Yo, galeno

 

Lola Gutiérrez

Estoy despierto sobre la cama. Enciendo un cigarro y me voy a mirar por la ventana. La luna destella sobre el tejado abuhardillado de mi vecino. La de cosas que se advierten cuando estás desvelado. La silueta de un gato callejero salta por encima de los contenedores de basura. Un coche patrulla pasa muy despacio frente a la puerta de casa. Se para unos metros más adelante.

Observo al agente que desciende del vehículo y utiliza el móvil para que le abran la puerta. Las tres de la mañana. Se dice que es la hora bruja del día. Más que bruja, diría que pérfida. El policía está liado con una cuarentona de buen ver, que está casada. La vecina infiel aprovecha el cuadrante de su marido para cuadrar a su antojo la cama con el agente de la ley. Aplasto el cigarro, mojo la colilla bajo el grifo de la cocina y la deposito en la basura. No soy de los que tiran cosas por la ventana. Protejo el medio ambiente, separo vidrios y plásticos de la basura orgánica. Eso también me asegura de no ir dejando mi ADN por la calle. Obviamente, todo lo que pueda ser analizado lo deposito en contenedores muy alejados de mi domicilio. Siempre he sido meticuloso en extremo. También soy un asesino y tengo que protegerme, cuidar al máximo todos los detalles. Llevo cinco años matando gente. Lo confieso, hasta ahora ningún crimen ha sido investigado: todos son accidentes, paradas cardiacas o ajustes de cuentas entre bandas. ¿Por qué lo hago? Estoy muy cansado de jueces simplones, abogados usureros y políticos corruptos. Más que harto de que se proteja al delincuente. Justicia demorada, justicia denegada. Un criminal no debe quedar impune, un criminal no debe caminar en libertad. Yo soy otro criminal, un asesino cualquiera que hace el trabajo de la justicia. Soy médico de profesión. Hace cinco años, un hijo de puta se coló en mi casa, golpeó a

Isabel, mi mujer, la maltrató a su antojo. No se conformó con violarla, también le quitó la vida. Estaba embarazada de tres meses. El ruido, la lucha de Isabel con el agresor alertó a los vecinos. Ella se defendió todo lo que pudo.

Cuando la policía llegó en su ayuda nada se pudo hacer. Recuerdo ese terrible momento; cómo olvidar algo tan desagradable y doloroso. Estaba a mitad de una operación cuando la Guardia Civil fue a buscarme al hospital.

No he vuelto a ser el mismo. Ahora solo pienso en venganzas, en limpiar el mundo. Hay que dejar crecer las plantas bellas y segar las malas hierbas, los rastrojos. En este último pensamiento hago un punto de inflexión… Una mala hierba siempre es mejor que un asesino hijo de puta. Volviendo al asunto, no me interesa la edad de los sujetos a los que pongo punto final. No me importa si son fanáticos de banderitas y de drogas. No me interesa si son okupas, españoles o extranjeros. No se trata de sexo ni de color; considero a todo el mundo igual, todos pertenecemos a la raza humana. Separo al hombre en dos especies, y una es el depredador, una mala persona que no merece vivir. Afortunadamente abunda la otra cara de la moneda. Yo soy del ojo por ojo y diente por diente, ese es mi lema. En algunos momentos ni yo mismo me reconozco. La transformación de identidad que he sufrido en estos últimos meses ha sido enorme. De vértigo. Dentro de mí había otra persona. Al igual que la erupción de un volcán, se ha dado paso a mi verdadera naturaleza, la realidad del ser que soy. Para poder desarrollarla del todo, vendí mis propiedades y dejé Aragón. Zaragoza había sido mi hogar hasta ese momento.

Meses más tarde, compré una casa en un municipio cercano a la provincia de

Badajoz. Podía pasar perfectamente por una persona cualquiera entre los doce mil habitantes de Cantareros, que así se llama el pueblo. Tengo ahorros, y un pequeño huerto en la parte trasera de mi casa me sirve de entretenimiento.

También cuento con la jubilación anticipada. La depresión hizo estragos sobre mi persona durante el primer año. Un día me invadió la rabia. Ahora solo vivo para sacarla fuera, para soltar todo el dolor que me ha estado corroyendo las entrañas. Ya no tomo medicamentos, no los necesito, estoy perfectamente cuerdo. Distingo maravillosamente entre el bien y el mal, como también distingo justicia e injusticia. Descubrí que mi ira se apaciguaba si imaginaba que mataba al asesino de Isabel. Casi sin querer, comencé a gestar cómo podía llevarlo a cabo. Puse más interés cuando dejaron en libertad a la bestia. Un error al catalogar una prueba durante el juicio lo puso de nuevo en la calle.

Creí morirme. La desesperación, la angustia me invadió por entero. No podía tolerar que mi mujer estuviera en el cementerio y él riéndose del tribunal, de mi persona. Viví esos días sintiéndome el payaso viejo del circo, el bufón desterrado de la corte. Todo el mundo propinaba golpecitos de ánimo sobre mi espalda, todos repetían que lo sentían. Mi depresión se esfumó después de aquello. Mi cabeza solo clamaba venganza. Deseaba con todas mis fuerzas que aquel despojo humano estuviera tan muerto como Isabel. Después de un tiempo prudencial, comencé a seguí al tipo. Durante meses estudié sus recorridos, su modo de vida. Conocía todos sus pasos, los bares que frecuentaba, las tascas de mierda donde comía. En la primera ocasión fui a por él. No me resultó difícil darle caza; era animal de costumbres, fue fácil orquestar un plan. Al igual que hacía con las operaciones que realizaba en el hospital, diseñé un esquema de su anatomía. En todo momento supe qué vena era la correcta, qué músculos debía evitar y qué arterias podía perforar. Tuvo una muerte lenta, agónica. Mi sonrisa le acompañó durante los veinte minutos que duró su pataleo bajo aquella viga oxidada. La cuerda que até a su cuello se tensaba y destensaba para alargar el momento. Cuando me cansé de mirarlo, dejé que se retorciera a un palmo del suelo. Mientras se despedía de la vida, le hablaba de Isabel, del hijo que nunca conocí, de todo lo que me había quitado.

Sus ojos pedían clemencia. No me inmuté. Hice justicia. Me lo merezco. De alguna forma he restablecido mi propio equilibrio. Me lo cargué en un sitio sucio, poco frecuentado de personas que llevan una vida normal. Cuando descubrieran el cadáver, el lugar se llenaría de policías. Un forense sabe perfectamente que un ahorcado eyacula, se caga y se orina encima. Pronto se sabría que no se trataba de un suicidio.

Una muerte, una puesta en escena, un trabajo bastante meticuloso del que por fin me libraba. Mis zapatos eran nuevos, un par de números por encima del mío. La camiseta, el chándal, así como toda la ropa interior, eran de estreno. Las prendas que uso cuando hago de justiciero las adquiero en el centro comercial. Son telas comunes y siempre pago en efectivo. En mi huerto tengo un bidón donde quemo hojas. Allí va a parar toda la indumentaria después de usarla. Nunca compro nada que lleve hebillas, cremalleras o algún tipo de tejido o zapatillas que no ardan por completo. Soy escrupuloso con mi higiene corporal, no he perdido la costumbre de cepillar a fondo mis uñas, aunque siempre uso guantes.

Después de matar a Rafael Tello, el asesino de Isabel, me sentí satisfecho, reconfortado. Decidí seguir con mi vida en este pueblo en el que podía pasar totalmente desapercibido. Después de cargarme a Tello nunca pensé continuar, pero a veces el universo pone frente a uno situaciones donde no solo los árboles bonitos y derechos se alzan orgullosos. Desgraciadamente, hay miles de plantas torcidas que no merecen haber brotado. Ocurrió semanas más tarde. Una pelea de chicos hizo que cambiara de opinión. Tres adolescentes golpeaban a otro compañero, al tiempo que se burlaban de su físico. Los comentarios eran detestables, hirientes. El gordito se zafó como pudo, magullado, y echó a correr para refugiarse en un jardín vecino, ametrallado por las burlas y las risas de sus atacantes. Sentí tanta ira como pena. Tenía que poner fin a semejante atropello. Aquel trío de chulos, prototipo de delincuentes, merecía una lección. Comencé a seguirlos. Me había hecho un experto observando personas y situaciones. Grababa todos y cada uno de sus movimientos. Los sábados se reunían en una cabaña a las afueras del pueblo para fumar y beber como adultos. Menudos ejemplares de hijos de la gran puta. Lo tenía todo preparado para vengar al muchacho. Por supuesto, también investigué al gordito, por si acaso era un jodeor empedernido y me estaba metiendo donde no me llamaban, aunque, bueno, de alguna manera estaba defendiendo algo que no me importaba. El chico era buena gente, estudioso, educado. Su único delito era pesar cien kilos de más. Tenía que ayudarlo. Me levanté decidido esa mañana de sábado. Como hacía habitualmente, estuve limpiando mi jardín. Tenía el bidón a mitad de hojas. Al caer la tarde fui hasta la cabaña a por ellos. Estaban tan borrachos que me fue fácil reducirlos. Sin riesgo, sin problemas, logré bloquearlos uno por uno. El alcohol que habían ingerido fue mi aliado. Até sus asquerosas manos y vendé sus ojos. Lloriqueaban como bebés asustados. Les tapé la boca con sus propios calzoncillos. No eran los que les correspondían: los intercambié para que probaran en boca los culos de otros. Luego desaté al más torpe. Le di una cuchilla desechable y con la voz distorsionada le ordené que le rapara la cabeza a su compañero. Los almacenes y tiendas de chinos venden de todo: una pequeña trompetilla del tamaño de un pito hacía que mis cuerdas vocales sonaran lo más parecido a un niño de cinco o seis años. Eso, sin duda, era menos aparatoso que inhalar helio de un globo, aunque los llorones subnormales que tenía frente a mí habrían optado por esa opción, estoy seguro de ello. Los tres estaban desprotegidos, desnudos, calvos, humillados y graciosamente grabados. También hicieron una declaración donde se culpaban de ser unos gamberros y molestar a los compañeros de instituto. ¡Lo eficaz que resulta el móvil en estos casos!

El video fue grabado con uno de sus caros IPhones. Lo compartí inmediatamente entre todos sus contactos de Whatsapp. También en Twitter y Facebook. A continuación saqué las minúsculas tarjetas de memoria y se las hice tragar a los tres, antes de reventar sus exclusivos teléfonos con una pala que había tirada en el suelo.

Salí de allí con total tranquilidad. Atravesé el bosque y llegué a casa. Toda mi ropa, junto a la peluca, guantes y el bigote postizo, fueron directos al bidón.

Durante días hubo bastante revuelo en el pueblo, todo el mundo se preguntaba quién podría ser aquel hombre misterioso que había atacado a los chicos. La policía investigó el hecho durante semanas. Incluso llegaron a visitarme. No es que yo fuera sospechoso de nada; simplemente querían saber si yo había visto algo extraño por los alrededores. Aquella conversación me hizo comprobar que, además de ser médico y asesino, también soy buen actor. Finalmente dieron carpetazo al asunto, dando por hecho que había sido una venganza entre adolescentes. Durante los meses siguientes continué muy pendiente del trío. Tengo la certeza de que jamás volvieron a molestar a ningún otro chaval. Una lección a tiempo siempre es una buena lección.

Después de aquello me animé a seguir. He viajado por toda España ajustando cuentas, siempre desde el anonimato. Me hubiera gustado montar una oficina, con una red de personas trabajando conmigo, como se ve en las películas americanas, donde la gente contacta para encargar el trabajo. Pero en la práctica no resulta tan fácil. Actúo solo, por mi cuenta: leo los periódicos, me recreo en las noticias y voy a por el asesino que queda libre impunemente pese a saberse que es culpable. He quemado genitales y he cegado pupilas. Incluso he degollado y cortado manos. La lista es extensa. No guardo registro de sucesos ni recortes de periódicos que me puedan relacionar con los casos. No necesito trofeos. Mi mayor satisfacción es saber que facilité la salida de este mundo a tanto desalmado. Por otra parte, no utilizo instrumentos quirúrgicos, no hago cortes de precisión que puedan vincular los crímenes de alguna manera a la Medicina, sino que uso cuchillos de sierra, de caza, de cocina, o simples navajas. Sigo siendo un hombre deprimido; a ratos, actor.

En este momento estoy en Cartagena. Acabo de registrarme en un hotel cercano al puerto. Esta vez traigo conmigo una camiseta que no me pertenece, pero me aseguraré de que quedé próxima al lugar del crimen. Se trata de implicar a otro hijo de puta de Alicante, que le gusta maltratar a los animales. Ese será su castigo. Espero que cuando esté dentro de la cárcel alguien lo ponga a cuatro patas y le desgarre el culo hasta la espalda. En el punto de mira tengo a otro desalmado: él ha hecho que conozca la bonita ciudad trimilenaria. Se llama Alberto Calamari. El muy cabrón fue portada en todos los diarios de España. Todas las televisiones hablaban de la desaparición de Inés Murallas. Alberto se cargó a la chica, era casi una niña. Después de cuatro años de burlas, el tipo sigue en libertad, mientras los padres siguen luchando para recuperar el cuerpo de su hija. Durante todos estos años, el tal Alberto ha estado viviendo en Portugal a sus anchas, amparado por nuestra sabia justicia. Me consta que ha regresado a Cartagena, la ciudad donde sucedió todo. Es por ello que estoy aquí.

 —Buenos días. ¿Qué desea tomar?

Miro a la simpática camarera que se apresura a retirar de la mesa el servicio anterior. Tanto pensar me ha abierto el apetito.

 — ¿Qué me recomiendas?—le pregunto.

 — Le traigo la carta ahora mismo.

 — No, no quiero ver los menús —interrumpo su escapada de la terraza–. Dame a probar algo típico de esta ciudad.

La chica me sonríe. Es monísima. Joven, morena, no pasará de los veinticinco.

 —Hecho. Le traigo unas marineras, unos michirones, un caldero, y de postre un asiático con un suspiro —recita del tirón.

 —Vale— acierto a decir.

Lo de las marineras resultaba entendible, sobre todo en una ciudad de puerto, pero comer michirones, o un asiático… que me aspen si sé lo que es eso. No quería reírme, pero me imaginaba la cabeza de un chino dentro de una copa llena de bolas de nata y chocolate. El postre me hizo recordar el incidente de Barcelona. Estaba lavándome las manos en los lavabos de la estación de Sans, cuando un hombre se puso a mi espalda con la intención de robarme. Me percaté perfectamente y me preparé para el ataque. Eso me salvó. Llevaba un cuchillo bastante grande que pegó a mi costado. Le di mi cartera, pero su avaricia le provocó un instante de distracción que me brindó el tiempo justo para ponerle una pistola en la boca. Logré reducirlo sin mucho esfuerzo y lo metí conmigo a uno de los baños. Durante un buen rato introduje repetidamente su cabeza en el váter. A aquél no me lo cargué, le perdoné la vida porque me devolvió la cartera. Eso sí, le rompí algunos dientes. El tío salió huyendo del lugar apartándose a manotadas la sangre y la mierda de su cara.

La camarera no tardó en regresar. Depositó sobre la mesa todo lo que llevaba en la bandeja. Las marineras resultaron ser unas rosquillas llenas de ensaladilla y adornadas con una anchoa, por cierto, buenísima. Los michirones eran habas secas, guisadas. No sé como algo tan sencillo puede resultar tan delicioso. El caldero, un estupendo arroz caldoso, como indica su nombre, que se acompañaba con una rodaja de pescado y con ajo. El asiático… ¡era un café! Juro por Dios que jamás había probado algo tan estupendo y suculento. El suspiro de merengue dio paso a una historia que desconocía. El pasodoble Suspiros de España llevaba el nombre de ese dulce tan típico cartagenero debido a que, a pocos metros de donde yo estaba, en la calle Mayor, el maestro Álvarez Alonso había compuesto el mítico pasodoble. Mira por dónde, me estaba gustando Cartagena, sus gentes, sus historias, su comida… y la camarera.

De regreso al hotel, casi de pasada, leí sobre el cristal de un establecimiento que había una presentación literaria. En Cartagena todo está relativamente cerca. Después de un par de horas y una buena y relajante ducha, me dirigí a la librería. Me conviene mezclarme en actos cotidianos, culturales; eso me hace tan visible como oculto. No negaré que algo revoloteaba en mi estómago, y precisamente no eran mariposas enamoradas.

¡Fuera nervios! Había tanta gente que nadie iba a reparar en mí. La autora es joven, al parecer, ya lleva unas cuantas publicaciones, algo así como una saga familiar. Me hacen gracia las preguntas del público. Qué poco originales pueden llegar a ser. Agarro un libro para que me lo firme. Me fijo en la cubierta. Me parece pobre; no es de las que llama la atención.

 — Su nombre, por favor— pregunta la escritora.

 —Luis Enrique— miento como un bellaco. Mi nombre real es Antonio Martos, pero qué más da.

 — Gracias por venir, deseo que le guste.

La chica parece encantadora; algo tontina también. Hace algunos garabatos que tendré que descifrar Odio que destrocen las dedicatorias. Claro que algunos compañeros míos se vengan con las recetas. Espero que compense la historia. Aún no puedo juzgarla como escritora.

Leo bastante. No es la primera cara bonita que me decepciona con la pluma. El pánfilo que está sentado a su lado es su editor. Su aspecto descuidado le hace flaco favor. El tipo ha vendido la novela a la altura de un premio Planeta. ¡Qué digo, Planeta! ¡Esos se dan a dedo, como casi todos! Me choca el titulo; y más aún el nombre de la editorial. «La casa del precinto rojo, de Meli Cortijo. Editorial Esperanza». Aquello parecía más un libro religioso.

Salí con la novela entre las manos antes de las clásicas fotos. Alguien lanzaba flashes de aquí para allá, y aproveché un revuelo para colarme entre dos cotorras, amigas de la escritora, que acapararían todas las imágenes.

Busqué un lugar tranquilo donde poder sentarme para ojear el libro en cuestión.

Me acomodé frente a una iglesia, junto a una famosa literata ya fallecida: la estatua de Carmen Conde me acompañaba en mi lectura.

Me gusta cómo empieza la novela. Me fascina que cualquiera de nosotros pueda morir, incluso tan pronto como mañana, y que la víctima no tenga ni puta idea del hecho. Al tipo de la historia debió de ocurrirle lo mismo. Como no podía ser de otra manera, la trama va de asesinatos. Han matado a una persona dentro de su coche. El médico forense narraba a la policía que el fallecido recibió cuatro disparos en el lado izquierdo de la cara y el cuello. Me imaginé a mí mismo siendo el brazo ejecutor de esa historia. Alberto Calamari estaba sentado en el coche a las puertas del centro comercial. El muy imbécil es el peor vestido de la ciudad. Una raída chaqueta vaquera y pantalones ajustados de cuero. El cuerpo de Calamari se encontraba caído sobre el asiento del pasajero. La sangre se había derramado empapando toda la tapicería. Dentro del automóvil se olía a pino, a uno de esos árboles fragantes que cuelgan del espejo retrovisor, de los que te suelen regalar cuando vas a lavar el coche. Después de dos capítulos, cerré el libro. La historia era interesante. En cambio, el detective me parecía algo flojo detallando el informe, poco creíble; me estaba decepcionando. Un buen policía es capaz de distinguir, escuchar una conversación y juzgar la credibilidad de un orador por el matiz de su voz. Un buen detective sabe distinguir la verdad mientras interroga por el vecindario. O yo estaba cansado o mis sospechas harían que libro quedara olvidado en algún banco del parque. De camino al hotel iba pensando si todo aquello era fruto de la casualidad. La presentación del libro se llevó toda mi atención sobre el resto de la noche. Intentaba comparar a los detectives de la historia con los policías reales a los que conocía. ¿Dónde encajaba yo? ¿En la parte real o en la irreal? Pedí que me subieran la cena a la habitación del hotel. Descorrí las cortinas. Las vistas eran privilegiadas; la noche estaba en calma. Tenía frente a mí las luces parpadeantes de los dos faros que dan la bienvenida a todos los buques que entran a la bahía de Cartagena. No sé por qué, pero me quedé dormido pensando en la sonrisa de aquella camarera que me sirvió la comida a los pies del Teatro Romano.

Tuve un sueño muy raro. Nunca he soñado con la gente que he matado. Ni siquiera con la que planeo matar. En cambio, recuerdo perfectamente la imagen de Alberto Calamari, atado sobre una camilla de metal. La boca amordazada y los ojos dilatados por el miedo. Saqué un bisturí y empecé a cortar trozos de su carne. Saboreaba cada grito, cada salpicadura de sangre sobre mi bata. Iba a confesar dónde estaba enterrada Inés Murallas cuando desperté.

Por la tarde intentaría llegar hasta Alberto. Sabía perfectamente que al asesino de Inés le gustaban las peleas de gallos. Podría localizarlo en Lo Campano, un mal barrio de la ciudad donde las drogas y las pistolas están presentes a diario.

Nunca imaginé que sería tan fácil controlar mis impulsos, nunca llegué a pensar que la idea de matar sería tan fácil como elegir un pantalón o un menú del MacDonald. La idea de tener frente a mí al tal Alberto no me afectaba en absoluto. Llegué al barrio de Lo Campano andando. Más arriba estaba el cementerio de los Remedios. Un lugar enorme, muy querido y valorado por la ciudad. Nadie se fijaría en mi indumentaria, en mis bastones de caminar, calzón corto y camiseta. Me camuflé con otros deportistas que seguían la misma ruta que yo. Ese fue mi primer contacto con el barrio, con Alberto Calamari. Durante días estudié la zona, evalué a Alberto. Era como todos: fanfarrón, despreocupado, fácil de cazar. Estaba organizando una pelea de gallos donde lloverían las apuestas. No me despedí de Cartagena hasta saber la fecha exacta. Ésa sería la carnada perfecta para atraer al alicantino maltratador de animales y cargarle el muerto. Me despedí del hotel y salí con mi maleta hacía la estación de trenes. Opté por las vías. La combinación de autobús era malísima, pese a la cercana costa alicantina. Ya tenía el plan trazado, solo necesita marionetas, en este caso, actores que me ayudaran a llevar a cabo mi plan. De nuevo me registré en un hotel, cerca de la bulliciosa estación de trenes de Alicante. Tras varios días de indagaciones, localicé a Paco Cervantes en San Vicente del Raspeig (¡qué poco le favorecía el apellido al hijoputa!). Estaba jugando a las cartas con varios tipos en un solar rebosante de botes vacíos de cerveza. Ésa sería la primera parada del día. Después de comer frecuentaba un bar junto al centro de salud. Poco más tarde, lo vi trapichear con bolsitas de pastillas junto a la universidad. Era lógico, un tipo así se involucraba con todo lo peor. Incluso conmigo, sin saberlo, se estaba convirtiendo en protagonista de su propio fin. En esa universidad también había Escuela de Teatro, eso fue un valioso punto a mi favor.

 —¡¡Doctor, doctor!! —el zarandeo de mi hombro me sacó del sueño— ¡¡Hay nueve casos más!! ¡Sé que está cansado, pero necesitamos su ayuda!

Abrí los ojos con un dolor de alma inmenso. Desperté a la realidad, a los miles de muertos. Aquella otra guerra era cuerpo a cuerpo.

Lola Gutiérrez es miembro de honor de la Unión Nacional de Escritores de España.