Recuerdos de las viñas

Relato corto de Teresa Álvarez Olías

Me gustan las uvas blancas y también las tintas. Las tomo del racimo, como los romanos, de una en una, luego a puñados, mientras el sol les hace resplandecer al trasluz y el pasado retorna en unas pocas imágenes.

El día de mi boda, como me casé con un manchego, los invitados hablaban de la vendimia. Era el final del verano, una jornada de calor y risas, de nervios, de amor, de familia. De felicidad.

—Mañana empezamos en la Fuente. El tío Desiderio llevará el tractor.

—En dos semanas terminaremos este año. En la bodega más grande compran la de tempranillo de cincuenta en cincuenta kilos.

Las chicas de un barrio periférico de ciudad somos casi de campo, en especial las hijas de inmigrantes de cualquier pueblo lejano o cercano, de esos que miran a la montaña y ya no tienen gente que habite sus casas o que are sus tierras, aunque los bloques de nuestras casas se han comido los sembrados. Hemos crecido en las aceras, corriendo entre muros y portales.

Las chicas que han jugado en esos barrios nuevos al truque, a la lima y a la comba, que han lavado muñecos y reunido recortables, que han pasado las tardes de invierno en los desvencijados escalones de piedra, que han regado los rosales de su terraza tarde tras tarde, al atardecer, tienen memoria de la tierra de sus padres. Sienten la llamada del cultivo lento, seco, mojado, en agraz, verde, oloroso, dorado…

Así que el tema de la vendimia iba a ser tema recurrente en mi vida. No ese año de nuestra boda, pero sí al siguiente tuve mi bautismo de viñedo. Madrugones fríos y amaneceres por el largo camino, con las navajas limpias, los zapatos flexibles y la ropa cómoda. Canastos y trabajo de dos en dos, como las enfermeras, como la guardia civil, como los guerreros griegos. Tú cortas los racimos de este lado y tu compañero corta las del opuesto. Yo echo el último  al cesto y entre los dos portamos el capazo hacia el tractor que desafía el horizonte, como el olivo que delimita las lindes o el abeto que mira al cielo azul, más azul que todos los sueños que nunca tuve. Ardiente a medio día. El cielo español, resplandeciente como un zafiro luminoso.

Comíamos patatas con arroz y queso en aceite, también mortadela entre rebanadas de hogaza blanca. En el campo los guisos huelen a laurel, a pimentón, a romero, a ajo picado. Las patatas saben a gloria y de postre nadie come uvas. Solo las chicas de barrios de ciudad, ajenas a las costumbres del pueblo, nos regalábamos con los mejores racimos, elegidos de entre los más dorados del capazo.

En la casa de mis suegros aún no temíamos agua caliente. Había que dar gracias porque saliera una gota del grifo de la cocina, alternando con el del  baño. La calentábamos en una olla de barro y los mosquitos se estrellaban contra las bombillas del comedor mientras nos curábamos las manos heridas, las espaldas doloridas, las mejillas quemadas, a la vuelta de un día de trabajo demoledor, agachando el espinazo, soportando el calor o la lluvia, una nunca sabe. Lavando ropa y tendiéndola en las cuerdas del patio.

Me lo dijeron en la universidad años antes.

—En el campo contratan temporeros y se pueden ganar un buen sueldo, con comida y cama pagadas. Es una gran oportunidad.

Esos muchachos, sin embargo, no mencionaban el cansancio, los días sin leer, solo mirando el hilo de las viñas, inacabable como el sudor en los ojos. No describían la rutina de las hileras de viñas, largas e incontables y el silencio de los vendimiadores bajo un sol de justicia, en el septiembre castellano, que se levanta de mañana e incendia el horizonte todo el día, hasta que entra el crepúsculo aliviando la tarde.

Como nueva vendimiadora pasé con nota mi bautismo de campo, aunque nunca hablé de ello con los autóctonos, tan callados ellos, tan centrados en la perfección de acumular uva sobre el tractor y desbordarlo de racimos. Nuestras hijas fueron a vendimiar a sus tres años. Creo que su abuelo paterno nunca gobernó una cuadrilla más fiel. Jamás guisó las patatas con más acierto ni condujo el tractor más diligentemente como cuando ellas colaboraban, entre juegos y risas, con la tarea. Al final del estío el polvo de la viña te reseca el gaznate y la piel de las uvas te endulza los dedos, empalagándolos. La hora de la siesta es ardiente y ansías una sombra como el sediento anhela un río, un chorro de agua, un vaso de agua o la bota de vino.

La bota de vino del tío Desiderio y la de mi suegro. El líquido se derrama rojo o verde hasta tu boca en caída curva y artística, dibujando una parábola. Está fresco y combina de dulce con el queso curado que se ablanda en la cesta por el calor. Te moja por dentro y te cura las heridas incipientes, porque la vida se complicará a partir de ese instante y aprenderás con ese trago a afrontarla con más valor y menos temores.

Sabrás desde ese momento que las hijas de campesinos emigrantes luchan por sus familias y por sus vecinos de manera natural, en el entorno de su barrio, ya que la fuerza de sus ancestros las impulsa como el viento frío: arrasando y susurrando objetivos por alcanzar.

Vendimiar es tarea fatigosa y reconfortante. Te reconcilia con tus muertos y tus parientes vivos de una forma inconcebible, y te alinea con la gente que cultiva olivo y almendro en todas las riberas del Mediterráneo, bañándose de sol y de luna, de noches de San Juan y de sandía, de jara y polvo, de matojos secos, de montes sin árboles y pueblos pintados de añil y blanco.

Con los años entraron las máquinas a los campos a recoger la uva y además gente foránea, no solo universitarios, también los grifos dieron agua caliente en el baño y la cocina.

He vuelto muchas veces a las viñas. Están por todas partes en España. Las contemplo desde la carretera y otras veces desde el tren. Unas pocas aún crecen libres, aunque la mayoría ya lo hacen encauzadas en sus tubos verticales. Siento nostalgia por las cepas de brazos retorcidos de antes, por las niñas que dejaron de jugar junto al tractor para quedarse en la biblioteca estudiando, y por el abuelo que se fue y ya nadie más cocinó las patatas con arroz en el viñedo.

Entro en un bar y miro las botellas de vino tinto y blanco. El líquido que contienen habla de libertad estrellándose contra  paredes de cristal. Contrasta con el olor profundo del jamón salado y con las almendras blancas que trae el camarero. Añadiría un buen trozo de tortilla de patatas con cebolla y calabacín, además de la alegría de mi familia y amigos. Las risas  de ellos y las de ellas amenizan las rondas de chistes y anécdotas, de secretos a voces, de chismes, de dimes y diretes, y me distraen, como entonces y siempre, de recuerdos insoportables, de preguntas filosóficas, de tristezas lejanas.

Sirvo vino en mi casa y recuerdo las bodegas antiguas para gloria de las nuevas que han mejorado la marca, la calidad y la exportación. Recuerdo con nostalgia la  garrafa rellenada de líquido tinto del treinta y uno de diciembre cargándola con mi padre, comprándola en la pequeña tienda que cerró hace años. Mi padre,  en su juventud, segaba trigo en los valles del norte y se regalaba con un trago largo de la bota al acabar la tarea. Le estoy viendo en mi casa, pasándosela a mi abuelo aquellos deliciosos domingos de junio de mi infancia.

Todo el mundo va creciendo, como los barriles en la bodega.  Guardamos mil cosas en nuestro corazón relacionadas con el vino. Los días de Navidad, los cumpleaños, las bodas, las fiestas de fin de curso, pero también los momentos difíciles de crisis, de penuria, de desempleo, los largos días de enfermedad de mis seres queridos y las horas de confinamiento. Todos nos vamos haciendo añejos.

Añoro volver a la alegría de las uvas recién cogidas entre risas y conversaciones mínimas. Las fuerzas hay que guardarlas para cargar la uva y afrontar los sinsabores. Quiero merendar un racimo negro y otro verde, agradecida a la vida, al amor que nos sostiene,  al instinto ancestral que se asienta en el pecho y es capaz de desafiar al miedo, al dolor o al desánimo.

Y cuando quiero, vuelvo. Cierro los ojos y tomo una copa entre los dedos, asomada a la ventana, que es como estar asomada a mi alma. Brindo por las metas conseguidas, tan distintas de las sospechadas, y por la tierra oscura, reseca, sedienta, tan hospitalaria. Cierro los ojos y el viento del campo me revuelve el pelo. Solo una cosa se me resiste:

¡Cómo quisiera detener el tiempo en que mis niñas juegan entre las viñas!

Teresa Álvarez Olías es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.