La maga
Era su inteligencia un cofre
en el que atesoraba
los remotos secretos de las plantas,
y nació para ser aliviadora
de los males humanos.
Al llamar a su puerta,
una moza de lágrimas y duelo
llevaba el corazón con un pocillo
que destilaba mal de amores.
Sin que nadie lo viese,
cayó, sobre el brebaje
que la maga extendiera por su
pecho,
el diente de un demonio.
La mano que lo trajo
fue alegre danzarina con los sones
de las muchas monedas de su bolsa.
Antes de que la luna
encendiera faroles en el cielo
era ya la muchacha
un campo de forúnculos violeta
y una ola de lumbre
le arrasaba el escote.
La Inquisición entró en la casa
sin golpear la aldaba, sabedora
de que allí saciaría
su sed de pruebas.
Los pájaros huyeron recitando
el santoral completo.
El carro
En manadas, el pueblo
clamó con voz de hoguera
al contemplar el carro con la bruja,
y en las pupilas
de los inquisidores se veía
un pasillo de odio
por el que las plegarias
subieron hasta el Cielo.
La Voz Divina se acoplaba
en las bocas humanas
para escupir sentencias
y ponerle crespones al paisaje.
La sombra de la maga
Se hizo larga su sombra
hasta dejar de verse,
pasado el horizonte.
Preguntó, sin que nadie
escuchase su voz ni respondiera.
Quiso retroceder,
acudir al encuentro
de las filiales almas
que volaban tras ella.
Y fue en aquel instante
cuando vio que los muros
cedían a su paso
como si fuesen bruma.
Las llamas, para entonces,
eran remotas en la mente
de la mujer-ceniza.
Las yerbas enlutaban todo el monte.
El hijo de la maga
Un vómito de fuego
le dejó una orfandad definitiva
gritándole en los ojos
al muchacho de sombra,
derrumbado y herido,
impotente
ante tanta barbarie.
Era su madre la pavesa
con la que no dejaba de jugar
el viento de la tarde.
La amada del muchacho
Una joven hermosa
lanzó la red de su mirada,
queriendo descifrar entre el gentío
el rostro del amado.
Apenas pudo verlo
correr,
con sandalias de fuga,
detrás de las cenizas
robadas por el viento.
Ella se fue tras sus pisadas
hasta que pudo hallar
el desgarro sangrante.
Llanto
Los jóvenes se hallaron extramuros,
en donde las semillas,
plañideras, gritaban
el nombre de la hereje.
Lloraron a la madre
libando los pezones de la noche
hasta que un golpe agrio
hizo a la luna pez de doble daga.
Los ojos de las cosas
huyeron con el luto por destino.
Corrían
detrás de la pareja
para reconfortarlos.
El camino
Supieron que el camino era una fosa,
un estómago hambriento,
y que ellos eran pan y dulce mosto.
Borrachos de esperanza,
siguieron impregnando
la ruta con sus huellas.
Al rebasar la orilla,
miraron para atrás y sonrieron
porque ya no eran trigo
ni racimo de uvas.
Vuelo
Se arrojaron al tiempo
desde el cantil de la esperanza.
Fue tan perfecto
el dibujo del vuelo,
que su estela pobló
los tejados de labios y de buces.
Se hicieron lluvia sus cabellos
y nunca más se supo de sus rostros.
La tierra que mojaron
fue más fértil que nunca,
y un perfume perenne
se adueñó de la yerba.
Miradas
Al amor de una estrella
cruzaron sus miradas.
Acróbatas, saltaron
de galaxia en galaxia,
provocando un armónico Big Bang.
Los seres espaciales
al enfermar de envidia levantaron
las nieblas mas espesas.
Querían separarles los destinos,
mas ellos ya gozaban tras los muros
de la ciudad de bruma
donde les aguardaba
la mujer-lumbre
con todos los secretos de las yerbas.
Sirenas de agua dulce
Sus nuevas credenciales
para iniciar la vuelta les dotaron
de cuerpo medio humano y medio pez
y al recibirlos
en sus aguas de azúcar,
los aljibes del mundo rebosaron
de líquida ternura,
y aquel que la bebió
por siempre fue dichoso.
Al otro lado de la vida
habían transcurrido tantos años
que los inquisidores sólo eran
una llaga perenne en el recuerdo.
Juan Calderón Matador es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.