Espacio infinito

 

María Teresa Fandiño Pérez

Una estrecha butaca, tapizada en pana de color marrón, y yo, vestida de amarillo y beige con tacones a juego, aguardábamos, emocionadas, el despliegue de un telón en verde, dibujado con tréboles, y suaves aderezos; sus tres y cuatro hojas, en tul orladas, creaban una ilusión mágica en aquel teatro.

Un tesoro en cada hilada, una sonrisa en mi cara y, en cada ángulo, sobrevolaban las alas de viejos palcos; en sus ajadas alfombras reposaban mis pies descalzos.          

Luces por doquier y, a un telón, la nariz pegada.

Se desata la locura en silbidos entre el gentío, ansioso por escuchar los cantos de una historia entre las grandes, impaciente es la espera ante un espectáculo asombroso; en pie, el director de orquesta se inclina y se estira al son de una melodía.

Trágico suena Puccini. Tres, dos, uno… Giacomo en su esplendor.

Oscilan los tréboles de la suerte, se abre el telón como presagio de una tragedia.

En escena una mujer mariposa sueña con pasión y amor maternal, mas se adivina una traición entre los vejestorios dorados del escenario y se asoma su trágico devenir; ella vive en vilo sin vivir, agita carcoma con sus alas humedecidas por tantas frustraciones.

Cuanto ella posee habita en un par de bolsillos entristecidos por causa del engaño, la mentira, la traición; su religión y su cultura le dan la espalda.

Despliega el canto un hombre de lágrima fría, hueca, satisfecho de sus hazañas. Es el canto extranjero de un corazón de piedra que juega a oros. No embarga su pecho ningún sueño, ningún sufrimiento; triunfa su frialdad, la satisfacción de poder manejar, a su antojo, el destino de una mujer. Disfraces de bondad encubren corazones duros.

Un vientre de mujer, carga a su espalda romanticismo, esperanza, instinto maternal

e incomprensión.

Compasión.

Sobrecoge; cuando ella juega a espadas yace la mariposa; en llagas sangra la negra sombra de esa espada.

Se encienden las luces y la orquesta marca el fin de la obra.

¡El libreto es bueno!

Durante unas horas medité acerca de aquella tragedia mientras secaba mis lágrimas con un kleenex.

Había salido de aquella estrecha butaca con dolor de caderas, el alma encogida y sensación de impotencia, la misma percepción que nutre mi presente, con más o menos la misma fuerza que hace un siglo.

Cuanto más pensaba, más me irritaba. ¿Acaso cien años no significan nada?

Arrancó el llanto; no por la historia de Madame Butterfly, un libreto ancestral, magistral, que al fin y al cabo no es más que una historia transformada en ópera famosa, sino por el sonido repetitivo que se había incrustado en forma de bucle en mi cajita de música, esa que habita en mi cabeza, que no funciona a través de wifi, a la que hay que darle cuerda como a los juguetes de lata antiguos.

Ahí habita la melodía, la paz, los buenos sentimientos y un muro de cemento armado que frena la entrada de la basura que se mueve por nuestro espacio vital.

Mi mente se había quedado atascada; me asustaba pensar que los mismos errores de hace ya cien años continúan jugando a matar, que la sociedad castiga a los que no conducen por esos caminos a los que algunos, o muchos, denominan adecuados; a veces veladamente.

Y recordé la cara de las mujeres que he visto en fotografías antiguas, en blanco y negro, aquellas que lavaban en el río, cocinaban sopa, sufrían de sabañones en las manos y callos en los pies. Les faltaban dientes y les sobraban horas de trabajo.

Ni siquiera habían sido geishas.

Y pensé en la desgracia de haber nacido antes de un tiempo determinado, la de no ser conscientes de su odisea, ni siquiera la de saber que habían sido desafortunadas.

Porque lo desconocían; aunque algunas, las menos infortunadas, lo intuían.

Y me fui al puerto a querer ser pájaro y entablar conversación con el mar; mirándole, me pregunté:

 — ¿Alguien ha diseñado los nuevos valores basándose en responsabilidades? ¿O acaso no existen nuevos valores?

Le hablé a su horizonte rojo acerca de la calma del alma y me di de lleno con el pasado, las vi a ellas, a las mujeres del siglo anterior; caminaban por la arena aguardando a los marineros para recoger la carga de las pequeñas embarcaciones.

Le oí rugir.

El mar es burlón, es frío, no tiene color, y, a veces, se tiñe de rojo como ocurre ahora en más de ciento cincuenta países donde sus mares y sus tierras se cubren de sangre de niños contra niños, como ya ha ocurrido; la historia se repite.

Quise gritar, mas el viento soplaba en mi contra, y callé; callé como hacemos siempre que normalizamos situaciones y el silencio se afianzaba, o quizás porque me hubieran detenido o tomado por loca.

Me oculté en mi coche, bajé la cabeza, tapé los oídos y grité, grité con toda la fuerza de mi pecho.

¿Pudiera ser que los disfraces de bondad que cubren maltratos y guerras nos confundan, como antaño, o que yo, al igual que ellas también haya nacido un siglo antes de lo que debiera?

Tal vez desconozca la respuesta.

Pero sé que es tan descarado el engaño, que para hacer recuento de los disfraces de bondad no preciso ocupar una butaca teatral.