
solo minerales en el corazón del satélite y soledad en la inmensa superficie.
Ella lo apreciaba como la eminente
experta que era en super alimentos y en aguas marinas.
Denali Sirwan expresó en voz alta, a su vez, cómo
una nueva distribución de funciones acababa de nacer, aunque había hecho falta
cruzar una distancia sideral para repartir equitativamente las tareas domésticas o profesionales y arriesgarse
a mil peligros para ello.
Echaba de
menos su violín, sus zapatillas de deporte, su raqueta de tenis, incluso el
pequeño jardín frente a su casa. Amaba a Ludwig y él la correspondía, pero su
relación distorsionaba el orden que se encontrarían en la nueva colonia lunar.
Ellos lo
sabían y lo aceptaban a medias. Parecía dudoso que todas las parejas se
mantuvieran estáticas un año más. Los meses en la isla canaria, acondicionando
el entorno como el que luego tendrían en la superficie lunar no habían
resultado fáciles para la lealtad o el compromiso amoroso.
Arun
Acharya, su compañero, ingeniero industrial y catedrático de materiales, estaba
dispuesto a que la expedición resultara un éxito en todos los frentes, y
conquistar el apagado corazón de Denali con su esfuerzo diario, lo que casi resultaba
su máxima prioridad. Expuso su opinión sobre el extremo cuidado de la nave y el
equipo de exploración. El protocolo no podía saltarse en ningún momento y la
seguridad absoluta era prioridad.
Cuando Mei Ling y su esposa Pai, inmediatamente después,
orientaron sus comentarios hacia el cariño a la familia, a los padres, a los
tíos, al respeto a los mayores, a la religión de cada cual, a las tradiciones
abandonadas, el resto los escuchó también expectante.
Opinó él
después sobre los descansos y turnos de trabajo. El ocio solo incluiría
lectura, cine, música y encuentros de charla. Si cada uno precisaba su espacio,
había terreno inmenso para ello. Ella se
decantó a su vez por las novedades que
pudieran surgir en ese primer año de misión, comunicando que acababa de saber
que estaba embarazada.
Todos y
todas las miraron sorprendidos. El viaje había resultado duro, largo y
monótono. Ella y su pareja se habían saltado la norma y la amonestación por
ello, si la hubiera, no sería sencilla de aplicar. Pai estaba confusa, aunque
confiaba en el afecto de sus compañeros, en su buena voluntad, tal vez en su
muda acusación y, desde luego, en su ayuda actual y futura.
Paolo
Ponseti la miró con cariño y lágrimas en el borde de los ojos. Se sentía
solidario e identificado con ella. A pesar de los constantes controles médicos, también durante el viaje
le habían detectado a él un cáncer de piel, cuyos primeros síntomas los había
sentido ya embarcado en la nave.
Su compañera.
Berta Ponsetii se mordía los labios mientras él balbuceaba al explicar el caso,
con la luz lunar, fría y fantasmagórica, rebotando en sus cascos. ¿Quién más
que ella iba a cuidarle en los malos momentos que, sin duda, vendrían? En La
Tierra habían quedado los tratamientos posibles de quimio o radio terapia. Berta
quería imaginar que si la enferma fuera ella, también Paolo se sentiría
obligado, o proclive, a cuidarla a ella, pero no quería dilucidar.
Pai y Paolo
habían manifestado sus nuevas circunstancias con nerviosismo y necesidad de
desahogo. La naturaleza humana se desbocaba a veces, huyendo de la disciplina y
el reglamento. El resto de la expedición advirtió de golpe que dos nuevos
retos, particulares y colectivos, se habían unido a los de exploración del
territorio y supervivencia.
Ahora todos constituían un clan que solo
dependía de sí mismo, así como del altruismo y colaboración entre sus miembros.
Martha West,
ingeniera y experta en pilotaje de aviones, escuchaba atenta cuando se decía
que la expedición representaba un oasis de igualdad entre colegas. Le resultaba
difícil creerlo cuando el mando y los recursos económicos: la comida
encapsulada, los instrumentos de transporte, la propia nave en la que
habían llegado, absolutamente todo
estaba dirigido y diseñado, pagado por la Comisión Aeroespacial de la ONU,
donde China, India, Estados Unidos y Unión Europea habían invertido una bonita
cantidad, apostando por la ciencia el
progreso, también por la gloria de conquistar el primer astro más cercano al
mundo conocido.
En esa
Comisión los hombres eran absoluta mayoría. De hecho, las reacciones físicas a
la resistencia, dieta, falta de gravedad o enfermedad en la expedición solo
estaban medidas para varones, que habían sido los únicos pioneros en la conquista
espacial desde mediados del siglo XX.
Las mujeres habían sido introducidas en
la expedición como último remedio, por si no volvían a la casa
terrestre, tal vez por pura vergüenza ante el olvido de no incluirlas apenas en
las innumerables misiones anteriores o hacerlo de manera tangencial, a pesar de
sus extraordinarios currículums.
Martha amaba
a su compañero Stephen Sanders, también piloto aeronáutico, pero anhelaba ver
en él una crítica, una postura política decidida, una apuesta clara por la participación
y reconocimiento de sus compañeras, tan poco citadas en los manuales de
entrenamiento, instrucción y enfermería de subsistencia.
Stephen,
seguidamente, hizo acopio de su potencial y describió, para sorpresa de todos,
incluida su amada Martha, un diario de funciones y tareas inmediatas con todo
lujo de detalles técnicos, higiénicos y de conducta, donde los principios de
hermandad, responsabilidad y esfuerzo personal imperaban sobre la rutina
diaria. Vivir junto a Martha imprimía carácter y no dejaba indiferente a nadie,
desde luego no a él, que tenía ojos en la cara y cabeza suficiente para
apreciar las genialidades y miserias de hombres y mujeres, así como las
injusticias cometidas contra personas por su raza, su aspecto y desde luego su
capacidad financiera.
Llegó el
turno de Abdul-Bari Malik, emocionado como todos los demás, pero consciente
como ninguno del paso que la expedición acababa de dar. No podía dejar de lado
su orgullo racial al haber pisado la Luna, el astro romántico de cada noche terrestre,
el astro responsable de mareas en La Tierra, al que toda la humanidad estaba
firmemente ligada.
Playas y
desiertos…atardeceres sobre campos de arroz y sobre edificios de cincuenta
plantas…la añoranza geográfica y familiar taponaba su corazón con las comidas
de boda y los pasteles hojaldrados con miel. Tal vez por sus padres y sus
vecinos de infancia había recorrido el largo camino que empezó en la infancia y
continuó durante la juventud en América, en la cima del mundo y más allá, en el
trozo inmenso, pero diminuto sin embargo del universo que habían atravesado con
miedo y expectación.
Manifestó Abdul
mucha esperanza en los días venideros, apoyándose en la valentía y estudio que
todos habían demostrado. Se llevaba bien con casi todos los compañeros porque
se reconocía especialmente prudente y conciliador, en una sensación ancestral
de asistencia al extranjero, de colaboración con el turista, con el hermano
nacido en otras tierras. Cedió la palabra a Maysoon Abadi su esposa, su compañera de doctorado,
impulsora de instaurar la modernización en la conciencia sabia de la familia
ancestral.
Maysoon
recordó la casa de sus padres, tan blanca, con un gran patio donde las sábanas
se mecían entre viento, jazmines y sol, entre risas de niñas y niños, la fuente
ornamental en la plaza, la partida de dominó de los abuelos en el comedor…y sus
abuelas trayendo agua en las cántaras, con pañuelos de colores oscuros sobre la
cabeza. En la Luna la vida podría reinventarse, pero era en La Tierra donde se
cocía de verdad, donde la gente establecía diferencias entre personas, donde
también se crecía ante la adversidad y se volvía a casa para descansar del
trabajo, a consolarse del stress y cambiar de caras, donde las tardes concluían
hablando con los vecinos, fregando los platos, lavando la ropa, leyendo en el
sofá mientras una película antigua se retransmitía por la televisión.
Ella era
optimista por naturaleza y había decidido convertir el miedo a lo desconocido,
al fallo tecnológico, a cualquier hecatombe que pudiera sobrevenir en fuerza
para convivir con todos sus compañeros,
viajeros de la ciencia y de la técnica, especializados en minería, geología,
medicina o ingeniería, provenientes de
los cinco continentes, del mundo rural y de grandes ciudades.
A punto de
concluir la primera reunión se dirigieron todos hacia la nave para cenar y
establecer las distintas dependencias en el suelo lunar que le servirían de
alojamiento, un fuerte olor a quemado inundó todas las narices. No solo olor,
sino humo negro empezó a despedir una de las alas de la aeronave. Era imposible
que algo se quemase en un astro tan pobre de oxígeno, pero debía estar
ocurriendo. El grupo se deshizo y todos corrieron hacia el medio de transporte
que habría de llevarlos de vuelta a La Tierra en un tiempo mínimo de doce
meses.
Ciertamente
los paneles interiores ardían y los movimientos humanos eran sumamente lentos y
desesperados. De forma inexplicable todos los teclados de conexión con La
Tierra se estaban deteriorando y las
pantallas se fundían en negro.
Era inútil
pedir auxilio, por otra parte, o chillar o buscar agua. Maysoon y Martha se
hicieron con las medicinas y los alimentos deshidratados, los transportaron, a
enorme temperatura, a un lugar arenoso a salvo del fuego. Sarah y Paul tomaron
cuanta ropa y trajes de paseo lunar pudieron encontrar, y a trompicones,
cayeron en la arena, desparramándose todo el material. El resto de los
tripulantes quiso refrescar el puente de mando, sin éxito ninguno. El destrozo
era casi total. Máximo riesgo. Total ruina.
Ahora si
estaban solos en la luna, perdidos en el confín del universo.