De seguro estarán preguntándose cómo Pancholo y sus amigos llegaron a estos lares. Antes de la Gran Epidemia que asoló el continente era una rareza que alguien abandonara su región para irse de aventurero a invadir otros territorios. Resulta que la Epidemia desalojó a todos los seres vivos de su zona. Pancholo, al cuidado de su abuela Remigilda, vio frustrada la oportunidad de encontrar pareja en su lago, pues quedaron pocas ranas con vida, y ninguna había robado su atención. La mayoría de los sobrevivientes eran varones, masculinos, machos, y varios de ellos, sus amigos. Remilgilda encendía las esperanzas de su nieto. “Eres lo más grande que tengo, nene. Tú eres mi Beni, pequeño”, y, lagrimeando, sacaba una vieja foto de los padres de Pancholo. “Tienes un futuro por delante, mijo, y no seré yo quien te lo tronche, ve a conquistar el mundo, anda”. Pancholo amaba a su abuela, y aunque ella le dijera aquello, no pensaba abandonarla. Tiempo después Remigilda Socarrás murió y entonces no había razón para quedarse.
Casi todos los amigos de Pancholo eran amantes de la música y decidieron formar un combo que, según la difunta abuela, les traería fama y fortuna, y con ello vendrían los amores. Pancholo armó su comitiva para desandar toda la tierra llevando una nueva vertiente de la música: el Trap. Se convertirían en luthiers inventando instrumentos de todo tipo, con tal de revolucionar el Trap dentro de su croar. Así, pues, una mañana salieron de sus hogares y se lanzaron río abajo. Salieron por esos mundos, con la esperanza de encontrar un lugar donde fueran acogidos por sus habitantes y hacer su carrera artística y amorosa. En el viaje, peripecias inesperadas borraron a algunos de los sapos que los acompañaban. Solo quedaron Pancholo, Joso, Calvos y Papo, este último, gordito como los habitantes de la aldea que acababan de avistar.
En una extensa explanada dos regimientos se preparaban para un combate. Todos eran enanos. La escaramuza apenas comenzaba. Los equipos ocupaban sus puestos. “Gordos & Gondres”, exponían las grandes pancartas a ambos lados del campo de batalla. Pancholo y sus amigos se ocultaron bajo unas hojas de calabaza, lejos de la trifulca.
Los gondres, encabezados por su emperifollada reina Mofeta Mapi, eran animalejos morenos, bigotudos como clarias, cubiertos de pelo, que se estremecían y gritaban a voz en cuello hasta quedar sin gaznate.
El otro equipo estaba formado por diez decenas de gorditos, con barbas y brazos peludos, toscos y robustos, de dientes grandes, blancos como masa de coco. Con las manos atestadas de piedras esperaban la orden de lanzamiento.
Mofeta Mapi fumaba tabaco y el humo transitaba hacia el cielo, hacía espirales como serpentinas de carnaval y enseguida bajaba, aumentando la velocidad hasta introducírseles por el trasero a sus contendientes. Algunos gordos caían irremediablemente doblados por un dolor inexplicable.
― ¡Alto! Sin darse cuenta, los cuatro amigos fueron sorprendidos por siete enanos gordinflones.
― ¡Levanten las manos! ―dijo el que parecía jefe―, ¿quiénes son ustedes y qué hacen en nuestro reino? ― ¿No lo ves?, son espías ―dijo uno al que el vientre le llegaba al suelo. Al unísono, sacaron unos palos con puntas afiladas.
―Qué bien, apenas comienza la contienda y ya encontramos a unos vulgares soplones―dijo otro. ―Serán nuestros prisioneros de guerra ―resolvió el jefe―. Los llevaremos con nuestro rey para que sean ejecutados por intromisión en tierra sagrada.
―Llevémoslos con el monarca ―dijo el ventrudo, fustigando el dedo a Pancholo con un sable que relumbraba al contacto de los rayos solares―. Miren, este bicharraco quiere meterse el dedo en la boca. ¿Lo decapitamos por puerco?
― ¡Qué asqueroso!, puah ―dijo uno, hizo una arqueada y se puso a vomitar.
―No, llevémoslos con nuestro soberano, él dirá cómo será la muerte de los intrusos, deben ser mercenarios enviados por la apestosa Mofeta Mapi, esa miserable reina de los gondres que ni neuronas tiene en esa mollera oxigenada más parecida a un escobillón de barrendero que a una testa.
―Quieren desalojarnos de nuestro territorio, ¿verdad? ―dijo otro pinchándolo con su vara puntiaguda.
― ¡En marcha! ¡Caminen!
Y en fila india fueron empujados pendiente abajo, entre la frondosidad atestada de hormigas semejantes a grageas de todos tamaños y colores. Atravesaron un río, dejando atrás el hormiguero.
Se escuchó una trompeta y empezó el combate, la gritería era inaguantable, por el aire, y en varias direcciones, volaron toda clase de proyectiles: piedras, palos, huesos, frutos verdes, maduros, granos, ramas secas, era el fin del mundo.
Los gondres prorrumpían en rugidos de desaprobación cuando las armas contrarias alcanzaban a alguno de sus compañeros, y fortificaban el ataque.
Los gordos arrastraron una especie de cañón y a la orden de otro ventrudo dispararon sus misiles hechos de guijarros.
Algunos barrigudos cayeron en el intento al ser alcanzados por el humo que opacaba el armamento de ambas huestes. Éste empezaba a formar un gran nubarrón sobre la tierra.
Pancholo y sus compinches fueron guiados ante el rey. La algarabía era continua. Ya se divisaba la guardia real alrededor de la tienda. Por fin llegaron donde el monarca. Se trataba de un enano al cual era más fácil brincar que darle la vuelta.
Los esbirros empujaron a los sapos contra las piedrecillas del interior. El soberano los escudriñó con ojos inquisidores. "¿Quiénes son? ¿De dónde han venido?", dijo a los guardias. Estos levantaron los hombros y enterraron sus cabezas en las carnes del pecho.
―Estaban escondidos en el calabazar de la loma, mi señor ―dijo uno.
El rey, con trabajosos movimientos, bajó de su trono, penosamente caminó hasta los prisioneros y con una pata gorda y cuadrada pateó el trasero de Papo. “¿Se comen?”, preguntó. “Prueben con este y luego me dicen”, ordenó a un guardaespaldas que de vez en vez se arreglaba un bisoñé que a cada instante caía sobre sus ojos. El monarca, de una fuente de cáscara de coco, sacó una masa verdosa como la piel de Pancholo y la puso sobre una lengua descomunal que alargó y volvió a guardar saboreando el comestible. Masticaba con parsimonia mientras Papo, en el suelo, se retorcía de dolor. “Tráiganme a ese otro, ése, el de los palos”. Un servidor empujó a Pancholo hacia su soberano, quien caminó a su alrededor sin quitarle los ojos. Entonces se detuvo, tomó una pata de Pancholo y mordió, “¡qué asco!”, dijo, “tránquenlos, ya sabremos qué hacer”. Y escupió.
El rey accionó un tocadiscos de madera que, desde una pequeña repisa, se tragó el bullicio de la guerra. Empezó a bailar. La música se interrumpió cuando otro de sus secuaces llegó con una noticia que cambiaría la suerte de Pancholo y sus amigos.
―Mi señor, un gondre trae noticias de su reina.
― ¿Cómo es posible? ¿Cómo entró en mi territorio? ¿Por qué no se me informó debidamente según la constitución de mi comarca? ―dijo el rey, impaciente.
―Perdón, mi señor, no ha entrado, está parado sobre la línea divisoria, pero no se ha pasado ni un milímetro, dice que viene en son de paz.
―Pues hacedlo pasar, estúpido, si viene en son de paz, ¡que venga!, qué será lo que quiere esa asquerosa Mofeta Mapi. Espera ―reaccionó―, envíalo de vuelta. Que venga cuando termine la guerra.
―A la orden, mi rey ―y salió dejando un silencio tras él. El monarca tarareó y fue a accionar el tocadiscos, pero el secuaz volvió corriendo.
― ¡La guerra ha terminado y el flaco está de vuelta, mi rey! ―dijo levantando la cortina.
―Hágalo pasar ―ordenó el rey, malhumorado. El flacucho entró a la tienda soltando pelos de puro nervio.
―Con pe- per- permiso ―dijo tartamudeando ―, gran se- señor, vengo en son de paz, mi- mi reina le manda sa- saludos, le envía esta mi-misiva. Y extendió un pergamino.
―Churrasco ―llamó el rey y apareció un enanito rechoncho.
―Diga, mi rey.
―Lea el pergamino.
―Con mucho gusto, mi rey ―dijo haciéndose del documento―: Re gordísimo rey de los dientuces, la nota tiene como objetivo hacerle una propuesta que sé no va a rechazar. Ambos sabemos que tenemos que aprender a vivir en paz, pues nos estamos extinguiendo. Estoy muy cansada. Usted tiene una hija hermosa y yo tengo un galán codiciado por las chicas de todo el reino, no puede haber dos reyes gobernando un mismo reino, pero sí una reina y un rey enamorados. Propongo que casemos a nuestros hijos y vivamos en paz.
El rey quedó pensativo por unos segundos y: —Envuélvelo, Churrasco —ordenó—. Conduce a este vasallo hasta la salida y tráeme a los prisioneros.
—Pero, se- señor —dijo el gondre—, ¿y la re- respuesta?
—Llévatelo —volvió a decir el rey y el asistente salió con el peludo, para retornar con los prisioneros. El Gran Gordinflón los miraba de uno en uno, analítico, parsimonioso.
—Éste —dijo apuntando a Pancholo—, éste se queda, tranca al resto. Churrasco salió con los otros.
― ¿Hablas?, ¿sabes comunicarte de alguna forma avanzada?, ¿telepatía?, ¿o son de una tribu salvaje? …solo eso nos faltaba para terminar de ponerle el tapón al agujero ―dijo el monarca acomodando el manto sobre el trono.
Antes de sentarse, el estruendo de un pedo ensordeció al sapo.
― ¿Cómo? ―dijo éste arrugando los ojos. El rey dio unos golpes sobre su vientre y volvió a preguntar en medio de otra flatulencia.
—Te pregunté si hablas, ¿no oyes lo que te digo o además de horrible, eres sordo? Pero Pancholo, no pudo escuchar.
—Dime, ¿eres sordo? —volvió a preguntar el rey.
—No, no —dijo por fin el sapo—, no soy sordo.
—¡Hablas! —exclamó el monarca admirado y se lanzó un nuevo pedo largo y aflautado—. ¡Qué bueno! —concluyó.
Pancholo osciló los dedos frente a su cara para espantar el hedor que cabriolaba en el espacio, pero la mirada del gordo lo amedrentó y prefirió quedarse quieto y oler tranquilo.
—¿Quieres salvarte? —dijo el monarca y Pancholo asintió—. Muy bien, empezamos muy bien —y aplaudió, primero con sus manos regordetas y luego sobre su panza—. Vas a cumplir una misión importante, irás como mi servidor al otro bando y te reunirás con la reina.
Pancholo introdujo el dedo en la boca y abrió los ojos, muerto de miedo.
—Eso, si quieres salvar tu pellejo verde-asqueroso —prosiguió el rey—, entregarás un encargo a Mofeta Mapi, y solo volverás si traes a su hijo Facundo Piloso, ¿entendiste? Pancholo no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo traería a ese príncipe que ni siquiera había visto? Ya se las arreglaría, lo importante era conservar la vida.
― ¡Churrasco! ―llamó el rey―. Responde a la propuesta de la reina y vigila a este bicho hasta que esté frente a ella. Luego, lo dejas solo y que se las componga como pueda, él sabe muy bien lo que tiene que hacer.
― ¿Y qué debo escribir en respuesta, mi señor? ―tartamudea Churrasco.
―Lo de siempre, Churrasco, ¡lo de siempre!, tanto tiempo y aún no sabes cómo se resuelven los problemas bélicos ―el panzudo había comenzado a enfurecerse.
― ¿Con mentiras, mi rey? ―murmuró Churrasco inseguro.
― ¡Qué pregunta! ―dijo el soberano―. ¡Largo!, ¡fuera los dos!, vayan a cumplir con sus obligaciones, desaparezcan de mi vista.
Churrasco y Pancholo salieron apresurados, huyendo de la furia del gordo que, entre pedos y maldiciones, hacía temblar el suelo dentro de la tienda. Con el temblor llegó rodando uno de los secuaces encargados de vigilar a los prisioneros.
—¡Señor, mi señor! —dijo apurado—, tiene que ver esto, mi rey. El Gran Gordo se intranquilizó. —¿Qué pasa? —¡Venga conmigo, señor! Y salieron de la tienda rumbo a las galeras del reino. Aún no llegaban cuando un repiqueteo de cadencia agitada se dejó oír.
― ¿Qué es eso? ¿Qué música es esa?, ¿alguien se ha vuelto loco en mi reino?, ¿quién toca? ―indagó y sus paticas cuadradas empezaron a moverse por sí solas―, pero, ¡qué es esto! ¡No puedo parar, ¿qué es esto?, ¿un virus?, ¿otra epidemia? ¡El doctor!, ¡busque al doctor!
―No, mi señor, no hace falta el doctor, son ellos, ¡mírelos!, son los prisioneros…
― ¿Los prisioneros?, pero…, no es posible, ¿qué música es? ―dijo con evidente felicidad, sin dejar de moverse.
―No lo sé, mi rey…, parece contagioso, mis pies se han empezado a mover también… Otros súbditos se acercaron moviendo brazos y pies. Con permiso, mi rey, decían, ¿qué música es esa?
―Verán, ¡soldado!, ¡tráigalos de inmediato! ―ordenó el monarca y al dar una amplia vuelta de casino, en la cual todos amagaron a la posible caída, el soberano sacó todos sus dientes y dirigió los ojillos hacia el camino enlajado, cercado a ambos lados por una fila de arbustos que ensombrecían la senda con sus copas despeinadas. El paisaje dio paso a un carricoche de donde bajaba una figura similar a la suya, acompañada por una especie de dama de compañía―. "Es Maura. Tú, ve a sacar a los prisioneros. Y tú, ve a esperar a mi hija". "¡A la orden, mi señor!", respondieron los lacayos al unísono. No podían parar de bailar, como si fueran víctima de algún ataque. El guardia abrió la reja y los prisioneros dejaron de tocar. “Pueden salir”, ordenó sofocado por el baile, el rey los espera, y a lo lejos ven al gran ventrudo levantar una mano y hacer una señal en son de paz. El sirviente mostró sus dientes blanquísimos y los condujo hasta el soberano. Ya junto al rey, llegó el carricoche con la princesa, ataviada con tantos collares, aretes y aditamentos, que se enredaba entre los herrajes una y otra vez, pero ella, gordísima, carirredonda y radiante de alegría, esperaba con paciencia a que su paje y su dama de compañía la desenredaran. Las mantas resaltaban la monstruosidad de sus carnes y tenía más dientes que una ristra de ajo.
― ¡Babo!, ¡mi Babo! ―gritó la gorda y lanzó a la cara del paje algunas mantas adornadas de piedrecillas, que le hirieron la nariz y casi le zafan un diente. La dama de compañía lo socorrió liberándolo de las prendas.
― ¡Babo! ―volvió a gritar la princesa y se le fue encima―. Tienes que volver al palacio, Babo, tus lamebotas me han contado que me quieres casar con Facundo Piloso. Babo, sabes que es lo que más deseo. Babo, ¿eso es verdad, babo? Dime que sí, Babo, mírame, cada día adelgazo dos onzas, no puedo seguir así. Babo, voy a morir de pena e inanición.
―Espera, Maura, calma, hija, calma ―dijo el padre y señaló a los prisioneros―. Como puedes ver, estoy ocupado. Ella se aclaró la garganta. —¿Qué son, Babo? ¿Se comen? ¿Me dejas probar uno, Babo?
El rey desplegó una sonrisa. —Será mejor que vuelvas a casa, hija, te haré llegar mi decisión en relación a Piloso. No te preocupes.
—Pero, Babo, tengo hambre… esas cosas me han despertado el apetito…
—No se diga más, Maura, hazme el favor de hacer caso, y no se hable más, sé lo que te digo.
—Está bien, Babo, mi Babo. Volveré a casa, ¿ya terminó la guerra? ¿Puedo llevarme uno de estos bichos para comer? Tengo hambre —y señaló a Papo—, ese está muy bien, luce apetitoso, buenas masas…
―No, Maura, vuelve y no me mortifiques. Quizás más adelante puedas comértelos a todos.
―Menos a ése ―y señaló a Calvos que la miraba con las babas afuera―. Puedo estar delgada, tener hambre, pero cochina no soy, ¡no soy!, baboso… El Gran Gordo la arrastró hasta el carricoche por las roscas del brazo.
―Lleve a los prisioneros hasta mi tienda y esperen allí ―dijo a un guardia―. Vigílelos. Por fin el carricoche de Maura se alejó. La comitiva de sapos, mientras esperaba, se puso a tocar sus instrumentos.
El rey levantó la cortina. ―Puede salir ―dijo al guardia y empezó a mover las patas. Joso hizo una señal para que pararan.
―No se detengan. No se detengan ―dijo el Gran Gordo sin parar de bailar, pero un ruido afuera llamó su atención y enseguida, el cuerpo de Pancholo, empujado por la misma Mofeta Mapi, irrumpió sin frenos dentro del recinto. Ella, furibunda, chillaba de tal manera que los horcones que sostenían las paredes de tela se estremecieron. Luego de esto, la gondres tomó aire y la emprendió contra el monarca.
― ¡¿De dónde sacaste a este rascabucheador?!, sinvergüenza, ¡asqueroso!
―Espera, espera, qué estás diciendo, ¿a qué te refieres? ―el monarca trató de mantener la calma.
― ¡Me estuvo enamorando…!
― ¡Qué! ¿Quieres decir que ese bicho se estuvo propasando contigo?
―Eso es mentira ―gritó Pancholo desde el suelo―. A mí no me gustan las mamis peludas…
―Pero, ¿qué descaro es este? ―protestó la reina, indignada.
―No sé, no sé, yo le di el papel ese que escribió el tal Churrasco y cuando lo leyó se puso así que por poco me come… —dijo el sapo.
― ¿Me come? ¿Me come dice? Pero habrase visto cuánto descaro…
Los sapos reclamaban a su amigo: Qué fue lo que hiciste, Pancholo, tú siempre de resbaloso, papa, ella es una reina, ¿es que no entiendes de rangos? ¡La cagaste! Mofeta Mapi quería eliminar a Pancholo con los ojos. Si las miradas mataran, ahora estarías muerto, bromeaba Joso.
― ¡Silencio! ―ordenó el rey―. Prisionero, ¿usted entregó el pergamino?
―Sí, sí, sí, sí, claro…, lo entregué…
― ¡Un momento!, este animalejo me faltó y quiero su castigo…
―Veamos ―dijo el soberano sin perder la calma―, ¿él le agarró alguna cosa? Y movió la mano regordeta, insinuando que estaba cogiéndole algo a la reina.
―No ―dijo ella―, no. Fue a través del pergamino. Y golpeó el documento que aún traía entre sus manos. ―Mírelo usted mismo. Si no toma medidas volveremos con la guerra. El Gran Gordo tomó el pergamino. ¡Churrasco!, gritó, y de inmediato, el vasallo entró corriendo. Lea lo que usted escribió ahí para la reina. ―Con permiso, mi señor ―y tomó el documento con manos temblorosas. Ajustándose los espejuelos dio inicio a la lectura.
―M(borrado)E (borrado) gusta(borrado)mucho su…(borrado) …peludo ―aquí, Churrasco se detuvo, se rascó la cabeza.
―Suficiente. ¿Lo ve? ―expuso la reina―. Pero siga, siga…
―Continúe… ―dijo el rey.
― ¡Ejém, ejém…! ―hizo Churrasco.
― ¿Dice así ahí?
―Perdón, mi señor ―y volvió a rascarse―, dice: me gustaría ma- (borrado) ma-(borrado) ma… Todos lo miraron en espera de que por fin lograra completar la frase, pero Churrasco apartó la vista y, casi todo está borrado, mi señor, dijo.
― ¿Cómo borrado?
―Sí, no sé cómo, pero está borrado… El rey se volvió hacia Pancholo, y levantándolo por el cuello, lo llevó hasta sus ojos, ahora vas a decirme cómo borraste el mensaje de reconciliación. ¡Habla!, y lo arrojó sobre sus compañeros. Pancholo, adolorido, hizo un intento por levantarse. Fue en vano.
―Estoy esperando ―dijo el rey y golpeó su barriga.
―Es que… ―empezó el sapo desde el suelo―, cuando él me dejó a la entrada de su tienda ―señaló a Churrasco y enseguida a la reina―, uno de los suyos se asustó y me envolvió con el humo del tabaco que fumaba, usted sabe que cuando el humo se mete por… Joso, Calvos y Papo soltaron una risita que enseguida disimularon con un carraspeo, pero Pancholo continuó.
―Bueno, que ese humo puede ser mortal y… decidí protegerme esa parte con el papel ―inesperadamente se lanzó a las patas del Gran Gordo―, ¡piedad!, tiene que creerme, ¡no quería morir! El rey dio una patada al sapo enroscado entre los pliegues de su capa y éste fue a parar sobre sus amigos. ¿Estás loco?, nos vas a matar, cuchichearon estos, ¿cómo se te ocurre?, estás loco de remate. Los gondres que habían venido acompañando a su reina también cuchicheaban.
― ¡Silencio! ―ordenó el soberano fuera de sí y suavizando el carácter agregó―. Estoy avergonzado de la mala acción de este bicharraco, que no es más que un prisionero… Mofeta Mapi lo miró con los ojos brillantes por la emoción. Sentía que el Gran Gordo se disponía a dar respuesta a su proposición. ― ¿Y? ―dijo, pestañeando coqueta, mientras jugaba con los dedos largos y peludos entre sus collares de cuentas multicolores.
―Quiero dejar claro, sin pergamino ni imbéciles de por medio… ―dijo él y se movió lento por el lugar. ― ¿Ajá…? ―indagó ella abriendo los ojos brillantes y dibujando una sonrisa en su cara flaca y barbuda. ―Que he tomado una determinación… Afuera un ajetreo interrumpió las palabras del Gran Gordo, se levantó la cortina y apareció Maura.
― ¡Babo! ―dijo sin reparar en la reina―. ¡Babo! Sé que por fin vas a permitir que me case con Facundo. Babo, todos los años cuando toca la guerra es lo mismo, pero nos estamos poniendo viejos Facundo y yo, Babo, es hora de que nos casemos, Babo…
―Ejém, ejém ―carraspeó Mofeta Mapi para llamar la atención de la joven.
― ¡Suegriiiiiiii! ―se lanzó sobre ella, derribándola―. Perdón… ―dijo ya sobre la reina, a quien los ojos se le habían botado al llegar al suelo, y Churrasco, casi sin fuerzas, intentaba incorporarlas, sin conseguirlo.
―Prisioneros, levanten a mi hija, pues en vez de boda haremos funeral. No quiero que se nos acuse de regicidio. Sería el colmo. Entre todos las incorporaron.
―Maura, hija… ―empezó diciendo el soberano―. He decidido que te cases con Facundo. Sí. Ponderada reina, Mofeta Mapi, entrego la pata de mi hija, la princesa Maura, en casamiento con su hijo Facundo Piloso. Mofeta Mapi se desmayó y Pancholo, caballeroso, fue a levantarla. Al esta abrir los ojos y verse junto al pecho del animalejo, chilló de espanto, faltando poco para que se tragara sus collares. ―Tranquila, Mofeta, no muerde. Solo quiso ayudarte.
―Está bien, suéltame, bicho. Gran Gordo, quiero agradecer que por fin hayas tomado esta decisión que nos conviene a los dos. Los gondres y los gordos: una gran familia.
― ¿Dónde está mi príncipe, suegri?
―Enseguida mando a por él, preciosa. ¿Sabes?, te noto más delgada, ¿o son ideas mías? ¿No te estás alimentando, queridita? Sabes que lo que más aprecio en tu familia es el buen comer. El rey miró a los prisioneros agrupados en un rincón de la tienda. “La guerra ha terminado”, dijo, “son libres”.
―Pero, Babo, pensé que podríamos hacer un picadillo con ellos, son tan apetitosos, mi suegri quiere verme comer, ¿será que puedo complacerla? ―y con la lengua dio un latigazo a Calvos y lo atrajo hasta ella.
―No, Maura, no. Ellos harán algo mejor. Tocarán música de la buena en tu boda con Piloso.
― ¿De verdad, Babo?
―Por favor… ―dijo el soberano y con un gesto de la mano los sapos empezaron a tocar sus instrumentos. ― ¡Babo…! ―dijo Maura emocionada y empezó a mover los pies.
Pero su Babo no la escuchaba, había agarrado a la reina, que, perdida dentro de su capa, suspiraba mientras movía las patas flacas como juncos. Luego llegó la boda. Bailaron hasta el cansancio, pero más cansados estaban Pancholo y sus amigos. Aunque amaban su Trap, el trapicheo que tenían con ellos no era justo. Cualquier incidente, aunque no ameritara música, era equivalente al trabajo. No paraban de tocar por órdenes del rey. Vivían agotados y a Papo le dolía la garganta. Un día decidieron escapar. Cuando todos dormían recogieron sus cosas y salieron del reino. Así, de lugar en lugar, de tierra en tierra, llegaron hasta la charca fangosa que no tenía dueño, y allí se instalaron.