Los hijos de ambas habían crecido juntos y se habían querido a despecho de ellas. Habían muerto de Covid quince días atrás y Paula había tenido que comunicárselo a las ancianas con infinito dolor.
Paula siempre había podido entrar en el cuarto izquierda y en el cuarto derecha, siendo el ojito derecho de las dueñas de esas casas donde todo era maravilloso: las colchas de ganchillo blanco, las pilas de revistas, la merluza frita de Charo, y también las albóndigas con tomate, las novelas románticas y los encajes de Pilar.
Podía la chiquilla pasarse la mañana en una casa y la tarde en la otra, revolviendo los armarios, barriendo los rincones o charlando con la abuela de turno de las historias del colegio. Nunca le contestaban ellas a la pregunta de por qué ninguna hablaba a su vecina de rellano, con el vínculo importante que a ambas las unía y el enfado monumental que las separaba.
Ahora, por culpa de la pandemia de Covid, estaban solas en sus casas, con todas sus fotos y ropa por única compañía y la imposibilidad de bajar a la calle si alguien no las ayudaba a enfrentarse con la escalera del portal. Las piernas le fallaban a Charo. A Pilar le faltaba vista. Charo era muy blanquita, simpática y le gustaba cantar escuchando la radio o hacer ganchillo viendo la televisión. Pilar pintaba acuarelas y era seria, morena, lectora empedernida de prensa rosa y encajera de blusas o toallas.
Ambas hablaban por el patio de luces con otras mujeres del portal contiguo sobre los muertos y enfermos por la pandemia, sobre la enfermera del segundo, que llegaba agotada a su casa, sobre el aburrimiento insoportable en las casas cerradas, sobre las noticias desastrosas que emitía la radio y mostraba la televisión. Paula las oía y lamentaba que no hablaran entre sí, que no se desahogaran juntas, que no se acompañaran física o espiritualmente en ese tiempo en que la vida se había vuelto del revés.
Por la pandemia instalada, el mundo se había parado de golpe, como se detiene el silencio en el recreo, como se muere la alegría cuando la desgracia inesperada, cruel, la hiela. Paula también estaba tan sola como cada una de ellas, pero no podía abrazarlas, solo llamar a sus timbres esperando que quisieran abrir y verlas a unos pasos de distancia.
Cuando entreabrían la puerta de la entrada, Charo con pasó trémulo y Pilar viendo figuras hirsutas de lejos, Paula, con algún esfuerzo, intentaba una charla a tres que se quedaba sin remedio en dos diálogos difusos e independientes.
Se decía a sí misma que, afortunadamente, a ninguna de sus abuelas les hubieran dado plaza todavía en ninguna residencia, como estaban esperando desde yacía seis meses, por la mortandad reciente en muchas de ellas.
Era mezquina, sin embargo, la suerte de dos ancianas solitarias, aisladas en la gran ciudad, auxiliadas por una nieta que, afortunadamente, vivía en el mismo portal y se permitía la obligación de estar pendiente de ellas, aunque viviendo debajo.
En el tercer piso del inmueble, en la casa que había sido de sus padres, se había sentido siempre querida y feliz, hasta que el ángel de la muerte se los había llevado y el miedo a contagiarse de la enfermedad del corona virus tocaba puertas y calles, cuartos y pasillos, almohadas y cerebros.
Paula salía a aplaudir cada tarde a su balcón y batía palmas por sí misma, por sus abuelas, por sus padres fallecidos, por su novio, que vivía en otro barrio, por los niños enclaustrados en casa, subiéndose a los sillones, saltando por las camas, haciendo los deberes, jugando a pillarse con sus hermanos en un espacio minúsculo, lejos de los columpios y la arena, del sol y el escondite, de la fila de compañeros entrando en clase, muy distantes de la maestra y de sus primos. Por ella misma y su incierto futuro.
Aplaudía para comunicarse, para espantarse el miedo y transformar su soledad. Aplaudía para pasar tres minutos mirando el cielo, saliendo un instante de la cárcel de su casa, viendo a otras personas en sus balcones, moviéndose en sus terrazas. Aplaudía Paula por Pilar y por Charo, por las niñas y jóvenes que un día fueron, como contaban sus álbumes de fotos, sufriendo por descubrir el hipotético estornudo de ellas, su dolor de cabeza, su fiebre o su falta de olfato, los temidos síntomas de la pandemia que temía escuchar.
Las noches eran largas e insomnes para Paula, que había perdido su empleo y se preguntaba cómo afrontaría el futuro sin un salario con el que sobrevivir. No podía ahora contárselo a sus abuelas como les narraba, de niña, sus incidencias en clase de gimnasia o de lengua. Ellas dormían muy poco también. Lo sabía por el ruido de sus camas al darse una nueva vuelta en medio de la noche y dolerse en la espalda, o por el sonido de sus pasos llegando al baño.
El futuro languidecía ahora como una vela casi consumida y era oscuro como el dolor en soledad. Llamaba por teléfono a su novio cada tarde y se contentaba con imaginarle. Unas veces Adrián estaba animado y otras triste o apático, como ella.
Sus padres le habían insistido, desde sus lechos de enfermos terminales, en que cuidara de sus respectivas madres siempre, y en especial cuando se acercara el instante final. El momento de la prueba tal vez ya se había presentado, y Paula temía que alguna vez las puertas del cuarto piso no se abrieran, que alguna de sus queridas abuelas tardara en descorrer el cerrojo o no lo descorriera. Después de haber perdido a sus padres el miedo a perderlas a ellas se había recrudecido.
Antes las cosas eran distintas. Ella las visitaba, barría sus habitaciones, fregaba sus platos y se sentaba en la mesa del comedor a escuchar sus cuitas. Ahora, simplemente insinuaba sin éxito a cada una que hablase a su vecina de rellano por primera vez en años, dada la emergencia sanitaria sobrevenida. No entraba a ninguna de sus dos casas por si ella pudiera contagiarlas. Ahora las tres estaban separadas con crueldad, condenadas a espiarse, a mirar por la ventana, a cocinar solo para sí misma y entretenerse con los recuerdos, testimonios de un tiempo en que nadie sospechaba que podían racionarse alguna vez la lluvia, el viento, el aire libre, la capacidad de moverse por la calle o la merienda con la nieta.
—Traigo dos regalos, abuelas —gritó en el rellano, esperando que la escucharan, ese día en que el confinamiento parecía haberse acabado parcialmente, por orden gubernamental.
Pilar y Charo llegaron a pasitos cortos cada una a su zaguán, tras los timbrazos. Paula mintió sin misericordia. Adrián y ella habían ideado una estrategia imperiosa y rápida para acabar con la incertidumbre y la condena autoimpuesta de las ancianas de no hablarse o no mirarse. Para llevarlas juntas a la casa de la nieta. Al piso de abajo, al lugar donde ella podía tenerlas a la vista, cuidarlas y atenderlas.
—Son bombones de libertad. Toma uno. Y esta mascarilla. Los he comprado para celebrar que se acaba la cuarentena, y todos podremos ir a la calle, pero es imprescindible salir por orden de pisos, con el vecino o vecina de escalera a la vez. No se puede salir de otra forma. Adrián bajará con una de vosotras y yo con la otra. Primero vendréis a mi casa hasta la hora en que nos dejen salir. Es inútil protestar. Son las normas para todos los ancianos, que ya no pueden vivir solos. La policía lo impone y vigila desde la calle.
Transcurrieron unos instantes tensos, donde las abuelas respiraban entre suspiros. La escalera se abría silenciosa, solitaria, invitando a bajar.
—¿Tú qué dices, Pilar? —inquirió Charo con voz tenue, inquieta por lo que acababa de oír—.El mundo es ahora distinto. Habrá que cumplir. Me siento muy sola y tengo miedo. Además yo ya no recuerdo por qué nos enfadamos. No consigo saberlo —contestó muy despacio.
Pilar tampoco se lo dijo. Ella tampoco tenía una idea definida. La relación se había enquistado cuando el hijo de uno y la hija de otra se enamoraron, y ni siquiera se había restaurado cuando esos hijos murieron. Los abuelos no mediaron en el conflicto inicial, ocupados en sus toses y dolores de huesos, y las abuelas, aún queriéndolo, no dieron el paso preciso para tender la mano y reorganizar la familia. El tiempo fue pasando. Así había fluido la vida: rencorosa y gris, como una corriente de agua sucia que nunca se detuviera.
— Yo solo recuerdo que nuestros hijos se amaban, Charo. Y que ahora ya no están pero siempre desearon vernos juntas. Debemos bajar con Paula y Adrián —Pilar hizo una pausa larga y respiró fuerte, suspirando—. Me encantará hablar contigo. Apenas veo y quiero mirarte de cerca. ¿Cómo has encontrado a tu novio tras tantos meses sin verle, Paula?
—Más guapo y amoroso que nunca, abuela. Él es quien ha tenido la idea de bajar con vosotras para obedecer a la policía. Todos los vecinos ya salen a la calle, incluso los mayores, aunque por tramos horarios según la edad. La gente se ha vuelto más simpática y sensible tras este largo confinamiento. He visto apersonas llorando en el portal.
Había silencios entre pregunta y respuesta. Paula tenía que repetir sus palabras varias veces y espaciarlas. Su corazón latía ansioso, deseando que su piadosa media mentira conmoviera a esas dos ancianas desvalidas, aferradas al pasado, miedosas, valientes, expectantes.
—¿La policía qué quiere?
—Simplemente vigila para que todo vaya bien con los ancianos. Tenéis que bajar ahora mismo, ya, a mi casa.
—Desde mi ventana he visto pasar a los agentes en solitario un día y otro, a izquierda y derecha de la calle. También circulaban ambulancias y coches fúnebres sin fin. Tengo miedo de bajar, Paula, miedo y ansia por encontrarme con Charo.
—Pilar, no tardaremos en vernos. Te estoy oyendo y viendo. Bajas también muy despacio, con Adrián —contestó su vecina de escalera, apoyándose en el brazo del joven y descendiendo pesadamente.
Adrián, con paso firme, en unos minutos llegaba ya a la puerta del tercer piso, mientras Paula iba venciendo los escalones uno tras otro, seis metros por detrás.
La existencia valía cien veces más que un enfado añejo y era tan absurda como la mentalidad humana quisiera que lo fuera. Todos, jóvenes y viejos, escapados de la enfermedad y del miedo, tenían obligación física y mental de encauzarla cada día.
—Necesitamos charlar —concluyó Pilar con paso trémulo y la alegría en el rostro, nerviosa como nunca, apoyándose en la barandilla y en Paula, con las lágrimas en los ojos por el contacto físico con su nieta, dando cuerda a su corazón.
Los cuatro llegaron al fin al tercer piso. Un diminuto rayo de sol sonreía en la puerta entreabierta.
Teresa Álvarez Olías es vocal honoraria de la Unión Nacional de Escritores de España.