Vivencias de los inocentes ratones Frasquito y Perico

 

Cuento del libro Relatos que vienen a cuento

Erase dos ratones que vivían en un pedregal, contentos de su suerte, pues al no haber conocido otra forma de vida, no podían echar de menos lo que nunca vieron ni nadie les ofreció. Aun así, algunas referencias remotas y poco creíbles, les hacían pensar. Oían sobre lugares y formas de vida difíciles de asimilar, por lo que poco a poco, fue despertando en ellos el espíritu de aventura, así como la natural curiosidad resultante de la mezcla de juventud y temeridad.

Habitaban guaridas sencillas pero acogedoras. Escaseaban las semillas, pero siempre suficientes. Un trato amable e igualitario envolvía el vecindario, pero bien es cierto que, las costillas marcaban sus lomos, y como al «perro del Tío Alegrías», solo les quedaba trompa y «de aquello». Eran bonachones e inteligentes, si acaso, marcados por la inocencia, producto de la cerrazón que silenciosamente produce la ignorancia. Veían y aceptaban de forma natural, cómo de cuando en cuando, un día un mochuelo, otro un zorro y otras veces un gato montés, se daban un pequeño banquete a costa de algún incauto compañero del pedregal. Por todo ello, se consideraban afortunados, pues habían superado indemnes su infancia y pubertad. Continuaban vivos, que ya era un logro. Ya en plena juventud, y con la limitada experiencia adquirida en el pedregal, comenzaron a sentir con más fuerza, que alguna buena estrella guiaba sus vidas. Al desconocer la realidad de otros mundos, sobrevivir tanto tiempo en aquel, lo daban como un bien ganado privilegio. Solo tenían referencias imprecisas de otras sociedades, de otra vida y otros mundos. Siempre relatos difusos de quienes al parecer triunfaron y volvieron.

Un día, convencidos de que si tenían tanta suerte sin moverse del lugar y sin grandes pretensiones, explorando nuevos mundos y esforzándose, podrían llegar a prosperar. Sin pensárselo mucho y sin demasiados preámbulos, dejando a un lado los consejos de los más cautos, una buena mañana emprendieron la marcha. Los horizontes, al ojearlos, parecen manejables sin demasiado esfuerzo, pero donde acaban, está lo desconocido. El hambre o la abundancia. La gloria o la muerte.

Ya llevaban un trecho andado, y pronto llegaron a la prematura conclusión de que, lo que hacían estaba bien, pues lo que encontraban a su paso superaba lo que abandonaban. Caminos limpios y parejos para la marcha, y algo en las cunetas para añadir a las raciones de sus zurrones. A medida que avanzaban, nerviosos miraban instintivamente hacia atrás, el horizonte conocido se borraba a sus espaldas, mientras otros mundos nuevos tomaban forma en los desconocidos escenarios que iban haciéndose visibles. Habían vivido engañados —pensaron—, y bien cierto que lo parecía. Habían vivido esclavizados por búhos y gatos, aunque lo que aún no sabían es que, vayas donde vayas tienes que ganarte tu libertad y el respeto, pues los zorros y los buitres abundan, y siempre andan al acecho por doquier. Se marcan las defensas por donde supuestamente pueda venir el peligro, aunque la maldad o la simple contrariedad, al no tener rostros ni estereotipos claros, es imprevisible. En la humildad de su pedregal, aún no habían descubierto que son a veces nuestros propios congéneres el mayor peligro del que guardarse.

Caminaban y deliberaban, reflexionando más que hablando, y a pesar de las reticencias que lo desconocido crea, aún conservaban ese brío optimista de quien comienza ilusionado una andadura antes del desengaño. De repente, uno de ellos, junto al camino y bajo un frondoso roble, vio un espectacular queso que, a pesar de su envoltura, embriagaba con su aroma. Con regocijo, le echaron mano rápidamente, ya que las vituallas que portaban eran malas y escasas. Para mejor acarrearlo y repartirlo en justicia, pensaron dividir el queso en dos partes idénticas. Lo partieron como mejor pudieron, y terminando, empezaron a considerar si la partición había sido ecuánime. Miraron y remiraron desde diferentes ángulos, con un ojo y con dos, pero siempre dudando. Uno de ellos, tuvo la infeliz idea de parar a un mono lechuguino, de esos estirados que llevan el rabo más alto que la cabeza, y que con un paso cadencioso, un decorado bastón y ademanes de señor, paseaba intentando parecer alguien. Pensando que era un «bicho» respetable —por su aspecto, craso error—, solicitó su ayuda diciéndole:

—Caballero mono, ¿podría usted así a ojo de buen cubero y en justicia, apreciar si estos dos trozos son iguales?

El mono se puso solemne, frunciendo el entrecejo, mirando, sopesando con las manos, mirando perfiles con un ojo guiñado primero, y con los dos muy abiertos después. Se cogió la barbilla con dos dedos, y antes de dictar sentencia, movió ligeramente la cabeza. Estaban contentos los ratones, pues les había tocado un sabio, su porte y ademanes hablaban por sí solos. Como buen aprovechado —o más bien como fino ladrón—, con aquellas pantomimas, había magnificado su intervención para mejor rentabilizarla, aunque el broche de oro lo puso al dar su dictamen:

—Caballeros ratones, finos han andado ustedes para tal precisión, pues a pesar de ser éste que tienen delante, tasador especialista en todo lo mensurable, me ha costado un esfuerzo afinar en mi decisión. Se nota que asistieron con aprovechamiento a la escuela, y que circula por sus venas sangre inteligente —continuaba haciéndoles la cama—. Pero he de decirles, para rizar el rizo, esmerándome en el trato que ratones tan refinados merecen, que este trozo —por una pizca— es más grande. Pero he de añadirles como enseñanza que, del modo más sencillo —que para ello está la inteligencia— se solucionan los mayores enigmas, pues fíjense que con solo un mordisco que le propine a éste, igualaré los dos, y con escasa pérdida de materia ni de tiempo se hará justicia. Antes de devolver los equilibrados trozos, volvió a observarles —al queso y a los ratones—, otra vez con uno y con los dos ojos, otra dosis de adulación rimbombante, y mordisco al que consideraba ligeramente mayor. Así una y otra vez, mientras los trozos de queso menguaban cada vez que la operación de igualamiento se repetía. Los ratones, con esa prudencia que a veces surge por un exceso de comedimiento y decencia, con toda humildad para no contrariar a aquel benefactor, le dijeron que bastaba, pues se daban por satisfechos con cualquiera de los dos. Le dieron las gracias mientras se disponían a continuar su camino, pero el mono les paró, diciendo airado:

—¡Ratones tenían que ser! —habían dejado de ser caballeros— ¡qué!, ¿creen que con dar las gracias se saldan las molestias y los aprietos en que ponemos a la gente de pensamiento y de ley? Además, el queso lo encontraron, por lo que al ser todo beneficio tienen que tributar por ello. Haciéndoles un favor, entréguenme uno de esos trozos y apáñense los dos con lo que queda del otro.

Finalmente, habían quedado tan mermados los trozos de queso, que para almorzar con su mitad, aún tuvieron que añadir algunas de las semillas que llevaban de reserva. Como aquellas prácticas también les eran ajenas, las dieron por normales, aunque asumiendo con ciertas reservas aquel tan desigual «equilibrio» en el reparto del queso.

Con aquella lección de repartos y tributos aprendida, más adelante, vieron venir a dos ratones bien vestidos y emperifollados, a los que se disponían a saludar y preguntar sobre aquellas tierras que atravesaban. No hubo ocasión para ningún tipo de pregunta, pues oyeron incrédulos antes de cruzarse cómo el más mayor le decía al más joven:

—No les saludes, ni los mires, con esas pintas, esos hatillos, seguro que son dos ratones de cuento.

—Pero padre, pero si nosotros también somos ratones y estamos en el cuento.

—Ratones sí, pero de lo demás nada, nosotros somos de otra alcurnia, no hay más que vernos. Además, si disimulamos, quizá pasemos desapercibidos y no salgamos en éste cuento. No digas tu nombre aunque te pregunten. Si al menos fuese un cuento de esos ilustrados, o de esos de los que se hacen seriales, o con alguna vuelta al mundo, bien estaría, pero no quiero mezclarme con ratones de pantalones zurcidos y con hatillos al hombro. Y no olvides que somos descendientes de un ratón «congresista cascabelero», de aquel «barbicano» que cantó Lope en aquella obra maestra de la épica.

—Pero papá, si el abuelo también fue de esos de cuento, de los de pedregal y remiendo. El abuelo decía que detrás de cada estirado subyace el hambre. Y no olvides que por un cuento —como casi siempre—, el abuelo hizo su primera fortuna y sacó fama.

—Sí, pero pasó a otro status. Además, nosotros caminamos erguidos y vestidos, y esos van remendados y arqueados al caminar, son de cuento y no se hable más. ¡Prosigue y disimula!

Con la boca entreabierta y con el hatillo sobre el hombro, vieron incrédulos como pasaban de largo sin tan siquiera mirarlos. Otra lección aprendida, aunque ésta les pareció menos asimilable, y lo que es peor, más humillante, por lo que en lugar de dejarla pasar asumiéndola como normalidad, «se la echaron en el hatillo», pues de donde venían y aún siendo nada, al menos eran todos iguales.

—¿Hasta dónde crees que debemos llegar? —dijo Perico, algo más cauto al reiniciar la marcha.

—Pues hasta haberlo visto todo —contestó Frasquito.

—No sabemos cuánto es todo, pero si pretendemos tal cosa, tendremos que prepararnos también para lo peor.

—Ya, pero en el riesgo están las experiencias, y, por lo tanto, las enseñanzas, y hasta el triunfo —amartilló Frasquito.

—Sí, pero a veces el triunfo esté en conformarse y parar a tiempo en el lugar adecuado. Porque yo, si damos con el valle del que hablaba el Tío Pepe el Jaranero, de ahí no me muevo —razonó Perico.

—¿Y qué lugar es ese? —Preguntó Frasquito.

—Pues aquel donde llueve trigo y habría fruta a nuestro alcance todo el año. Donde los gatos, mansos y sin dientes, estarán a nuestro servicio.

—El Tío Pepe, —se apresuró en contestar Frasquito— solo tenía medio rabo, le faltaba una oreja, estaba mellado y era «calvo de morro», pues hacía años que perdió los bigotes, y por lo tanto el olfato. El hambre despierta fantasías. Yo, como ratón de cuento y más aún por ser de pedregal, parezca que estoy obligado a creerlo todo, o al menos es lo que se espera de nosotros, pero he de decirte que de ese valle o de otro lugar parecido, como aquel del que se dice que «amarran los perros con longanizas», ya había oído un servidor algo. Y te diré que no dejo de creerlo por ser incrédulo, que no es fe lo que me falte, sino porque si alguien lo encontró, no creo que volviese al pedregal a contarlo.

—La esperanza es lo último que se pierde, pero me gustaron tus argumentos, pues para ser inteligentes tenemos que desarrollar el don de la duda —acabó convencido Perico.

Arrancaban en silencio la marcha, mirando hacia atrás con nostalgia, y hacia adelante con incertidumbre, pero con valentía. La noche se les echaba encima, por lo que sus enemigos naturales no tardarían en buscar la cena. No muy lejos de allí, casi confundidas entre las sombras del crepúsculo divisaron unas edificaciones. Nada más llegar, y teniendo en cuenta la acritud de lo poco que habían visto, no podrían haberse imaginado ni en sueños un recibimiento como el que les dispensó uno de los suyos.

—Buenas noches tenga usted amigo y hermano ratón, somos Frasquito y Perico, dos ratones de pedregal de paso en busca de fortuna —saludaron presentándose—. Pues digo, si usted nos lo permite, si podríamos hacer noche en su casa, asegurándole que a primera hora y sin desayunar nos haremos otra vez al camino.

—¡Pero ¿cómo que si podéis hacer noche en mi casa?! Podéis hacer la noche y el día, y la semana, y comer y beber lo que gustéis.

Mientras eufórico les decía todo esto, los abrazaba riendo agasajándoles con mil zalamerías y arrumacos. Se presentó como «Juan del Tinto», décima generación en aquellos sus dominios. Quedaron patidifusos por aquel derroche de simpatía, sorprendidos, por aquel dispendio de hospitalidad. Asombrados estaban por aquellos coloretes de su cara, amén de unos ojos saltones y alegres. Pensaron que aquel ratón irradiaba salud y felicidad, aunque uno de ellos hizo notar al otro que, sus ojos tenían un extraño brillo, y que aparte del hocico y de los mofletes, el resto de su cara era demasiado pálida. El otro observó el aspecto sarmentoso de los dedos de sus patas, pero como a nadie le amarga un dulce, y dada su necesidad de hospedaje, todo lo dieron por bueno. Sin decirse una palabra, los dos notaron un indescriptible y cargante aroma en el entorno. Era la primera vez y sin saberlo que entraban en una bodega. Una vez remitió aquella estridente presentación, para no abusar de la hospitalidad del anfitrión, los dos sacaron las exiguas viandas que llevaban en los hatillos. Aquel, mitad de ratón, mitad odre, dijo quedar saciado con dos pepitas de melón, argumentando aquello de que: «de grandes cenas, están las sepulturas llenas», que dejasen aquello a un lado, y que probaran los caldos que allí había. Les condujo bajo una barrica que, en regulares espacios de tiempo, iba dejando gotas de su tinto contenido sobre una escudilla que había justo debajo de la espita. El anfitrión les dijo:

—Probemos este primero. Este es un tinto saleroso, probad, probad —decía mientras absorbía como una esponja.

Los guiños y muecas al primer trago, asimilando hasta ese momento un desconocido sabor, fueron remitiendo al segundo y al tercero. Sin conocer aún sus consecuencias, empezaron Frasquito y Perico a entender a su anfitrión, pues aquel caldo oscuro les produjo por momentos una desconocida felicidad. No daban abasto al goteo de la barrica. Las risas y el tonteo hicieron acto de presencia, hasta que flotando se fueron los tres a dormir. Tuvieron un extraño despertar, deshidratados y desconcertados les perecía oírse a sí mismos al hablar. La cabeza les estallaba. Pronto entendieron los maléficos efectos del exceso de caldo, y que las cosas triviales o los beneficios demasiado fáciles, siempre acarrean consecuencias imprevisibles. Unas cortezas de naranja desayunaban los dos, invitando cortésmente a su borracho amigo. Pero el anfitrión continuaba eufórico, animándolos a probar el vino de una nueva tinaja que estaba llena casi hasta rebosar, diciéndoles:

—¡Vamos, arriba!, subid aquí que vais a probar lo mejor de la bodega.

Ellos, cortésmente agradecieron el gesto, subiendo como espectadores hasta el borde de la tinaja, pero declinando la invitación a beber. Para salvar el escaso espacio que separaba el borde de la vasija de lo que parecía un lago de vino, el anfitrión bajó despacio por la pared del recipiente, pero con tan mala fortuna que cayó al vino. Nadando como podía —entre risas—, y mientras aseguraba su flotabilidad agarrándose a duras penas a la pared interior de la tinaja, dio varias tragantadas de vino. Un gato blanquinegro con pinta de malas pulgas, se percató del movimiento, saltando hasta el borde de la tinaja. Los dos ratones de nuestro cuento, bajaron a toda prisa poniéndose a buen recaudo en el agujero que servía de vivienda al borracho, quedando a la escucha de lo que acontecía arriba. El gato, que en repetidas ocasiones se había sentido burlado por aquel ratón, con una pícara sonrisa le dijo:

—¡Hombre Juan —que como se dijo era el nombre de aquel borrachín perpetuo—¡, ya tenía yo ganas de verte como ahora, en un agujero lo bastante grande en el que podamos charlar un rato cara a cara. A ver si ahora eres tan flamenco y burlón como cuando te refugias en tu pequeñez, dejándote ver solo los bigotes. Y te hago saber que aún no he desayunado —añadió.

—Hombre perdóname, mis chanzas solo eran inocentes bromas entre vecinos. Tú sabes que yo te aprecio, porque sin ti no soy nada, como es nada sin ti el perro de la vecina. Pues nada se dice de gatos con gatos, ni de ratones con ratones. Todo gira en el mundo como el ratón y el gato, o lo que es peor, como el perro y el gato. Eres la alegría de la bodega; no hay gato, ni perro ni ratón que te iguale. Bigote hermoso, el tuyo, y no el del dueño de la bodega. No hay gata del entorno que no pase cada día para hacerse contigo la encontrada, levantando el rabo y ronroneando en tu busca, zalameras ellas como perras en celo. No sé qué haría sin ti el amo de la bodega —terminó casi sollozando.

-¡«Repámpanos», que me blandea éste roedor achispado! Pues no me dan ganas de ahogarte en mosto aún sin comerte, solo por chaquetero. ¡Vecinos y enemigos!, pues como guardián de roedores me has afrentado en más de una ocasión. Además, yo soy un gato y tú eres un ratón, por lo que es mi natural obligación el comerte.ç

—Si no me comes, te juro por todos los ratones de bodega respetarte de por vida, y lo que es más, te serviré cada vez que me necesites, será una deuda vitalicia —insistió «Juan el beodo».

—Hablando de gato a ratón, te diré sin rodeos que voy a desayunarte con gusto, tanto más por bribón y pelotero que por tus cuatro huesecillos envinados.

—Querido amigo gato, concédeme al menos el que tenga una muerte digna, al fin y al cabo no soy un ratón cualquiera, soy Juan del Tinto –¡ahí es ná!-, un caballero de bodega, no de esos de pedregal. No me comas así empapado, arrecido de frío, con los pelos de punta y con este hedor a vino. Déjame solo un rato al sol, y una vez seco, almuerzas. Sé que eres un caballero.

El gato, que a pesar de su condición de depredador era un animal de buen corazón, al verle temblar calado de vino hasta los huesos, sin mucho convencimiento, pero con rigor, dijo:

—Si continúas con tus falsos piropos te machaco de un zarpazo, pero sea pues, pero ni un minuto más del necesario para secarte.

Juan del Tinto, con fuertes movimientos del lomo, se sacudía el pelo. Con simulados temblores espasmódicos, y entornando ligeramente los ojos con aspecto lastimero, —con teatrales fingimientos— continuaba exagerando su malestar por un baño tan denso. Cuando consideró que estaba repuesto, comenzó disimuladamente a observar al gato. El felino permanecía sentado y con cierta relajación, pero en un lapsus en que alzó una pata trasera para rascarse el cuello, como un rayo, en un movimiento rápido y decidido, Juan escapó, introduciéndose en el agujero donde aguardaban nuestros dos ratones. El gato, al verse nuevamente burlado, soltó por su boca abominaciones y juramentos contra el borracho, y asomándose al agujero, impotente por la burla recibida, le dijo:

—¡Vaya palabra que tienes amigo!

—Anda, si al final te hice un favor, pues qué utilidad tiene un gato sin ratones que incordien, seguro que te despedirían. O quién sabe, si no sirves ni para gato de molino, y tendrías que buscarte un puesto de gato faldero. Y además ¿qué me reprochas?, ¿de cuándo tuvo validez la palabra de un borracho? —contestó Juan riendo con socarronería.

El gato se fue encolerizado, y nuestros amigos —inocentes ellos— soterradamente, también le recriminaron su falta de formalidad. Le dijeron que entendían sus tretas para salvar el pellejo, pero que sus excesivas y rastreras adulaciones, y su flemática irreverencia en la burla una vez salvado, sobraban. Que no era de caballeros el ensañarse con el vencido, pues esas bravuconadas solo demuestran ramplonería. Ni tan siquiera escuchó el final de la arenga, y aun oyéndola, tampoco le hubiese importado. Hacía tiempo que había perdido el sentido de culpa. No reconocía Juan la palabra vergüenza, pues los principios de decencia solo se llevan en los estados puros, en aquel caso, en el pedregal. Con todo, y con algún atisbo de razonamiento, Juan les contestó:

—¡Pero cómo!, os enfadáis por el incumplimiento de la palabra a un felino, a un primo del lince. Bien se nota que aún vais de ida, pues ya me gustaría veros cuando estéis de vuelta. A ver si con tanto lince suelto, aprovechando los compromisos ajenos solo a su conveniencia, sois capaces de regalar la vida por una palabra. Este ratón de bodega daría la vida gustosamente por otros motivos mayores, incluidos vosotros, pero jamás por gatos, linces, zorros o alguna que otra oportunista alimaña.

Con la resaca aún viva en sus maltrechos cuerpos, reanudaron la marcha sin mirar atrás. Sentían el cuerpo magullado, y la cabeza les dolía solo con el leve esfuerzo de pensar. Agua y camino fueron su cura, hasta llegar a un estrecho desfiladero con un embarrado charco en el camino. Varios jabalíes disfrutaban del lodo como cerdos que eran, impidiendo el paso de nuestros ratones. Viendo que la fiesta se alargaba, resultándoles imposible continuar el viaje, uno de ellos se dirigió al que parecía el jefe, diciéndole:

—Señor Jabalí, si usted lo considera oportuno, le rogaríamos dejaran de salpicar lodo y se apartaran durante un instante hasta que pasemos.

El jabalí, sabedor de las molestias que producía, se encaró diciéndole:

—Esmirriado ratón, sé que molesto y no me importa. Pero me coge usted en un buen día, por lo que agradezca que no le ahogue en el lodo por simple placer. Salpico porque puedo, y no necesito argumento porque tengo la razón, que no es otra que la fuerza de mis colmillos.

Nuestros amigos experimentaron la rabia. De buenas ganas le hubiesen dado una lección a aquel guarro. Pero, caminando, viviendo y aprendiendo, iba cambiándoles la expresión de sus rostros. Empezaron a mirar con los ojos abiertos y a otear el entorno. Comenzaron a mirar con atención el suelo al caminar. Pretendían ir «sabiendo dónde pisaban».

Después del fango y del berrinche por la actitud de los cochinos, que siempre lo remueven, empezaban a asimilar como normal en la vida —aunque a regañadientes— toda la escoria  y la maldad que fluctúa por el mundo. Estaban acostumbrados a sufrir, por lo que sus últimos resquicios de inocencia aún les permitían pensar que, lo que consideraban injusticias, solo serían pequeñas paranoias derivadas de su radical cambio.

Otra noche comenzaba a caer, y ciertos graznidos y cantos sonaban a amenaza. Se acercaron a un grupo de agujeros que parecían bien cuidados. Eran unas ratoneras limpias, en un paraje verde y resguardado de los elementos, lejos de lo humano, casi siempre demasiado sucio. Rosita la ratona, barría la puerta. Agapita venía del venero con un cántaro de agua en el costado. Rosita, era una ratona bella y de actitud ostensiblemente comedida, con un sentido tan excesiva y aparentemente práctico que, costaba distinguirlo del más puro interés por lo terrenal. Agapita era menos bella, pero más natural y simpática, y sobre todo, mejor terminada que su hermana. Quedaron prendados de ellas. Se irguieron todo lo «estirablemente» posible; sus bigotes parecieron expandirse, y sus babeantes sonrisas les daban un aspecto embobalicado. Dos golpes contundentes en el suelo con un bastón, acompañados de un carraspeo intimidatorio, les rescató de aquel trance hipnótico. Era el ratón Antón, quizá el ratón con mejor olfato del contorno. Por su robustez, había quien decía que era un mestizo de ratón y rata. Claro que tampoco faltaba quien opinase que, su cruce con rata lo demostraba más por su mal encare. Pues ni lo uno ni lo otro, era agraciado en todo, y, por lo tanto, envidiado y difamado.

—¡Dónde se va¡ —exclamó grave Antón.

—Buenas tardes tenga usted. Somos Frasquito y Perico, dos ratones de pedregal en busca de fortuna, aunque por nuestras vivencias parece que somos poco proclives a la suerte.

—Se nota que aún no habéis perdido la inocencia, ni tampoco la capacidad de impresionaros. La suerte hay que ayudarla. Lleváis la candidez escrita en vuestros remendados pantalones; en vuestro hatillo sujeto al palo. Pero he de deciros que lo tenéis todo a vuestro favor, pues desde donde os halláis puede ascenderse a lo máximo. Si hubieseis llegado de sobrados y descarados, fingiendo con chulería tener todo lo que parece faltaros, os corro a garrotazos hasta transponeros.

Después de aquella toma de contacto, puestas las cartas boca arriba, les hospedaron en una ratonera contigua aún sin estrenar. El hueco de una raíz interior hacía las veces de alcoba. Quizá algo húmeda aún para gente refinada, pero recubierto el suelo con un excelente bálago que, la hacía cálida y acogedora; perfecta para nuestros amigos, acostumbrados a dormitar entre dos piedras. Durmieron como sus primos los lirones. Soñaron y babearon sonrientes con Rosita y Agapita. Se sobresaltaban entre sueños, creyendo oír aún los garrotazos que a su llegada dio Antón en el suelo a modo de advertencia. A pesar de ser sueños, todo era verdad y todo era mentira. Como en los cuentos.

Les despertó Antón amablemente, con un buen desayuno servido en la ratonera grande. No faltaron semillas, algunas desconocidas para nuestros amigos de viaje. Les dieron ropa nueva, y al intentar guardar los harapos en el hatillo, Rosita les dijo que irían al fuego, pues cuando se cambian o se renuevan las cosas, es bueno adaptarse dejando atrás el pasado, aunque sin olvidarlo. Solo descansaron dos días, lo justo como para no dejarse llevar por el abandono y la comodidad de una buena vida que, por otra parte, aún no se habían ganado. A poco dio lugar tan corta visita, pero lo suficiente como para ir dejando entrever de cara a un futuro alguna declaración de intenciones, amén de recibir algún consejo del sabio patriarca. Le gustaban a Antón los ratones sin malvar, por tal motivo y guardando el decoro, dejó a nuestros amigos flirtear con sus hijas. Rosita, la más lanzada, que no por ello la mejor, se daba por emparejada con Frasquito, que saltaba a la vista que era el más listo, y al cual le dejaba claras sus condiciones para una relación más seria. Agapita y Perico, aparentemente más tontitos, carecían de pactos ni condiciones, salvo los que emanaban del corazón y de los más naturales instintos. Aquel incondicional principio de libertad, como siempre, haría más compatible carácter y convivencia, haciéndoles a la postre, más felices. Se hacían ojitos, y alguna inocente manita en los lapsus de vigilancia de su padre, pero sin concretar ni exigirse nada. Así estaban las cosas, cuando ya despidiéndose, preguntó Antón qué cuál era su destino inmediato. Contestaron que tenían referencias de unos viejos familiares que hacía años marcharon del pedregal, y que no andarían lejos de allí. Antón les advirtió sobre los familiares, diciéndoles:

—La cortesía y la buena relación con los familiares, debe ser algo que solo se extinga con la muerte, y para ello deben cuidarse de por vida los detalles y las formas para con ellos, evitando sobre todo los abusos de confianza. Si son pobres, pasad justo a saludar, sin deteneros, y si lo hacéis, que lo sea el tiempo justo para no ser gravosos a sus despensas. Si son muy ricos, parad si os consideráis bien recibidos y disfrutad de su abundancia, pues no hay mayor petulancia para quien le sobra todo, que deshacerse de algunas migajas para engañar su conciencia y satisfacer el ego. Incluso pueden llegar a haceros grandes favores, y no por altruismo, sino por pura vanidad, ya que su fortuna y reconocimientos serán siempre inalcanzables. Pero si son ricos «de medio pelo», pasad de largo, huid, pues al no andar tan sobrados como los anteriores, y carecer de prestigio ni de ningún mérito especial del que sentirse orgullosos, o con el que significarse, jamás os darán ni un soplo en un ojo para apartar una pajilla. Sin otro tema que tratar, ni argumento de conversación racional, solo vivirán para jactarse de lo único que tienen: de su fortuna, marcando y comparando soterradamente y en todo momento sus diferencias con el hambre y las carencias de familiares cercanos y de antiguos compañeros de pupitre.

Con las primeras luces, con buenas ropas, pero aún con el hatillo, emprendieron ilusionados la marcha. Por primera vez algo decente les ocurría. Antes de que el sol les calentara, al doblar unos riscos, de súbito les increparon con una dulzura inusual, diciéndoles:

—¡Eh! Aquí, aquí, guapos. Venid aquí, que dormiréis calientes. Os vamos a mejorar el pelaje y los bigotes. Pero sobre todo os arreglaremos el rabo.

Perico quedó como petrificado, haciendo aguas por todas partes. Con la boca abierta y los ojos echándole fuego. Frasquito, intentaba sacarle de aquel «babeante» trance, empleándose a fondo para hacerle volver en sí. Le gritaba -tirando de él- diciendo:

—¡Sigamos, sigamos!

—Pero Frasquito —contestaba Perico—, cómo vamos a dejarnos diez o doce ratonas que están a punto de echarse a nuestro cuello. Pero, ¿no ves? ¡Qué torsos, qué pestañas…!

—Sí, que sí, que somos tontos y de pedregal, y que esos meneos de rabo resucitan un cadáver, pero he de decirte que, aunque nos falte mucho por aprender, esta situación sí me la sé.

—¿Cómo que te la sabes? —Se interesaba Perico.

—Pues sí, que me dijo mi «maire», que cuando vea a alguien insistir mucho, ofreciéndome grandes beneficios con escaso esfuerzo o con zalamerías, que huya mientras pueda, que no existen las gangas ni «duros a dieciocho reales».

—Pero Frasquito, si ya tuvimos algunos fracasos, ¿por qué no dejarnos engañar una vez más? —Razonaba Perico.

—Que no, pues a mayor tentación, mayor perjuicio.

Con la miel en los labios y poco convencido, por si sí o por si no, siguió Perico los pasos del prudente Frasquito. Olvidado el tema, continuaron hablando sobre sus hipotéticos futuros y demás sueños de ratones. Al doblar una piedra del camino, una sombra cubrió el sol de súbito. Aterrados por aquel gigante, y mientas se apretujaban en una pequeña oquedad, oyeron como amablemente les decían:

—Soy humano, pero no soy un gigante, soy un enano.

—Ya, pero para nosotros un gigante —respondieron.

—Cada cual tiene sus gigantes y sus enanos —argumentó el enano—, pues si yo soy vuestro gigante, vosotros lo sois de cualquier insecto, y así, hacia abajo y hacia arriba, nadie es más que nadie si todos nos respetamos. Con todo, tened cuidado, pues a veces hay gigantes malvados tan grandes, que al ser inabarcables por el limitado ángulo de vuestra vista, no pueden verse, por lo que cuando vayáis a notarles, ya estaréis respirando su hediondo aliento camino de su insaciable estómago.

Salieron del escondrijo, y mientras saludaban a aquel hombrecillo bonachón, echando mano de sus alforjas, les obsequió con seis garbanzos tostados a cada uno. Le dieron las gracias diciendo:

—Nos acaba de solucionar nuestra comida por dos días al menos.

—Pues a pesar de ser enano, son estos garbanzos tan insignificantes para mí, que aun habiéndolos perdido no los hubiese echado en falta, por lo tanto, mejor beneficiar a quienes lo necesitan, antes que perderlos o que se pudran —contestó el hombrecillo.

Se despidieron de aquel desinteresado benefactor. Sus vivencias iban equilibrándoles la vida. Lo bueno y lo malo se complementa. Esa es la experiencia. Cerca del camino, resguardados en el hueco de una raíz, repusieron fuerzas y sestearon, el tiempo justo hasta que el Sol dejara de calentar demasiado los caminos. Antes de emprender la marcha, con los efluvios de la siesta aún reflejados en sus ojos, estaban tan silenciosos que, una hormiga que pasaba junto al árbol casi tropieza con ellos. El susto fue mayúsculo, aunque nuestros amigos se apresuraron a calmarla, convenciéndola de que no tenía de qué preocuparse. Quedaron extrañados nuestros amigos, pues aquella hormiga en lugar de acarrear comida, llevaba un hatillo al hombro con aspecto inequívoco de ir de viaje. Ya calmados los ánimos, comenzaron las presentaciones. La hormiga se explicaba así:

—Pues yo ando redimiendo cigarras. Convenciéndolas para que abandonen sus conciertos, y en lugar de alegrar constantemente al peregrino, dediquen su tiempo a trabajar para el invierno. No es misión fácil, pero espero hacerme notar por donde pase.

Frasquito, tras una mirada de sorpresa hacia la hormiga, no hizo esperar su respuesta:

—Señora hormiga, todos tenemos una misión en la vida, pero no creo que ésta sea la propia de su especie y condición, pues mientras intenta convencer a otros sobre las bondades de la vida en un hormiguero, está descuidando sus quehaceres, amén de perdiendo el hábito de su trabajo. Lo de cantar la cigarra, es su oficio, y si ha sobrevivido durante siglos con su arte, no debemos privarnos de que continúe alegrándonos los caminos.

Escuchó la hormiga sin prestar demasiada atención, como suele ocurrir siempre con quien está convencido de sus razones. Sin rebatir el argumento de Frasquito, continuó su camino y lo que para ella era una buena obra.

Antes de llegar a conclusiones más profundas sobre la nueva tarea de aquella hormiga, el lento planear de un águila les alarmó. Corrieron a toda prisa hacia una guarida segura. Ya desde la seguridad de su refugio, vieron cómo un cuervo bajaba en picado hacia ellos. Se posó en tierra, y dirigiéndose al agujero, les dijo:

—Señores ratones, pierdan cuidado y no me tengan miedo, pues yo soy ave carroñera y no me molesto en cazar. Vengo de parte del águila a darles una queja, y es que me dijo les advirtiese que tengan un respeto a su figura. Un águila imperial no se rebaja en intentar cazar un ratón, sería un desprestigio, pues esa es tarea de otras rapaces de segundo orden. Hasta para el abuso hay rangos.

No terminaban de aprender, aunque tomaban buena nota de cada vivencia, de las que podrían contar y de otras inenarrables. Paso a paso en su camino, comentaban entre ellos cada caso, cada experiencia. En todo aquello andaban, cuando al caer la noche, divisaron un inmenso edificio con algunos humanos en sus alrededores. Entraron por unas ratoneras que había en uno de sus laterales, encontrando en ellas un nutrido grupo de congéneres bien cebados y lustrosos. Les recibieron con buenas formas, aunque sin la euforia de aquel borracho de la bodega. Les acomodaron en una estancia confortable, y el que parecía ser el jefe, les dijo que a la mañana siguiente les hablaría de aquel lugar y de sus bondades.

Al amanecer, les despertaron para el desayuno. Fueron acompañados entre unos sacos, invitándoles a degustar aquella blanca comida que, como la nieve, iba blanqueando el suelo. Indecisos, preguntaron sobre qué lugar era aquel y qué comida era aquella. Les explicaron que era un molino. Y la vida era tan fácil, que ni tan siquiera tenían que masticar las semillas de trigo, pues ya estaba molido. Solo tenían que llevárselo a la boca e insalivarlo, por lo que allí la vida era placentera y de tan escaso esfuerzo, que no desgastarían ni los dientes. Quedaron impresionados. A todos les lucía el pelo, y la quietud de aquellos ratones invitaba a la relajación. Les informaron que el filón de la harina era inagotable. Cada día entraban sacos y más sacos de trigo para moler. Había restos de harina por todo el edificio, solo había que ver el color blanco e ingerir. Era difícil creer que la vida podía resultar tan fácil, llegaron a compararlo con el dudoso lugar donde recabó el «Tío Pepe el Jaranero». Pronto supieron que nada es perfecto. Viendo el entusiasmo de nuestros amigos, el ratón «alfa» —porque siempre hay un alfa que, aunque comience su liderazgo con buenas intenciones, termina por acaparar el poder convirtiéndolo en abuso— se apresuró en despejar malos entendidos antes de que pudiese resultar tarde, diciéndoles:

—Amigos míos, les hemos enseñado a distinguir y a comer harina, pero no crean que en este mundo todo lo que blanquea es harina, porque también hay dos gatos blancos en el molino.

Nuestros amigos se pusieron en guardia, y una vez más se desengañaron de que ni existe «Jauja», ni que «no todo en el monte es orégano». A pesar del peligro, fue aquel su hogar durante un tiempo, en cuya sociedad se integraron colaborando y ganándose dignamente la vida. Aprendieron y prosperaron en todos los sentidos. Hasta que su espíritu de aventura y su inquietud, les incitaban a moverse y a terminar algo aun sin saber el qué.

Los caminos siempre están parados, en una quietud de activa espera, constantes, al servicio del viajero. Nadie ni nada es estático, nada permanece vivo e inactivo, sino el camino. Pacientes los caminos en su existir, sabiendo que inexorablemente, antes o después, pasarás. Gustaban nuestros amigos del camino. De su servicio incondicional. El final del camino, si hay vuelta, solo es la mitad del camino. Es hermoso volver. El emotivo placer de reencontrar y reencontrarse. Es hermoso rehacerse con lo aprendido aprovechando la experiencia. Volver, es en todo el objetivo. Cuando se hace voluntariamente, o por sanos consejos, a retomar caminos, es hermoso, aunque sea para volver al inicio y anclarse, o volver para arrancar con más fuerza y explorar nuevos caminos. Aunque no hay peor martirio que desandar lo andado cuando el destino fue erróneo, o cuando la vuelta, lo es por veredas impuestas.

Llegaron al fin del mundo, un tanto frustrados pero resignados. Su fin del mundo solo era un caudaloso río. Bravo, invadeable. Entreveían lo que había al otro lado, por lo que solo era su mundo el que acababa, era aquel su finito. El infinito, lo que no se ve ni se palpa, continúa siendo mundo. El mundo, el cosmos, el infinito, solo son conceptos pretendidamente abstractos, excusas indeterminadas para comodidad de la mente o para dejar de pensar, y que poca o ninguna culpa tienen esas ambiguas concepciones de nuestras limitaciones, para ver más allá de nuestras narices.

No había nada más que ver, ni sufrir ni que disfrutar de aquel final. Dieron la espalda a su fin del mundo, y sin cruzar palabra, emprendieron viaje de vuelta a su pedregal. Sin rendirse ante el primer escollo, pero sin frustraciones, también es bueno saber cuándo llegamos al «fin de nuestro mundo», hasta dónde llegan nuestras limitaciones. Esquivaron el molino, pues siendo lugar fácil a pesar de sus gatos blancos, podrían volver a acomodarse, perdiéndose por inercia el gusto y la emoción de volver, de revivir.

Poco trecho habían recorrido, cuando sin inmutarse, vieron planear un águila. Sin embargo, en picado y a una velocidad de vértigo, veían como bajaba el cuervo directamente hacia ellos. Aunque su antigua experiencia les decía que no había cuidado, sus instintos les hicieron mirarse con cierta duda y extrañeza, pues intuían que en aquella volátil escena había un atisbo de violencia, por lo que sin pensarlo dos veces y casi fuera de tiempo, se arrinconaron como pudieron en un agujero. Llegó el cuervo como una saeta, introduciendo el pico y las garras hasta donde llegaba. Al ver que no saludaba y que más bien refunfuñaba, sus dudas quedaron disipadas, pues entendieron que aquella ave de mal agüero pretendía desayunar. Ya recuperado del susto, preguntó Frasquito al cuervo:

—Señor cuervo, ¿no quedamos en que era usted carroñero, dando por hecho que no tenía interés por la caza?

—Cierto es señor ratón, pero no es menos cierto que hay cosas que aun dándolas por entendidas y seguras, sufren variaciones cuando entre ellas media la necesidad y el hambre.

Volvieron a recapitular, cayendo en la cuenta de que nunca se termina de aprender porque nada es concluyente, y que volver por el camino andado, creyendo conocer todos sus vericuetos, no nos garantiza la inmunidad ante nada. Y es que el hambre, es una sensación fuerte e indecente, carente de escrúpulos, y por lo tanto irrespetuosa por necesidad.

Continuaron su marcha, y al entrar en un tramo del camino, el ambiente enmudeció. La musiquilla de fondo de las cigarras —que tanta paz evoca— dejó de oírse. Vieron primero dos cigarras silenciosas, sosonas ellas, atípicamente sumisas en su mutismo. Junto a ellas, la hormiga redentora arengaba a otra cigarra «atravesada» que, ni por consejo ni por imposición quería dejar de cantar. La hormiga, encolerizada, trataba de rebelde a aquella cigarra «flamenca». Paradojas de la vida, tratar de rebelde a quien solo pretende vivir su vida en paz, a su manera; cuando rebelde, debería considerarse a quien pretenda dictar y modificar normas inocentes de vida heredadas, imponiendo las suyas sin que nadie haya requerido su consejo. Pero nuestros amigos no podían pasar impasibles, y mientras la hormiga trataba de doblegar a la conservadora cigarra, ellos consolaban a las otras dos aconsejándoles que cantaran. Se sintieron alegres al ver que alguien apoyaba su gusto y condición de cantoras. Tímidamente —como calentando la voz— empezaron a entonar un suave «rarreo», que fue creciendo en intensidad hasta llenar el ambiente con su música. Ante los gritos de la hormiga, la cigarra «sermoneada» secundó el concierto con mayor fuerza, apagando con su musical protesta, la sinrazón de aquella dictatorial redentora. Entretanto nuestros amigos, satisfechos de su buena obra, pusieron tierra de por medio, continuando su camino entre risas «bordes» y cuchicheos.

Por el itinerario, y por el principio de compromiso adquirido, era paso obligado la casa de Antón, aunque antes de llegar, vieron al enano que venía frente a ellos. Se saludaron amablemente, preguntándoles el enano si habían llegado a su meta y ya regresaban. Confirmaron Frasquito y Perico su intención de volver a sus orígenes. Preguntaron al enano cómo que volvía tan pronto, pues hacía poco tiempo que le vieron y ya retornaba. El enano les contestó que no era tan rápido como para haber llegado y vuelto. Su estrategia en la vida —respetable como cada opción legítima—, era dar pasos firmes hacia adelante y volver, y en cada vaivén, avanzar un poco más. Decía que su sistema era más penoso, pero como su objetivo en la vida era poco pretencioso, prefería no ir demasiado lejos, pero afianzarse más en el verdadero objetivo de su futuro. Nuestros amigos contestaron que le entendían, pero que la vida de un ratón es muy corta, y si pretendían cumplir sus ilusiones, tendrían que comprimir el tiempo, por lo que no había lugar a sopesar tanto sus acciones. Se despidieron para siempre, sabiendo que pocas veces volvemos a encontrarnos en el camino, y si ocurre, es tan tarde, que estamos irreconocibles.

Volvieron a llamarles de lejos, en un tono acaramelado que, como poco, invitaba al menos a pararse. Perico miraba de reojo a Frasquito, resignado, auscultando su actitud, sus ademanes. En aquella ocasión, vio a Frasquito mirar con cierto interés hacia aquellas solícitas ratonas. Ya no abatía la mirada ni apresuraba el paso, más bien al contrario, parecía ralentizarlo, como si se diese un tiempo para pensar si «entrar al trapo» de aquellas provocadoras ratonas. Perico empezó a animarse, pero a medida que se acercaban, Frasquito dejaba de mirarlas, y para mayor frustración de Perico, volvía a acelerar el paso. Llamó Perico la atención de su compañero, preguntándole si en aquella ocasión dudó si acercarse o no. Frasquito contestó:

—La experiencia a veces, en lugar de hacernos más cautos, también nos conduce a ser un tanto más frívolos, y hasta temerarios, pues aquellas cosas que pudieron parecernos más descabelladas, el paso del tiempo y el bagaje de la vida, les resta importancia.

Llegaron a casa de Antón. Rosita, la inteligente, la del sentido práctico, mostró menos entusiasmo, a pesar de quedar encandilada por el nuevo aspecto y actitud de Frasquito. Agapita, era el frenesí personificado, y antes de que Antón hiciese acto de presencia, le propinó a Perico un sonoro ósculo, acompañado de dos o tres pasionales achuchones. Les atendió Antón con la caballerosidad requerida. Quedaron apalabrados los noviazgos, solo a falta de concretar fechas sobre los esponsales. El compromiso de volver y cumplir sus respectivas promesas, era tan fuerte como el que tenían con sus familiares por volver al pedregal. Por lo que tenían que completar su periplo y volver.

Salieron de buena mañana, y antes del mediodía, vieron de lejos los jabalíes en el mismo charco y con la misma actitud. Frasquito —por su cordura— sugirió a Perico esquivar el camino para evitar el encuentro. Perico objetó que era demasiado largo el rodeo, por lo que mejor hacer lo que hicieron antes, pedir permiso y esquivar el charco, ante lo que Frasquito contestó:

—Merece la pena el rodeo. Creo que a ningún cerdo hay que darle nunca el gusto de que te humille, pues con ello, al tiempo que servimos a nuestro amor propio, damos tiempo —sin contrariarles— a que continúen abusando de otros indefensos, revolcándose en el lodo y en sus propias heces, a la espera de que algún día se crucen por el charco del camino con lobos o algún león, y ya veremos hasta dónde la razón de sus colmillos les vale.

Entre caminatas de día, y descansos por la noche, continuaban avanzando, viviendo y aprendiendo. Llegaron a la bodega, y aunque siempre pensaron esquivarla, no había mejor refugio en los contornos para pasar la noche. Entraron con el sol ya puesto, dirigiéndose al agujero del simpático y hospitalario borrachín. Lo encontraron en unas condiciones lamentables, no tenía aliento ni para saludarles; con una sonrisa tuvieron que conformarse. No le restaban fuerzas ni para arrastrarse a la escudilla donde goteaba la barrica. Le dieron unas semillas para cenar, pero al parecer tenía el cuerpo tan acostumbrado al vino, que su estómago no reconocía la comida sólida. Pudieron darle dos semillas de mijo machacadas que, remojadas en vino a modo de puré, pudieron engañar su paladar y sus tripas para que se las tragase. Frasquito había cambiado de actitud, y aunque continuaba sin aceptar lo impropio, había dejado de rechazar lo moderadamente razonable, por lo que sugirió a Perico tomar unos sorbos de vino del goteo de la barrica, argumentando que nunca la moderación fue nociva. 

En este viaje no miraban hacia atrás, solo hacia adelante, forzando la vista, como queriendo reconocer sus horizontes antes de visualizarlos. Como ya andaban más erguidos, podían ver a mayor distancia, aunque la «altura de miras» no se consiga simplemente estirándose, pues más bien es el fruto del conocimiento y la experiencia. Había pasado el tiempo, y aunque la altura de los dos ratones que de lejos se acercaban era bastante igualada, pudo Frasquito reconocer a aquellos dos ratones de presunta alcurnia, padre e hijo que, en su ida, tan cínicamente les ignoraron. No podía distinguir del todo sus rostros, pero la identificación era inequívoca; y es que un idiota se distingue a una legua. Una vez confirmada su identificación, sugirió Perico devolverles aquel desprecio, como respuesta a la mala educación que antaño con ellos mostraron, a lo que en principio se negaba Frasquito, contestándole.

—A los tontos, ni caso. «Don» no es quien cree serlo, sino quien se lo gana.

Insistió Perico, despertando finalmente cierto interés y gusto en Frasquito por devolver la humillación, por lo que idearon una corta pero teatralizada conversación con la que hacer reflexionar a aquel estirado padre. Conforme se aproximaban, y ya casi a su altura, dijo Frasquito alzando la voz hacia ellos:

—Qué raro me parece, en un camino tan amplio y tan frecuentado siempre, y que no veamos ni transitando ni en su entorno ni un mal ratón por ninguna parte.

—Pues yo creo percibir como unos ruidos metálicos, como de cadenas —contestaba sarcástico Perico.

—¡Ah! Pues ya está el misterio desvelado, eso serán algún par de fantasmas que transitan de incógnito como suelen —remató Frasquito conteniendo la risa.

El hijo, compungido, dándose por aludido, los miró de reojo con la cabeza gacha, volviendo seguidamente la mirada hacia su padre que, impasible, no quería darse por enterado. Durante un buen trecho, fueron nuestros ratones sacando conclusiones sobre las reacciones de aquellos transeúntes, aprobando la actitud del hijo tanto en la ida como en la vuelta, concluyendo que tenía vergüenza —ambiguo concepto—. En cambio, la conducta del padre, su indiferencia, era más censurable, pues considerando que fuese un prepotente o un maleducado del montón, pero con dos dedos de frente, aún estaría a tiempo de reconsiderar otras razones que no fuesen las suyas; reflexionar, y si procede rectificar —que dicen que es de sabios—. En cambio, cuando la necedad es enfermiza, el cinismo no deja verla, y menos aún se considera ninguna otra razón que la propia. Las razones del estulto, del necio, del estirado, son inalterables, pues para reforzar sus egos y ocultarse de sus complejos, están fundamentadas en que todos los demás son inferiores o envidiosos, o ambas cosas.

Continuando su marcha, reconocieron aquella cuneta tupida de hierbas, con un roble frondoso en cuyos huecos les daban ganas de establecerse. Al fondo, no demasiado lejos, un pueblo. Era difícil olvidar el lugar, pues no en balde fue donde recibieron su «bautismo de picaresca», su primera mala experiencia, aquella con el mono lechuguino.

Perico, que no terminaba de aprender las lecciones, recordando aquella anécdota, dijo a su compañero:

—Nos dejó muy poco queso, pero aún quedó para una cata. Algún resquicio de bondad tendría, pues con arreglo a sus leyes pudo dejarnos sin nada.

Frasquito, inteligente de nacimiento y con las ideas más claras producto de su genética y de sus andaduras, le contestó:

—Parezca que te enseñó poco el camino, y da por seguro que no hubo mucho de bondad en el gesto de dejarnos algo, pues si mata de hambre a cada infeliz de los que vagamos por el mundo, no tendría a quién continuar robando ni de quien servirse para bienvivir. Esa apariencia de bondad de los malvados y explotadores, es nuestro martirio.

—Entonces —quiso aclarar Perico—, con la experiencia y el conocimiento que vamos atesorando, ¿se acabarán las injusticias del mundo?

—No Perico, no, la experiencia y el conocimiento solo son unos pasos más hacia la libertad, pero tal vez nos hagan sufrir aún más, pues aunque nos rebelemos, nunca faltará quien cambiando de artimañas, continúe explotándonos, pero a sabiendas, que es más duro.

Frasquito, que siempre trató de ser justo, era poco amigo de vendettas, pero como también consideraba injusticia olvidar y dejar impunes a los indeseables, ideó una treta para zanjar el viejo agravio de aquel mono arrogante y ladrón. Buscaron una piedra considerable, de tal tamaño que, hubieron de confeccionar unas parihuelas para transportarla. Una vez en el pueblo, adquirieron purpurina dorada, convirtiendo la piedra en una gigantesca pepita de oro, de un brillo tan fulgurante que, cualquier avaro podría perder la cabeza con solo visualizarla.

Se informaron dónde despachaba aquel mono precursor de la ética, que por vestirse de seda, creía estar por encima de la mona. Frasquito indicó a Perico que dejase en el macuto la corbata, que se despeinase un poco, y por supuesto que se arquease ligeramente al andar. Montera en mano, solicitaron permiso para entrar al despacho de tan ilustre personaje. El mono, «como todo mono», asintió solemnemente como si con ello ya les perdonase la vida. Envuelta en una telilla y con ayuda del mono, con gran trabajo, subieron a la mesa la gran pepita de oro. Al mono lo cegó el brillo y la codicia, no podía dar crédito a lo que creía estar viendo.

Frasquito, con buen tono y la peor teatrera mala leche, le dijo:

—Señor Mono, según información que hemos podido recabar, es usted de los pocos del entorno en quien podríamos confiar para tan delicada ocasión. Esta enorme pepita que le muestro, la encontramos en una vieja oquedad al refugiarnos de la lluvia. Necesitaríamos que nos la dividiera en dos partes iguales, pagándole lo que se acuerde por su servicio como experto.

—Pues faltaría más —contestó el mono—, tratándose de unos caballeros como ustedes, va a salirles casi de gratis. Primero, para redondearla lo mejor posible y hacerla más fácilmente medible, moldearé con un martillo cada uno de los picos y aristas que la hacen deforme, y luego ya totalmente redonda, con una sierra la dividiré en dos mitades exactas, y esa será mi comisión, las virutas de oro que queden sobre la mesa tras aserrarla, amén de las pequeñas astillas que se produzcan al redondearla.

—Señor Mono, me preocupa que a dos pobres ratones de pedregal como nosotros, pueda timarnos algún desaprensivo al vender nuestras respectivas mitades, pues nos han informado que su precio podría ser de un millón de dineros, y nosotros eso no sabemos ni contarlo.

—Poniendo por delante mi honradez y mi elevado sentido de la moral, no he de ser yo quien consienta tal injusticia. Aunque creo sin temor a equivocarme, que su precio andará más cerca del medio millón de dineros, que ya es una gran fortuna —se pronunció el mono.

—Pues al contar con una tasación tan fidedigna, no haría falta dividir la pepita, sino venderla y partir los dineros entre mi amigo y un servidor. ¿Y podría indicarnos en el pueblo alguien solvente a quien poder venderla? —terminó Frasquito.

—Sin que sirva de precedente, pues en esto no llevo ganancia ni otro interés que no sea el servir a mi buena conciencia, un servidor mismo os haría ese favor —zanjó el mono.

—No sabe señor mono cuán grande sería nuestro agradecimiento, pues aparte de ser la transacción de toda confianza, nos ahorraría el penoso esfuerzo de transportarla hasta nuestro lejano pueblo —remató Frasquito.

Perico, sin decir esta boca es mía —siempre con menos temple que Frasquito—, temblaba ligeramente de miedo, a pesar de ver a su compañero desenvolverse con gran aplomo y frialdad. Con la desgana y sufrimiento de todo avaro, pero con la codicia y la ventaja haciéndole cosquillas, abrió el mono la caja fuerte donde atesoraba las mentiras y penalidades de cientos de infelices, y después de rebuscar, en un largo recuento les pagó el medio millón de dineros, quedando la caja casi del todo vacía. Dando al mono las gracias junto con falsas procedencias e identidades, se despidieron de su benefactor con la máxima celeridad. Perico sugirió quedarse un tiempo por los alrededores, al menos el suficiente como para ver la reacción de aquel bellaco al verse engañado, pero Frasquito era de los que no pierden el tiempo en comprobar obviedades, y menos aún arriesgarse por ello, por lo que continuaron sin demora su camino riendo a carcajadas, aunque esta vez sí que mirando de cuando en cuando a su zaga. Donde las dan las tomen.

Llegaron al pedregal antes de un mediodía. Los ratones más pequeños que, por su natural curiosidad son los primeros en llegar siempre, los miraban de reojo y a cierta distancia. Nuestros viajeros, algo más estirados que el resto, con un vestuario aceptable y una actitud de cierta seguridad, a los ojos de los pequeñines les convertían en forasteros. Pero pronto se corrió la voz de que se trataba de Frasquito y de Perico. Eran de los pocos que de aquel pedregal se atrevieron a marchar a la aventura, aunque lo que realmente elevaba aquella pequeña gesta a la categoría de gran hazaña, era haber vuelto mejorados después de tanto tiempo fuera.

Los trataron como a héroes, agasajándolos como merecían, y por supuesto pidiéndoles que relatasen sus experiencias, y si merecía la pena el riesgo de vivir algo nuevo. Para no inducir a nadie a error, no quisieron aconsejar su práctica de forma categórica, aunque tampoco relatar las vicisitudes infundiendo miedo. Era difícil el consejo, como la vida misma, porque no puede abrirse la puerta a la imaginación, confundiendo y dando a entender que las experiencias son siempre un camino de rosas. Siempre es bueno andar camino, pero antes que pasar a ser servidumbre, mejor volver, y aunque la vuelta sea tan penosa como la ida, siempre una retirada a tiempo es una victoria, pues siempre habrá tiempo para reintentarlo. El camino que ya se anduvo nunca se pierde. Con todo, concluyeron que hay que despertar y moverse en la vida, arriesgándose incluso al fracaso. El triunfo, quizá solo esté en haber vivido intensamente cada minuto de nuestras vidas y poder contarlo, y no en lo material que enfermizamente pueda haberse acumulado. Es legítimo ver, comparar y decidir aquello que nos interesa; el qué y el cómo lo queremos. Sin aprendizaje, sin el conocimiento ni la experiencia, sin el riesgo, nunca se alcanzará la capacidad de decidir, e inexorablemente y sin opciones, siempre otros decidirán por ti, y lo que es peor, lo que será de ti.

José Andreo Moreno